¿Le
gusta a usted Palermo? Yo llevo viviendo aquí ya más de veinte años y me
encuentro como en casa. Me parece una ciudad tan española como Barcelona, por
lo menos, sin dejar por eso de ser muy siciliana. Aquí Carlos V y Felipe IV
tienen sus monumentos y abundan los escudos nobiliarios españoles en las
fachadas de los palacios.
Yo pude haber sido ministro y acabé
ganándome la vida como profesor de español. No crea que exagero, no, no crea
que fantaseo. Hay muchas cosas de la historia reciente de España que no se
saben, o que se saben y se olvidan, y una de ellas es la que yo le voy a contar,
si me lo permite.
Yo, aunque bastante joven entonces,
colaboraba con José María de Areilza, era su secretario y hombre de confianza.
¿Quién se acuerda hoy de José María de Areilza? Se sabe que ambicionaba ser
presidente de gobierno tras la dimisión de Arias, no se sabe que estuvo a punto
de suceder a Suárez tras las primeras elecciones democráticas. Fundó un
partido, el Partido Popular (nada que ver con el que vendría después) para
organizar a la derecha civilizada frente a la más montaraz de Alianza Popular,
el partido de Fraga y los siete magníficos. Fue capaz de coordinar su partido
con otros –el liberal, el social-demócrata, el demócrata-cristiano-- en lo que
se llamó el Centro Democrático. Dimos mítines por toda España, yo los organicé,
y fueron siempre multitudinarios y entusiastas, nada que envidiar a los de la
izquierda.
Suárez estaba en la Moncloa todavía
sin saber muy bien qué hacer, si presentarse o no a las primeras elecciones
democráticas. No tenía a nadie detrás, le habían puesto allí como dócil
marioneta de ajenos intereses. Luego salió respondón y para echarle hubo que
poner en marcha un golpe de Estado, pero esa es otra historia.
¿Le estoy aburriendo? Ya sé que todo
esto suena a los españoles de ahora a historia antigua, a prehistoria más bien.
El caso es que un día manda el rey llamar a Areilza a la Zarzuela. Le hace
esperar, y no poco, en el cuarto armero. Había allí –tuvo tiempo de contarlas y
luego me lo contó a mí-- veintidós escopetas, veinte rifles, treinta y dos
pistolas, además de no sé cuántos sables, cuchillos de monte, espingardas,
lanzas, puñales. Por supuesto, no faltaban varias vistosas cornamentas, una
cabeza de tigre, otra de leopardo y un par de colmillos de elefante. Esto era
en noviembre de 1976, hacía un año que se había muerto Franco, supongo que el
arsenal y los trofeos habrían ido aumentado durante el resto del reinado. ¿Qué
habrá sido de todo ello?
Me imagino el espanto de doña
Letizia cuando entró por primera vez en semejante lugar. Areilza se fijó en que
había un radio transmisor en el suelo, como dejado allí al azar, y que parecía
estar encendido. Ya se sabe que el rey era radioaficionado, pero no dejaba de
ser un curioso sistema de escuchar las conversaciones durante la espera. Pero
Areilza aguardaba solo.
Nunca se ha contado aquella
entrevista que cambió la historia de España. Me la contó Areilza a mí y supongo
que a alguna persona de confianza más, pero nunca lo hizo por escrito. Lo que
sí contó fue el encuentro con Suárez poco después. “Tienes perfecto derecho a
aspirar a la jefatura de gobierno y quizá con más méritos que yo”, comenzó,
adulador. Pero luego todo su esfuerzo lo puso en convencerle de que él y los
líderes de los diversos partidos que formaban el Centro Democrático deberían
dar un paso atrás, sustituidos por otros de menor nivel. El gobierno designaría
tres o cuatro personas para que lo dirijan técnicamente hasta que él decida dar
el paso de presentarse a las elecciones y ponerse al frente. Propaganda,
mítines, discursos…, ¿para qué? ¡Con la televisión hay bastante! Sin prescindir
por ello de la cooperación activa de los gobernadores civiles y todo el aparato
de gobierno.
Eso fue en esencia lo que Suárez le
dijo a Areilza: pon todo tu trabajo político a mi servicio y desaparece de la
escena. Serás recompensado, el gobierno es generoso, sabrá honrar tu
sacrificio. Y Areilza, increíblemente, aceptó. Pocos saben por qué. Yo se lo
voy a contar.
Areilza sabía de sobra que una
operación como la que pretendía Suárez era pan para hoy y hambre para mañana.
Que no era lo mismo el Centro Democrático, que él había organizado, que la
Unión de Centro Democrático en que se convertiría. En un caso era un verdadero
partido de la derecha civilizada española, equiparable a la de cualquier otro
país europeo, capaz de gobernar durante varias legislaturas antes de alternar
con el centro izquierda. La Unión de Centro Democrático no era más que una suma
de intereses. En la última reunión del comité directivo del Partido Popular
dejó claro que forjar un partido de arriba abajo sin respetar las bases
democráticas del electorado es introducir un elemento de flaqueza congénita en
la formación. La simple erosión de gobernar hará que el partido acabe
disgregándose en sus elementos originarios. Fue lo que ocurrió cuando Suárez
dejó de ser útil al rey.
Se hizo a un lado Areilza, pero nos
animó a que nos sumáramos al nuevo proyecto. “El llegar al poder, el ser
diputado, senador, subsecretario o ministro es la legítima aspiración de todo político”,
dijo. Yo renuncié a esa aspiración e hice mutis.
Y ahora le voy a contar por qué un
político de raza se dio tan fácilmente por vencido. Suárez era un seductor, un
camelista de primera, pero Areilza era perro viejo. Recuerde que le dejamos
esperando en el cuarto armero, con los fusiles y los rifles y las cabezas de
tigre y leopardo y los colmillos de elefante. Cuando el hicieron pasar al
despacho, don Juan Carlos jugueteaba con una pistola. “¿Te gusta? Me la acaban
de regalar. Es una maravilla”. Y la tuvo en la mano, desmontándola, volviéndola
a montar y acariciándola, durante toda la entrevista.
Le dijo a Areilza lo que luego le repetiría
Suárez: que él creía que lo mejor para España era que Suárez, con un partido
propio, encabezara las próximas elecciones, que era el único capaz de ganar a
la izquierda, y que aunque él no veía mal que un día gobernaran los
socialistas, o incluso los comunistas, que con Carrillo se había vuelto unos
perfectos patriotas, todavía no era el momento. “José María, tienes que hacerte
a un lado, eres una piedra en el camino, si no te apartas tú habrá que hacer
algo para quitarte de en medio”. Y fingió que le apuntaba con la pistola.
Areilza –según me contó después--,
comenzó a sudar copiosamente. El rey notó su miedo. “Ja, ja, ja. No tiembles,
hombre, que no está cargada. Ja, ja, ja. Parece que vas a cagarte en los
pantalones”. Areilza recordaba una triste historia familiar ocurrida en Estoril
en los años cincuenta, pero el rey parecía haberla olvidado por completo.
La historia de España habría sido
distinta si las elecciones de 1977 las hubiera ganado Areilza al frente de un
verdadero partido y no una coalición de intereses. Los socialistas habrían
tardado en llegar al poder y la modernización de España la habría protagonizado
la derecha civilizada.
¿Conoce el Teatro Marmóreo, el barroco homenaje a Felipe IV de la Piazza del Parlamento? La estatua que lo corona ya no es la de ese Felipe, sino la del primer Borbón. La original la destruyeron durante la revolución de 1848 que encabezó ese prócer, Ruggero Settimo, que tenemos ahí delante del Politeama. Sicilia fue un tiempo independiente. Luego, cuando la reconquistaron los borbones de Nápoles, colocaron la estatua de Felipe V. Yo ahora estoy recopilando firmas para pedir que se sustituya por la de otro Felipe, el actual rey de España. ¿Quiere firmar?