Sábado, 1 de junio
RESPIRAR POR LA HERIDA
“¿Has leído Miseria y compañía, el último diario de Andrés Trapiello?”, me dice un amigo.
––Hace tiempo que me lo envió, pero no me atrevo a leerlo. Temo que me defraude y luego no sea capaz de callármelo y se enfade.
––¡Buena cosa te importa a ti que nadie se enfade!
––He leído el prólogo, que me ha parecido prescindible, como de costumbre, y las primeras páginas, que algo tienen de vacuo ejercicio de estilo. A mí eso de comenzar un libro diciendo “Me vieron antes de la cena escribir en este cuaderno…” no me acaba de convencer. ¿Y qué me vieron escribir mis hijos si esas son las primeras líneas? ¿Algo que taché? ¿Y no están acostumbrados a verme escribir? ¿Qué curiosidad pueden sentir a estas alturas? No sé, todo eso me suena un poco a escribir por escribir, que es a lo peor que puede sonar un escritor. Luego seguro que el libro levanta el vuelo, como de costumbre. Especialmente cuando quiere vengarse de alguien, cuando ridiculiza algún aspecto de la vida literaria, con equis tras de las que se adivinan nombres muy concretos. Es inevitable que los escritores demasiado prolíficos acaben cansando a sus lectores habituales.
––Pues aplícate el cuento.
––No, si ya sé que esto que digo quizá se aplique más a mí que a Trapiello, que estoy respirando por la herida. Por eso no lo he leído de inmediato, según costumbre que dura ya casi un cuarto de siglo, porque temo verme reflejado en los errores, no en los aciertos.
Domingo, 2 de junio
PEQUEÑO, DULCE Y PUNZANTE
Soy de esas personas a las que les sobran dos o tres horas al día, y cuatro o cinco los domingos. No he aprendido a hacer las cosas despacio y por eso el entretenimiento se me acaba demasiado pronto. Esta tarde, tras leer y releer el libro de Pessoa que he de comentar mañana, me da por recordar, o por inventar, no sé bien, breves poemillas satíricos de otro tiempo. Comienzo por la definición: “El epigrama ha de ser / pequeño, dulce y punzante / para que cause placer”.
Voy a hablarte ingenuamente: / tu soneto, don Gonzalo, / si es el primero es muy malo; / si es el último, excelente.
Tu crítica tan sincera / de las obras que escribí, / amigo, poco me altera. / Mas pesadumbre tuviera / si te gustaran a ti.
¿Por qué juras que esos versos / de repente los hiciste, / si ellos, aunque tú lo calles, / muy claramente lo dicen?
Solo alabas, solo aplaudes / a los difuntos poetas. / Permite, amigo, que en esto / complacerte no pretenda; / no estimo tu voto en tanto / que por lograrle me muera.
Donde Tomás brilla más / es en los versos, Calisto. / Y lo peor que yo he visto / son los versos de Tomás.
A las críticas de Antón / quise responder un día, / ya muy harto, y con razón. / Traté de hablarle en su lengua, / probé a rebuznar, no supe / y le dejé sin respuesta.
Tu versos son inmortales. / Por toda la eternidad / a sus huéspedes mejores / se los lee Satanás.
Lunes, 3 de junio
UN MAESTRO
Presento una edición digital de La Regenta ,prologada y minuciosamente anotada por Andrés Amorós. Las notas no molestan (solo aparecen si tocas la pantalla), al contrario de las de una famosa edición suya de Troteras y danzaderas, que yo utilizo a menudo como mal ejemplo. Le escucho luego hablar de la novela de Clarín con la misma admiración con que lo hago cada año en las reuniones del jurado de los premios Príncipe de Asturias. Tras las ásperas discusiones habituales, toma él la palabra y es bálsamo sobre cualquier herida, la música de Orfeo que calma las fieras. Maestro en diplomacia y en tantas otras cosas, me gana en todo, hasta en falsa modestia, que ya es decir.
Claro que yo últimamente a la habitual falsa modestia suelo preferir la falsa vanidad. Pero se me da tan mal fingir que en seguida se nota que es verdadera.
Martes, 4 de junio
MUY VISTO
La verdad es que soy algo vanidoso, y se nota, por mucho que trate de disimularlo. Por eso, cuando peor lo paso en las reuniones de los premios Príncipe de Asturias es en el previo encuentro con la prensa. Alrededor de los miembros del jurado pululan fotógrafos, cámaras, periodistas, que a veces se acumulan ante alguna novedad (este año, Luis Alberto de Cuenca) o ante alguna de las estrellas mediáticas habituales, como Fernando Sánchez Dragó. El único al que jamás, jamás, le han preguntado nada es a mí. Paseo aburrido entre unos y otros, invisible para los periodistas, tratando de tomarme a broma lo que me molesta el que nunca se me tenga en cuenta. Cuando le estoy hablando de esto a Carmen Riera, veo que se me acerca Eduardo García. Me saluda muy amablemente. La novelista me mira irónica, como burlándose de mis vanidosas susceptibilidades, y entonces el periodista dice: “Vengo a hablar con esta señora”. Cuando Rosa Navarro Durán se libera del cerco de fotógrafos y periodistas, trata de consolarme: “Es que a ti ya te tienen muy visto”.
Miércoles, 5 de junio
HISTORIA VIVA
Con qué emoción escucho, en el antiguo palacio de Toreno, la voz educada, precisa y rotunda de Fernando Rodríguez Miaja, sobrino del general Miaja, testigo directo de los últimos momentos de la guerra civil.
Historia viva, nunca mejor dicho. El último testigo, como aquel al que se refiere Borges en El hacedor: “En el tiempo hubo un día que apagó los últimos ojos que vieron a Cristo; la batalla de Junín y el amor de Helena murieron con la muerte de un hombre. ¿Qué morirá conmigo cuando yo muera, qué forma patética o deleznable perderá el mundo? ¿La voz de Macedonio Fernández, la imagen de un caballo colorado en el baldío de Serrano y de Charcas, una barra de azufre en el baldío de un escritorio de Caoba?”
Fernando Rodríguez Miaja estaba con su tío cuando le avisaron por teléfono de que Besteiro se había sublevado contra el gobierno de Negrín. Él le acompañó el 29 de marzo en el avión que les llevó a Orán cuando abandonaron España en el último momento.
Nadie más puede contar aquellos heroicos y terribles días en primera persona. Al darle la mano, al final de la presentación de su libro Testimonio y remembranzas, tengo la sensación de que se la doy a lo mejor del pasado de mi país.
Jueves, 6 de junio
El hueco que dejamos al morir, qué pronto se llena. Desaparecemos y no dejamos más huella que el agua que alguien saca del mar.
Hoy me ha dado por pensar en la muerte. Me aterra la de la gente que quiero, pero la mía me preocupa cada vez menos. Al contrario que Unamuno no me obsesiona la inmortalidad. Creo que la nada es más confortable que cualquier paraíso. Incluso estoy seguro de que a Dios, si existe, lo que más le gustaría es llegar algún día a no existir.
Le cuento estas estoicas melancolías a un amigo. “¿Y no te preocupa lo que va a pasar con tus libros? ¿No te preocupa que se sigan leyendo, que no sean olvidados?”, me pregunta.
––Hombre, me gustaría que duraran un poco más que yo. Y no hay duda de que durarán un tiempo, rodando por las librerías de viejo. Pero estoy acostumbrado a ser poco leído, así que no creo que después de muerto me preocupe mucho más de lo que me preocupa ahora. Una de las frases que repito a menudo es que el éxito y el chocolate me gustan mucho, pero puedo prescindir perfectamente de ellos.
Viernes, 7 de junio
ALGO DE AUTOCRÍTICA
Recibo, como regalo de los editores de La Regenta que presenté el otro día, la edición digital de Historia de los heterodoxos españoles, de Menéndez Pelayo. Son más de tres mil páginas que no añaden peso ninguno a mi iPad, el compañero ideal de las horas vacías en los aeropuertos y en las habitaciones de hotel.
Lo más parecido a los libros electrónicos que yo había manejado hasta la fecha eran los viejos tomos en papel Biblia de la editorial Aguilar. Como favorito para acompañarme en los viajes tenía el Nuevo glosario o el Novísimo glosario de Eugenio d’Ors: más de mil páginas de mínimas maravillas, uno de esos libros que nunca se acaban de leer.
Lo peor de esta edición es el prólogo, de un poeta que admiro, Aquilino Duque, pero que hace tiempo que no puede hablar de nada sin sacar a relucir a Franco y arremeter contra la democracia. Todos tenemos nuestras obsesiones ideológicas (y las mías me parece que están bastante claras), pero de vez en cuando debemos aparcarlas para hablar de otras cuestiones.
Pero Aquilino Duque escribió versos tan hermosos que yo le perdono cualquier cosa, incluso aquel prólogo a una traducción española de Os Lusíadas en el que decía que el portugués no era más que un castellano mal hablado.
Dejo de juguetear con la tableta y busco en mi biblioteca de papel (y de babel) unos versos suyos que reflejan muy bien mi estado de ánimo actual: “Los montes altos y las nubes bajas / y descansar de no hacer nada, / ver llegar el otoño, ver levantarse el viento / y tratar de olvidar la carrera del tiempo, / y tratar de olvidarse de uno mismo, / de los pecados y de los castigos. / Ya he escrito cuanto había de escribir / y vivido de sobra cuanto había de vivir. / Todo es ahora dádiva, todo es añadidura / y el alma solo anhela su larga noche oscura”.
¿Ya he escrito cuanto había de escribir? Quizá sí, pero yo hago como que no me entero. Y no le digo a nadie que ya está bien de diarios para que no me digan a mí lo mismo.