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Historias de hotel: En el Pesaro Palace

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Estaba yo sentado en el halldel hotel, esperando la llegada de una amiga, cuando un taxi acuático se detuvo en el embarcadero de la entrada. El Pesaro Palace, como tantos palacios de Venecia, tiene una entrada sobre el Gran Canal y otra en una estrecha callejuela, Ca’ d’Oro, muy concurrida porque lleva a la parada del vaporetto. De la embarcación se bajó un caballero trajeado a la antigua, pajarita incluida, con la barba y el pelo blancos. Me recordó a Mauricio Wiesenthal, a quien conocí en un congreso literario en Albarracín, pero el desconocido de Venecia tenía algunos años más. El taxista bajó con él y le llevó el equipaje hasta el mostrador de recepción. Le vi luego despedirse con suntuosas zalamerías; sin duda había recibido una buena propina.
            Cuando regresé al hotel, ya bien entrada la noche, tras una jornada larga y fatigosa, al cruzar el salón del primer piso para ir a mi habitación, me sorprendió ver a alguien sentado frente a los ventanales góticos que dan al Gran Canal. Murmuré un saludo y me fue devuelto en español. “¿Sabe usted si hay algún lugar abierto donde se pueda tomar una copa?”, añadió. “Es muy tarde, no conozco bien la vida nocturna de esta ciudad”, “Yo la conocí bien en otro tiempo, pero ahora todo ha cambiado”.
            Hablaba con acento argentino y, sin duda, tenía ganas de charla. A mí me seguía recordando a Mauricio Wiesenthal, uno de los más grandes narradores que he tenido la fortuna de escuchar (el otro fue Carlos Casares, en los encuentros de Verines). Le propuse bajar al jardín y bebernos allí los botellines de whisky que guardaba el frigorífico de la habitación. Aceptó de inmediato. “No puedo dormir. Esto está lleno de fantasmas. He venido a despedirme de ellos”.


            Habían apagado las luces del jardín y eso permitía a la gran luna llena y a su cortejo de estrellas lucir en todo su esplendor. Solo se oía el susurro de las hojas agitadas por una leve brisa y el latido de las aguas en el canal. “Se está bien aquí”, dije. Se me había pasado el cansancio.
            ––Yo nací en Buenos Aires, pero mis padres aquí en Venecia. Emigraron poco después de terminar la Gran Guerra, a finales de 1918. Mipadre era gondolero, pero no tenía licencia, no le dejaban ejercer. Cuando leí Der Tod in Venedig, la novela de Thomas Mann, me acordé de una anécdota que él contaba. Una vez llevó al Lido, al Hotel des Bains, a un alemán con el que tuvo una gran discusión porque se negaba a pagarle; el alemán le denunció por amenazas. Mi padre estuvo a punto de acabar en el calabozo. Siempre he pensado que el torvo gondolero que aparece al comienzo de la novela está inspirado en él. Ya se sabe que Gustav Aschembach no es más que una contrafigura del propio Mann, siempre fascinado por los jovencitos, aunque solo se atreviera a confesárselo a su diario. Nací en Argentina, pero mi padre, admirador de Garibaldi y luego de Mussolini, me hizo sentir siempre muy italiano. Cuando la pasada guerra, me alisté como voluntario. El 25 de julio de 1943, yo acababa de cumplir veinte años y formaba parte de una escuadrilla de bombarderos de largo alcance, los P. 108. Estaba entrenándome para volar en monoplazas, en los G. 55 y Macchi 205, que eran entonces lo más moderno que tenía el ejército italiano. Uno de mis compañeros era Vittorio Mussolini, el hijo del dictador que, antes de la guerra y después, se dedicó a los asuntos cinematográficos. Cuando llegó aquel día al aeropuerto de Guidonia, las noticias eran confusas. Se sabía que algo había ocurrido en la reunión del Gran Consejo Fascista, pero ni Vittorio ni yo podíamos imaginarnos la gravedad de la situación. Me dio un gran abrazo y pidió permiso a los jefes para marchar de inmediato a villa Torlonia. Al día siguiente, muchos celebraron que la guerra había terminado. No se imaginaban que aún faltaban los tiempos más duros. No le voy a dar una lección de historia, no se preocupe usted. Ya sabe la detención de Mussolini, su liberación por los alemanes, la república de Saló, de la que yo fui partidario. Ahora mis ideas son otras, pero uno no puede renegar de su pasado. Yo creí en Mussolini, como luego en Perón. Ya no soy peronista, pero sigo enamorado de Evita. ¿Ha visto usted ya el pabellón de Argentina en la Bienal? Parece que se inspira en mis fantasías de entonces. El dormitorio de Evita, ella desnudándose… ¿Creerá que todavía, si me siento allí a mirar, que todavía…? Y eso que soy un vejestorio que casi va a cumplir un siglo. Pero ya sabe lo que decía Somerset Maugham: “Está bien que un caballero, pasados los sesenta, tenga vida sexual; pero no está bien que hable de ella”. De la de los veinte años sí se puede hablar. Yo era aviador, bien plantado, tenía fama de valiente; de más está decir que no me iba mal con las mujeres. Las he olvidado a todas, salvo a una. Era actriz, me la presentó Vittorio, no le voy a decir su nombre, porque ella estaba casada y uno sigue siendo un caballero, pero no le resultará difícil adivinarlo, me parece. Yo jugueteaba con todas, me dejaba querer, pero de ella me enamoré como un adolescente. Creí volverme loco cuando me enteré de que me compartía con otro, no con su marido, una antigualla, descendiente de no sé qué dux, que no significaba nada. Era alguien importante, no un soldadito como yo. Un día, en un permiso inesperado, vine a visitarla a este mismo lugar, porque ella vivía en este palacio antes de que lo convirtieran en hotel y me encontré a unos escoltas que me dieron el alto. Llegué a pensar incluso en el propio Mussolini, pero entonces la guerra y Clara Petacci no le dejaban tiempo para muchas aventuras. Meses después del 25 de julio, cuando ya habían liberado a Mussolini, me citó con mucho secreto. Hacía tiempo que no nos veíamos. Vine con gran riesgo, jugándome la vida. Eran tiempos en que los fascistas de toda la vida se convertían en antifascistas de toda la vida. Una criada me recibió en la puerta del jardín y me subió hasta su dormitorio. La besé, la abracé estrechamente, pero ella me apartó. “No te he llamado para eso; ahora hay cosas más importantes que hacer”. Abrió una cómoda y me mostró cinco cuadernos manuscritos; parecían un diario. “Tienes que guardarlos en lugar seguro; no pueden caer en manos de los alemanes”, dijo. “Yo daría mi vida por el Duce –respondí–; no puedo traicionarle”, “No le traicionas; estos cuadernos son de su familia, pertenecen a Edda Mussolini. Tienes que hacérselos llegar, sin leerlos. ¿Me lo prometes?”.


¿Cómo no iba a prometérselo? Si me hubiera pedido que me pegara un tiro, también lo habría hecho. No, no leí aquellos manuscritos hasta algún tiempo después, cuando se publicaron y se tradujeron a todas las lenguas. Eran los diarios del conde Galeazzo Ciano. ¿Los conoce usted? Seguro que sí. Casado con la hija mayor del Duce, fue el favorito del régimen y el favorito de la única mujer de la que de verdad he estado enamorado en mi vida. Lo traicionó aquel 25 de julio de hace setenta años y Mussolini ordenó su ejecución. Pocos días antes de que lo fusilaran, en la celda 27 de la cárcel de Verona, redactó las líneas finales. Son palabras muy conmovedoras, que absuelven a aquel pobre tarambana, y que yo me sé de memoria de tantas veces como las he leído: “Me han alejado de todos. Se me ha impedido toda relación con las personas que quiero. Y, sin embargo, me doy cuenta de que esta celda –esta tenebrosa celda veronesa que acoge los últimos días de mi vida terrena–  la llenan todos aquellos que he querido y que me quieren. Ni los muros ni los hombres pueden impedirlo. Es duro pensar que, sin haber tenido culpa, no podré nunca más mirar a los ojos de mis tres hijos o estrechar contra mi pecho a mi madre o a mi esposa. Pero es necesario inclinarse ante la voluntad de Dios; y una gran calma desciende en mí y en mi alma”.
            ¿Comprende ahora por qué no puede dormir esta noche y en este lugar? Hicimos el amor por última vez, pero por parte de ella no había amor, sino un intento de salvar a su verdadero amor, el conde Ciano. El diario, que contenía revelaciones poco gratas para Mussolini y los alemanes, se entregaría a cambio de su vida. Pero no fue posible. Ciano fue fusilado. Y el mundo siguió dando tumbos. Yo volví a Argentina. No me ha ido mal en la vida, pero a veces pienso que Ciano tuvo mejor suerte.



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