---Hablo
bastante bien español, ¿no cree usted?, y sin embargo nunca he estado en
España. No tiene mucho mérito, mi padre era español, uno de los exiliados de la
Guerra Civil. Cuando cayó el frente de Cataluña, se vino a vivir aquí, a
Arcachon, donde tenía un pariente que era zapatero. Prometió no volver a España hasta que no
volviera la República y yo seguí con su promesa. El heredero de Franco no me
dio buena espina desde el principio y Suárez y los que amañaron con él que algo
cambiara para que todo siguiera igual, menos todavía.
En Arcachon, no sé si lo sabe, pasó
sus últimos días felices Manuel Azaña. Mi padre le conoció y se pasó la vida
hablándome de él. Fue aquí donde le descubrieron la enfermedad que le llevó poco
después a la muerte en Montauban, a donde tuvo que trasladarse cuando se
acercaban a los nazis. Mi padre se hizo amigo de Antonio Lot, el asistente de
Azaña. Un día le dijo estaba leyendo La velada en Benicarló, que se
publicó en 1939, coincidiendo con el comienzo de la guerra. Lo leía en francés,
porque la edición en español se había publicado en Chile y no había ejemplares.
El libro cayó muy mal entre los gerifaltes republicanos. Había ciertas cosas
que aún no se podían contar porque los perjudicaban. A mi padre, le entusiasmó,
y a Antonio Lot le pareció que la opinión de un joven soldado anónimo podía
alegrar a Azaña.
Vivía en Pyla-sur-Mer, a la entrada
de la bahía, junto a la gran duna, frente al cabo de Cap Ferret. La fachada
Principal de la casa, rodeada de un pequeño jardín, miraba al mar. Se llamaba
El Edén y el nombre estaba muy bien puesto. Azaña quiso colocar personalmente
los libros de su biblioteca, que milagrosamente había logrado salvar, y fue
entonces cuando comenzó a sentirse mal. Tenía el corazón hipertrofiado, un
corazón que no le cabía en el pecho.
Mi padre me dejó en herencia la
pasión por el expresidente. Hasta aquí vinieron a visitarle, en esos últimos
meses, algunos políticos, pocos, porque la mayoría le habían dado la espalda.
Sánchez Albornoz llegó acompañado de una jovencita francesa, su secretaria o su
Amante, bastante impertinente. Indignó a Lola, la mujer de Azaña, al comentar
que muchos emigrados iban por las calles de Burdeos tratando de vender joyas
sin duda robadas. Estas cosas las comentaba luego Antonio Lot con mi padre. Ya
digo que se hicieron muy amigos. También le contó la visita de Miguel Maura, su
compañero del gobierno provisional, de quien le hacía gracia su chulería, muy
de señorito de buena familia, y su espontaneidad. Maura le traía una
disparatada propuesta del gobierno francés que a Azaña le pareció más bien una
ocurrencia de Maurilla, como le llamaba a veces.
Cuando leí Así cayó Alfonso XIII, las memorias de Maura, me indigné. Afirma que Azaña era un cobarde y lo
ejemplifica con una anécdota. Poco después de que expulsaran del ejército a
Martínez Anido, le llegó a Maura la noticia de que los sindicatos libres de
Barcelona, para vengar la ofensa, habían enviado a dos individuos para asesinar
a Azaña. Se limitó a pedir a la policía que los buscara, sin darle mayor
importancia. La noticia llegó a Largo Caballero quien, en un consejo de
ministros, se acercó a Maura y, al oído, para que no le oyera Azaña, que se
sentaba al lado, le preguntó si era cierto. Respondió afirmativamente Maura. "Hay que
decírselo", "¿Para qué?", "O se lo dice usted o se lo digo yo". Se lo dijo Maura
y Azaña le preguntó qué medidas había tomado ante la amenaza. "Ninguna, como no
sea poner el caso en manos de la policía que lleva días buscando a esos
individuos". Azaña se indignó. Y con razón, pienso yo, pero Maura opina que se
debía a que era un miedoso. "Exijo que se me ponga escolta. No estoy dispuesto
a caer en la calle como Dato o Canalejas, sabiendo lo que se trama contra mí",
"Ni hablar. Mientras yo esté en Gobernación, los ministros de la República no
llevarán escolta. Prefiero que caigamos uno a uno, al ridículo de pasearnos por
la calles de Madrid con guardaespaldas". Y luego, para avergonzarle, le contó
su caso personal. Había miles de huelguistas en la calle que gritaban contra
él, recibía decenas de anónimos amenazantes y cada día iba, a pie y solo, desde
Gobernación hasta el Ministerio de Hacienda, donde se celebraban los Consejos
de Ministros, pasando ante los grupos de huelguistas. "¡Con que ya ve usted el
caso que puedo hacer de ese par de macacos enviados desde Barcelona!".
En esas manos estaba el orden
público. ¿A quién le puede extrañar la quema de conventos, que en ese mismo
libro quiere echar sobre las anchas espaldas de Azaña? El concepto del valor
que tenía Miguel Maura lo ejemplifica con la actuación de otro "señorito
chulo", el hijo del dictador.
En una de las juntas del Colegio de
Abogados, a poco de caer la Dictadura, apareció por primera vez en un debate
público, José Antonio Primo de Rivera. Tenía la costumbre de increpar, y en
ocasiones agredir, a los oradores si se permitían la menor crítica a la labor
de su padre. Un día intervenía un político conservador, Rodríguez de Viguri,
que sacó a relucir el famoso asunto de la Caoba, ya sabe usted, la prostituta
amiga del general a la que detuvieron por chantajista y por traficar con
cocaína. Primo de Rivera escribió al juez para que la dejara en libertad y,
como este pusiera reparos, hizo que le abrieran expediente. José Antonio estaba
sentado detrás de Maura. De inmediato, al oírlo, saltó sobre él y fue hacia el
Orador. Le dio una bofetada que resonó en la sala, le zarandeó y allí mismo le
habría dado una buena paliza si algunos de los asistentes, con bastante
esfuerzo y recibiendo algún que otro puñetazo, no hubieran logrado separarlos.
Comparado con José Antonio, siempre dispuesto a responder con los puños y con
la pistola a cualquier presunta ofensa, sin duda que Azaña era un cobarde que no
estaba dispuesto a enfrentarse a puñetazos con los pistoleros del sindicato
libre.
---No sabemos cómo vamos a
reaccionar en una situación concreta –dije yo, que le había escuchado mirando
abstraído la escultura de Bruno Catalano, un incompleto viajero, que teníamos
enfrente..
A Rivas Cherif, el cuñado de Azaña,
le detuvieron los agentes de la Gestapo que buscaban a Azaña en la casa que ya
había abandonado. Luego le llevaron hasta Irún y se lo entregaron a los policías
españoles que lo trasladaron a la Dirección General de Seguridad. Tuvo más
suerte que Companys y Zugazagoitia, detenidos en las mismas circunstancias y
fusilados de inmediato. A mí, policías del mismo régimen, me detuvieron en la
escuela en que entones daba clase. Era una escuela unitaria. Esperaron a que
salieran los niños y luego me llevaron hasta la comisaría de Mieres. Allí me
tuvieron horas sin decirme por qué ni para qué. Luego supe que era mientras
registraban mi casa en Avilés. Hecho el registro, me metieron esposado en un
coche negro y con cuatro policías de paisano me trasladaron hasta la Dirección
General de Seguridad, como a Rivas Cherif, Companys y Zugazagoitia. A medio
camino, hicieron un alto en una estación de servicio. Dudaron los policías si llevarme
con ellos hasta el bar esposado o no. Decidieron lo segundo, pero antes de
quitarme las esposas el policía que se sentaba a mi izquierda –iba en el
asiento trasero entre dos policías-- sacó la pistola y la apoyó en mi sien:
"Cuidado con hacer tonterías que aquí se dispara primero y se pregunta
después". Debería haberme muerto de miedo, pero lo único que se me ocurrió
pensar fue: "Van a matarme como a Lorca y yo ni siquiera he escrito aún nada
que valga la pena".