Hago colección de muchas cosas, como es bien sabido, pero mi colección favorita sigue siendo la de instantes felices. Y no pasa días sin que añada una nueva pieza, aunque sea solo una deliciosa miniatura. Antes de dormirme, repaso las últimas adquisiciones.
Cuando con Cristian y Martín, me adentro en el castañar que hay junto a la urbanización Costa Verde, a dos pasos de casa, y enseguida desaparece el entorno urbano y en la orilla del riachuelo que lo atraviesa, me parece estar en medio de una selva inexplorada.
Cuando tomo el café matinal en Noor, en un barrio al lado del mío, pero donde soy un perfecto desconocido, mientras hojeo los libros nuestros de cada día y me siento en el centro del mundo.
Cuando regreso a casa atravesando el parque de San Julián, y en lugar de hacerlo por el camino, piso la hierba y me acerco a la hilera de abedules, respirando libremente y aunando la obligación de cuidar mi salud con la transgresión de la arbitraria imposición: doble felicidad.
Cuando me siento ante el ordenador, nada más levantarme, y en lugar de escribir la reseña que tengo que enviar al periódico escribo un poema, como quien hace novillos.
Cuando antes de irme a la cama, tras atravesar sin daño el campo de minas de un nuevo día, busco en el televisor la cadena Viajar y me subo a un tren que atraviesa Australia o contemplo Alemania desde el aire o vuelvo a las calles y a los cafés de Estambul.