Sábado, 11 de diciembre
QUE CONSTE
Me gusta tener razón, no lo niego, y sé que eso me vuelve bastante insoportable. Pero no puedo evitarlo. Desde niño he sido incapaz de conformarme con lo primero que me contaban. Siempre he tratado de indagar lo que había detrás de las apariencias, he procurado no confundir publicidad encubierta e información. Como me gusta tener razón, hago lo posible por tenerla: leo, pregunto, reflexiono, separo hipótesis de certezas. Y cambio de inmediato de opinión en cuanto nuevos datos me demuestran que estaba equivocado. Mi verdad solo la defiendo cuando creo que se aproxima lo más posible a la verdad. Pero solo la defiendo hasta que le encuentro alguna fisura.
Sé que la razón en cualquier asunto la tiene quien mejor se informa y mejor razona, que no es un don del cielo ni algo que se encuentra en el argumentario del partido.
Pero debo reconocer –no soy perfecto-- que hay algo que me gusta más que tener razón: tenerla frente a la mayoría de la gente. Disfruto viéndome como un Gary Cooper solo ante el peligro del prejuicio y la estulticia.
Fui uno de los primeros en decir que la Constitución española no amparaba a ningún delincuente, y menos todavía si era el jefe del Estado. Aún quedan mentes “preclaras” que afirman lo contrario. La historia no los absolverá.
No sé si fui el primero, pero sí soy uno de los pocos que afirmar que vacunar a quien no pertenece a un grupo de riesgo obedece a razones comerciales y políticas, no sanitarias. Sonrío al leer que Pfizer –siempre Pfizer, cómo me gustaría ser uno de sus accionistas: el dinero no huele-- tiene a punto de sacar al mercado un nuevo tratamiento en pastillas, el Paxlovid, que reduce en un 89 % el riesgo de hospitalización o muerte de los pacientes más vulnerables, esto es, los que padecen hipertensión, obesidad o diabetes. No sé yo si ese Paxlovid será eficaz (si sé que nuestra ministra de Sanidad, según costumbre, antes de que lo aprueben los expertos, anunciará que en España se va a aplicar masivamente), lo que si sé es que las vacunas tienen una utilidad, mayor o menor (en cualquier caso, menor de lo que se pensaba) solo para tales pacientes.
Estas cosas, tan obvias, la del rey perjuro (juró cumplir las leyes y no las cumplió, por lo menos las fiscales) y la del negocio de las vacunas para el nene y la nena (¡y no porque las necesiten, sino para proteger a los abuelos!), más pronto o más tarde serán compartidas por todos. Pero yo he llegado antes, que conste.
Lunes, 13 de diciembre
UNIVERSOS
¿El gusto literario se desgasta con la edad? ¿Quién se dedica profesionalmente a la literatura acaba perdiendo la sensibilidad literaria? Siempre he tenido una cierta prevención contra los profesores de literatura y los jurados habituales de premios de poesía, también contra los críticos que comentan cada semana un libro de poesía. Y me temo que pertenezco (o he pertenecido) a las tres categorías, o sea que debo desconfiar bastante de mí mismo. La editorial Hiperión publica Uni-versos, una antología de poemas de un solo verso, más de ciento cincuenta poemas mínimos de otros tantos autores (comienza con Antonio Machado y termina con Rosa Berbel). Los antólogos han sido el editor Jesús Munárriz “y sus amigos”, según se indica en la cubierta. Se han lucido uno y otros. Los poemas apenas pasan de media docena. El resto es vaguedad y tontería. No se salva ni Juan Ramón Jiménez. “La rosa, ¿es geométrica?”, dice su aportación a esta antología de la nadería universal.
Yo, que siempre ando un poco sobrado, me digo: “Esto lo mejoro yo en una hora”. Y en la hora que paso en Dos de Azúcar, de siete a ocho de la tarde, escribo en cada página o un poema de un solo verso o un aforismo más o menos poético (tampoco en la antología de Munárriz se distingue entre un género y otro). Y creo que, salvo en el caso de Antonio Machado (“Hoy es siempre todavía”), supero a la mayor pate y al menos igualo al resto. Fernando Pessoa: “Quien tiene flores no necesita a Dios”. Yo: “La nada es Dios de incógnito”. Rafael Alberti: “Venus, madre del mar de los azules”. Yo: “El mar, siempre desnudo”. René Char: “¿Cómo me oís? Hablo de tan lejos…”. Yo: “Qué lejos a veces lo tan cerca”. Juan Gelman: “Sol es como tu rostro”. Yo: “Sin amor no es hermosa la hermosura”. Gabriel Aresti: “…Y sus intestinos se desparramaron por el suelo”. Yo: “Mi única bandera, tu cabellera al viento”. Andrés Trapiello: “¡Oh! Mágico mundo es el silencio, onda que lleva”. Yo: “En casi todo hay magia, a excepción de en la magia, donde solo hay truco”.
Se ve que una hora sin nadie con quien charlar ni nada que leer da para mucho: “Todas las flores mueren en la flor de la edad”, “Los muertos callan todo lo que saben”, “Una tontería, si está en verso, es doble tontería”, “La soledad se soporta mejor en buena compañía”, “Estar vivo es requisito imprescindible para hacer cualquier cosa”, “No me miras, pero no puedes dejar de verme”, “Los muertos resucitan en los vivos”. Y así hasta 152. No son gran cosa, ciertamente, pero mejoran mucho después de leer la antología que ha preparado Jesús Munárriz.
(Debo acordarme de borrar esta entrada de mi diario. Ya se sabe que los grandes hombres solemos ser muy modestos.)
Martes, 14 de diciembre
VIDA PRIVADA
Tengo el día dividido en franjas de aproximadamente una hora cada una. Antes de las nueve, ya estoy ante el ordenador. En torno a las diez, toca café en Noor, en la Avenida de Torrelavega, con el primer libro del día. Ahí no espero a nadie, mis amigos no madrugan ni andan por barrios. Con Abbás, el camarero y dueño paquistaní, intercambio las primeras palabras. El día, como todos los días, tiene sus más y sus menos, pero la última franja horaria también suele ser motivo de tranquila felicidad. A las ocho, dejo la cafetería de la tarde, en la que de vez en cuando recibo alguna visita, y antes de volver a casa paso por el supermercado. Nunca estoy más que diez minutos. Compro poco, pero todos los días, y ese es uno de mis pequeños placeres. Dejo la compra en casa y hasta la hora de la cena me voy a mi despacho del Milán. Allí trabajo –es un decir, mi amigo López-Vega suele repetir que yo no trabajo, sino que juego a que trabajo-- hasta cerca de las diez: leo y respondo al correo de la Universidad, que nunca miro en casa; imprimo y corrijo algún texto, rastreo artículos difíciles de encontrar; escribo los aforismos del día. Ana Vega me regaló un libro de hojas en blanco, más de dos mil finas páginas. He tomado la costumbre de llenar una cada día. A veces cuido la letra, a veces me olvido y lo que escribo resultará ininteligible incluso para mí. A las diez menos cuarto abandono el despacho. La facultad, a estas horas, está vacía, y yo camino por los solitarios pasillos pensando que me costará dejar este lugar, parte de mi vida desde hace treinta años. A las diez ya estoy cenando. Una cena ligera, que preparo en pocos minutos. La de hoy: tomate kumato, queso fresco, media docena de aceitunas (pueden ser cinco o siete, tampoco soy tan maniático) y unas briznas de atún claro; luego una pera y para terminar, siempre, un poco de kéfir con una galleta (una) de avena con chocolate. Luego enciendo el televisor: alguna serie vagamente entretenida, un viaje en tren a menudo con Michael Portillo, un documental de National Geographic sobre arqueología. Les dedico media atención pensando vagamente en lo que he de escribir al día siguiente (la preparación real la hago mientras duermo). Mi nana favorita es siempre la misma: el programa Aliens con su teoría de los antiguos astronautas. Me gusta que me lleve de un extremo al otro del mundo y me divierte ver a Giorgio A. Tsoukalos y a Erich von Däniken exponiendo con total seriedad peregrinas teorías. A su arrullo se me van cerrando los ojos dulcemente y cuando voy a la cama suelo dormir como un bebé.
Jueves, 16 de diciembre
LA QUE SE AVECINA
“Scholz promete mano dura contra los antivacunas en Alemania”, amenazan desde la primera página del periódico. “Cuando las barbas de tu vecino veas pelar…”, pienso. Trato de comentarlo con un amigo y me interrumpe de inmediato: “Nada de demagogias, Martín, que te veo venir. Esto no tiene nada que ver con lo que pasó con los judíos, pobres, no se lo merecían, eran buena gente. Los antivacunas, en cambio, se merecen cualquier cosa, lo peor de lo peor, son el cáncer de la sociedad, como está científicamente demostrado”.
Viernes, 17 de diciembre
FELIZ NAVIDAD
¿Cuánto hace que Pedro Sánchez sacaba pecho por haber salvado la Navidad gracias a su campaña de vacunación, la más exitosa de Europa? Ahora, ante otra Navidad echada a perder, la Ministra Portavoz de Pfizer y los expertos acólitos siguen cantando la excelencia de los productos de esa empresa. Pues que santa Lucía les conserve la vista a mentes tan preclaras.