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Elogio de la cordura: El negocio del miedo

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Sábado, 18 de septiembre
LA LEY DEL SILENCIO

Quedo por la mañana en Avilés con un amigo, de los que repiten que soy un paranoico, que lo de hablar de la Ministra d la Tercera Dosis es pasarse un poco, que cierto que las farmacéuticas ganan dinero, pero honestamente, como otra empresa cualquiera, que los periódicos publican un día sí y otro también artículos en favor de la vacunación total, incluso para los neonatos, no por razones inconfesables, sino porque están convencidos de que son la panacea, todas esas cosas que estoy harto de oír, como llamarme incívico, irresponsable, perroflauta, fascista, por no haber agachado aún la terca cabecita y pasado por el aro. Le llevo un ejemplar de Babelia, en el que Jordi Amat reseña El imperio del dolor, de Patrick Radden Keefe, que acabo de leer.

            ---Esa reseña desmiente tus insinuaciones. El País no tiene inconveniente en elogiar un libro que se adentra “en los turbios negocios farmacéuticos”, como dice la entradilla.

            ---En los negocios de los Sackler, una familia que ya ha sido juzgada, condenada por la opinión pública, y que no fábrica vacunas. Pero el libro no habla solo de ellos. Mira las páginas en las que he colocado un post-it, observa el nombre que se repite una y otra vez: Pfizer, Pfizer, Pfizer. ¿Aparece alguna mención en la reseña? Pues resulta fundamental en el origen de la riqueza de los Sackler. Arthur, el fundador de la dinastía, fue un genio en la publicidad farmacéutica. El primero en dirigirla a los médicos, en organizarles congresos bien pagados, en ocultar los efectos negativos. Y su gran cliente inicial fue Pfizer. El capítulo sexto cuenta una historia ejemplar. En 1956, se inaugura en Washington el IV Simposio Anual sobre Antibióticos. El encargado de pronunciar el discurso inaugural es el doctor Henry Welch, un alto cargo de la FDA, la organización federal encargada de aprobar los medicamentos, “un hombre con el poder de catapultar o sepultar un fármaco”. En su discurso, Welch anunció triunfal que se iniciaba una nueva era en la terapia antibiótica. La primera había sido la de los antibióticos “de espectro reducido”, como la penicilina; la segunda, la de los de amplio espectro, como la Terramicina, de Pfizer; la tercera se caracterizaría por “la combinación sinérgica de diversas terapias con las que se podrían combatir incluso infecciones que se resistían a las terapias tradicionales”. Apenas una hora después del discurso de apertura, Pfizer publicó un comunicado de prensa en el que anunciaba la tercera era en el tratamiento antibiótico y presentaba un nuevo medicamento, la Sigmamicina, anunciado como la primera “combinación sinérgica” capas de atacar a los gérmenes “que han aprendido a sobrevivir a los antibióticos más antiguos”. Las palabras de Henry Welch, una autoridad de la agencia que controla los medicamentos, se utilizaban para avalar la nueva terapia.

            Luego se supo –gracias a una investigación periodística seguida de otra en el Senado-- que aquel congreso había sido financiado íntegramente por Pfizer, que Welsh era asesor bien remunerado de varias revistas médicas que vivían de la publicidad farmacéutica, que el famoso discurso que sirvió para lanzar la Sigmamicina había sido supervisado por los publicitarios de Pfizer, que la famosa frase sobre la tercera era de los antibióticos que utilizaron en la promoción había sido incorporada directamente al discurso por ellos, que del discurso imprimieron más de doscientos mil ejemplares, teóricamente para repartir entre los médicos (acabaron en un almacén), que por contrato el supervisor Welch recibía el cincuenta por ciento en concepto de derechos de autor. A comienzos de los sesenta, se supo que si Welch cobraba diecisiete mil quinientos dólares anuales por su puesto como algo funcionario encargado de controlar los medicamentos, había recibido cerca de trescientos mil dólares de la industria farmacéutica. Se tardó cinco años, y una investigación rigurosa, para averiguarlo. Ahora es importante que esa vieja historia no salga a la luz. O que se cuente en un grueso libro,, pero que en un a reseña ni siquiera se menciones.

            ---¡Eres un paranoico, Martín! ¿Tú crees de verdad que del periódico le advierten a Jordi Amat que cuidadito con molestas a Pfizer, que de ella vivimos?

            ----O quizá la precaución la tomó él por sí mismo, recordando el caso Echevarría.. Ya sabes que a Ignacio Echevarría le expulsaron fulminantemente de Babelia por atreverse a ponerle peros a un lanzamiento de Alfaguara, entonces de la misma empresa que El País.  Yo confío en que, aunque hagan falta algunos años, una investigación periodística y una comisión del Congreso, se acabe desvelando la presunta colusión entre ciertos medios periodísticos, los encargados de proteger nuestra salud y los que se dedican a hacer sucios negocios con ella.

Domingo, 19 de septiembre
COMETO UN PLAGIO MÁS 

“Todo poeta, si lo es de verdad, nos plagia”, escribió, o debió haber escrito, Ortega. El poeta no es más que un portavoz de lo que sentimos o intuimos y no acertamos a decir. Publico hoy unas líneas en el cumpleaños de un joven amigo, Martín López Martínez, que no son más que una variación del poema, “Ángel y Heráclito”, de Jesús Beades. Pero pocos textos tan míos a pesar de que apenas lo he escrito yo.

Lunes, 20 de septiembre
INICIO DE ELEGÍA

La juventud, esa isla dichosa / que solo existe cuando se deja atrás.

Martes, 21 de septiembre
SUBTÍTULOS

Cuando paseo, me gusta ir leyendo los subtítulos. En esta mañana gris, mientras voy dejando mis huellas en la arena negra de la playa de los Quebrantos (qué bien los nombre ponía quien se lo puso a este hermoso arenal junto a un cementerio y debajo de un monte todavía con trincheras de la guerra civil), a la memoria me vienen los versos de Rubén Darío, que por aquí pasó algunos veranos: “Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto, / y el temor de haber sido y un futuro terror… / Y el espanto seguro de estar mañana muerto, / y sufrir por la vida y por la muerte y por / lo que no conocemos y apenas sospechamos”.

Miércoles, 22 de septiembre
NO SOY NADIE

Como todo el mundo, yo también tengo mi psicoanalista, al que le cuento cosas que no contaría a nadie. No se trata de viejos traumas de infancia, de rencores inconfesables, de perniciosas perversiones. Tengo una memoria que hace bien su trabajo y ha leído a Nietzsche: lo que no mata engorda. Las dificultades superadas te hacen más fuerte y aquel desdén amoroso que entonces te dolió tanto quizás ahora –visto lo visto-- sea el mejor regalo que te hicieron nunca.

De lo que ahora me arrepiento es de mi falta de ambiciones. De no haberme esforzado lo más mínimo por lograr un primer lugar en el mundo literario. Si yo fuera premio Nobel, por ejemplo, mis opiniones tendrían su peso, se reproducirían en todas partes. Tampoco hace falta ese premio. Preferiría haberme convertido en un autor de referencia como Unamuno, en un “excitator hispanie”.  Estas son cosas que uno solo puede confesar a su psicoanalista, obligado a guardar el secreto profesional. He sido en exceso aficionado a encogerme de hombros. No puedo negar que me ha ido bien así. He escrito lo que he querido sin tener que adular a nadie ni tener que callarme lo que no gustaba al patrón de turno. Pero la libertad tiene un precio y ahora me toca pagarlo. Sigo siendo libre para decir lo que crea conveniente, pero donde pocos me escuchen. Querido psicoanalista, leo las recientes estadísticas sobre la vacunación en Asturias y no sé si reírme o llorar. Resulta que el único grupo de edad en que ya se ha cumplido el sueño  hoy de cualquier político, vacunar al cien por cien de la población, es el que comprende a los que están entre los 70 y los 79 años, o sea el mío. Ni me llamaron para vacunarme, ni leyeron mis continuas proclamas de que solo me vacunaría por razones sanitarias o causa de fuerza mayor (una pistola en la sien sería un buen argumento). Les basta con borrarme de un plumazo de sus estadísticas, como a un mosquito molesto.  Ya me conformaría con ser, ya que no un  premio Nobel o un Unamuno, un autor que vende mucho. Seguro que a Karmelo C. Iribarren o a Elvira Sastre no se atreverían a humillarlos así. Pero estas son cosas que solo le puedo contar a mi psicoanalista. Lo malo es que no tengo, ni he tenido nunca, psicoanalista. O sea  que no se las cuento a nadie, ni a mí mismo. 

Viernes, 24 de septiembre
REGALO LIBROS

La faja promocional de El imperio del dolor, afirma: “Incluido en la lista de lecturas de Barack Obama”. A mí se me ha ocurrido la idea de comprar varios ejemplares y enviárselos a la Ministra de la Tercera Dosis, a Adrián Barbón y a Pepa Bueno, directora de mi diario de referencia. No sé si tendrán tiempo de leerlo. Mejor que no lo comiencen porque entonces no podrán parar y las farmacéuticas les tirarán de las orejas por dejar, aunque sea unos segundos, de promocionar su gran negocio.

El imperio del dolor nos cuenta una historia de ambición, filantropía, crimen, impunidad, corrupción institucional, poder y codicia. Pero aunque lo leyeran, no creo que les sirviera de mucho. A la gente le cuesta entender las cosas más elementales si su cargo político, su sueldo o su lucrativo sobresueldo dependen de no entenderlas.


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