Sábado, 8 de junio
NI PACIENCIA NI HUMILDAD
Como en Silos, me despierto muy temprano y a las seis, tras atravesar el claustro y tantear por diversos corredores, ya estoy en la capilla, junto a los monjes. Son solo cinco, uno de ellos muy anciano y que apenas se levanta de su asiento. Tras los maitines, regreso a la celda y hasta las ocho, hora de laudes, leo a Blas de Otero y de vez en cuando alzo los ojos para contemplar cómo cambia la luz con el amanecer, uno de mis espectáculos favoritos.
El monasterio de Valvanera está a mil metros de altura, en una hendidura entre boscosas montañas; por el fondo discurre el río del mismo nombre y no hay mejor música que el rumor de sus aguas en el silencio nocturno. Salvo la iglesia, del siglo XV, todo el resto son recias construcciones modernas, pero con un sobrio toque historicista que hace que no desentonen.
Mientras los monjes cantan, rezan, se sientan, se vuelven a levantar, cumplen su rutina milenaria, yo, en la iglesia desierta, pienso en lo extraño de sus vidas, en lo extraño de mi vida.
Tampoco tan distintas la suya y la mía. Como ellos, yo también tengo mis ritos diarios, que cumplo fielmente y sin esfuerzo alguno (todo lo contrario, nada me aterra más que la novedad y el cambio).
Pero me temo que, a pesar de tantas coincidencias, yo no habría sido un buen monje. Podría pasar por eso de la castidad, más o menos; me atragantaría con lo de la humildad y la obediencia. Hojeo un ejemplar de las reglas de San Benito: conténtese con lo peor, considérese el último, no obre por su cuenta, no hable, no se ría fácilmente, ármese de paciencia, sea obediente hasta la muerte. Qué difícil me lo pone.
De vez en cuando me gusta tomarme vacaciones de mí mismo, jugar a ser otro. Pero me canso pronto de ese juego, como de cualquier cosa. Si tengo alguna virtud, ni la paciencia ni la humildad se encuentran entre ellas.
Domingo, 9 de junio
EN EL CLAUSTRO
Paseo por el Claustro de los Caballeros, en Nájera, acompañado del rumor discordante de la lluvia, y mientras admiro las delicadas celosías, recuerdo versos que he citado más de una vez: “Los barcos en el agua / dejan solo una estela. / Nosotros ¿qué dejamos?”
Hermosas ruinas que han olvidado nuestro nombre, en el mejor de los casos.
Lunes, 10 de junio
CONTRA EL CAMBIO
Cada día soy más rutinario. Cada día soporto menos cualquier cambio, salvo que sea para mejor.
Martes, 11 de junio
SÓCRATES Y HÍTLER
Conocí a Antonio Tovar, me fascinó su Vida de Sócrates, su Libro sobre Platón, fue el primero en señalar la importancia de la poesía de Víctor Botas, guardo el mejor recuerdo de su cultura y su talento. Y sin embargo…
Encuentro en la librería de Valdés un deteriorado ejemplar de Santo y seña. Es de diciembre de 1941 y en él entrevistan al joven y ya prestigioso Tovar, una de las figuras más descollantes del momento. Se queja, como en cualquier época cualquier sabio, de la decadencia de la lectura, la crítica, la universidad. “Cada vez se lee peor”, dice. “El cuadro de traducciones lo demuestra: mal escogido, pobre. Faltan los autores más representativos de cada país; parece que el tiempo se ha parado: Stefan Zweig, los Mann, los escritores alemanes anteriores a la revolución política de Hitler…”.
¿Qué hacían los españoles leyendo a Stefan Zweig o a Thomas Mann, a toda esa literatura trasnochada y degenerada, cuando podían leer a los nuevos escritores que apoyaban a Hítler?
Más adelante añade: “Las razones de la Inquisición –negadas por tanto sectarismo anticientífico– las vemos hoy resplandecer a la luz de la historia”.
¿Nos libran las humanidades de la barbarie? El Antonio Tovar de 1941, maestro de la filología, buen conocedor de los clásicos, admiraba a la vez a Sócrates y a Hítler. La realidad es más compleja de lo que a primera vista pudiera parecer.
Miércoles, 12 de junio
MIS PLAGIOS
Un lector me señala que el aforismo “Vivir envilece”, que yo publicaba hace unos días, no es más que una traducción del famoso “Vivre avilit”, de Henri de Régnier. Será muy famoso, pero yo no lo había leído nunca, aunque de Régnier conozco y admiro sus libros venecianos.
Una coincidencia casual, pero hay muchas otras no casuales. Casi todo lo que atribuyo a otros autores, lo he escrito yo; buena parte de lo que he escrito yo, lo han escrito otros. Es el juego de la literatura, tal como yo lo entiendo. Nunca me confieso mejor que con palabras prestadas.
Recuerdo el gran escándalo cuando Julio Casares publicó en un diario, a dos columnas, un capítulo de la Sonata de primavera y otro de las memorias de Casanova; se trataba prácticamente del mismo texto.
El texto de ese capítulo, que no desentona del resto, sería el mismo, pero qué distinta la sonata primaveral de las memorias del veneciano. Son los misterios de la literatura. Todo lo ajeno se convierte en propio cuando quien se lo apropia es Quevedo o Garcilaso, Virgilio o Borges.
¿Citar siempre las fuentes? Eso queda para los eruditos del futuro y para los Julio Casares de cada momento.
Jueves, 13 de junio
CLARÍN ADOLESCENTE
Entre mis más queridas costumbres, se encuentra la de celebrar este día el aniversario de dos amigos, de dos de mis más queridos amigos. Uno nació tal día como hoy, otro lo escogió para morir. Pero, tanto tiempo después, ya esa diferencia importa poco.
Fernando Pessoa nació hace 125 años. Llevo casi cuarenta en su compañía y todavía no me he cansado de ella. Todas las noches, antes de dormirme, recuerdo alguno de sus versos: “Para ser grande, sé entero. / Nada tuyo exageres o excluyas. / Pon cuanto eres / en lo mínimo que hagas…”
Leopoldo Alas murió hace 112 años. Yo le conocí un poco antes que a Pessoa –por algo somos paisanos–, en 1966, cuando Alianza reeditó La Regenta. Tampoco he dejado de leerle desde entonces.
Creíamos saberlo todo de él, como de Pessoa, y aún hay un Clarín por descubrir. El otro día, al final de la presentación de la edición digital de La Regenta , Ana Cristina Tolívar Alas, su biznieta, me pasó el último número de la revista Barcarola, donde se publica abundante obra inédita de Clarín.
La edición se debe a Carole Fillière. Comienza refiriéndose a la historia de la biblioteca y los manuscritos del escritor, una novelesca historia que alguien debería contar algún día por lo menudo. La herencia fue dividida entre los tres hijos: Elisa, Adolfo y Leopoldo.
Los libros y los papeles que Elisa se llevó a Madrid ardieron en la hoguera, pero no por ninguna decisión inquisitorial, sino debido a las penurias de la guerra: ayudaron a no morir de frío.
Adolfo, además de con libros y manuscritos, se quedó con los muebles del despacho de Clarín. Los malbarató su viuda, pero finalmente, tras adquirirlos el Principado, acabaron en el mejor lugar: la biblioteca de Asturias.
Leopoldo, el hijo mayor, no solo heredó el nombre de su padre, también los odios que hacía él profesaba la derecha española. Fue, como sabemos, asesinado con vagos visos de legalidad en febrero del 37, y su viuda tuvo que esconder libros y papeles en una taberna cercana. Fue un milagro que sobrevivieran a la furia cainita de los habitantes de Vetusta, que poco antes habían destrozado y ultrajado el monumento a Clarín levantado en el Campo de San Francisco (se restituyó en 1968). De la taberna fueron trasladados a Mieres, donde ser refugiaron en un establo. Hubo más novelescas peripecias, que no es ocasión de referir ahora. Tuvo suerte el escritor con sus descendientes, siempre al servicio de su obra, siempre a disposición de los investigadores.
Leo con emoción, este trece de junio, los escritos desconocidos de un Clarín que todavía no era Clarín. Abundan las obras de teatro. Esa fue su primera vocación y quizá por eso le dolió tanto el fracaso de Teresa. “¡Por un real!” lo escribió cuando contaba quince años. Se trata de un “juguete cómico en un acto y en verso compuesto para la sociedad La Pubertad por uno de los socios”. Eran esos mismos socios los que lo representaron, uno de ellos Armando Palacio Valdés.
Junto a las piezas de teatro aparecen nuevos números de Juan Ruiz, el periódico manuscrito que él redactaba en su integridad. Aquí está ya entero el Clarín burlón, radical y republicano. “Yo quito y no pongo rey” titula un poema que glosa el “ni quito ni pongo rey” de Beltrán Duguesclin.
Entre los fragmentos de relatos, hay alguno, como “Hypatia”, que ya no es un borrador adolescente, sino ejemplo claro de su talento de narrador.
ME RECETO SILENCIO
Una mala noche la noche pasada, una de esas noches en que a uno vienen a visitarle todos sus fantasmas y en las que tantas cosas que parecían sólidas –para citar a Marx y al premiado Muñoz Molina– se desvanecen en el aire.
Recordé aquel poema cruel que José Ángel Valente le dedicó a José Hierro: “Hablaba de prisa. / Hablaba sin oír ni ver ni hablar. / Hablaba como el que huye, / emboscado de pronto entre falsos follajes / de simpatía e irrealidad”.
Yo no me escondo entre falsos follajes de simpatía, sino más bien todo lo contrario, pero me escondo, huyo, hablo también “sin puntuación y sin silencios” –hablo o escribo– “para evitar acaso la furtiva pregunta, / su desnuda verdad”.
A José Hierro, “poeta en tiempo de miseria, en tiempo de mentira y de infidelidad”, le acusaba Valente de renegar de su pasado, de adular y reírles las gracias a los que le habían metido en la cárcel: “Compraba así el silencio a duro precio, / la posición estable a duro precio, / el derecho a la vida a duro precio, / a duro precio el pan”.
Yo hablo y hablo, escribo y escribo, para no pensar, para no verme tal como soy, para aturdirme. No parar es mi droga para soportar la vida.
Esta noche se me ha ocurrido que debería armarme de valor y callar durante un tiempo, un largo tiempo, una semana o quizá dos.
¿Sería capaz de pasarme una temporada retirado en la paz de algún desierto, sin libros ni papeles, a solas conmigo y con todo el misterio del mundo?
No lo creo, pero sé que lo necesito para crecer.
En algún momento tiene uno que dejar de ser un adolescente. Y cuando se está a punto de cumplir 63 años quizá no conviene retrasar mucho ese momento.