Quantcast
Channel: Café Arcadia
Viewing all articles
Browse latest Browse all 711

Sin propósito de enmienda: Una profecía

$
0
0


Sábado, 9 de mayo
INSOPORTABLE

Siempre he sido bastante insoportable, pero sospecho que estoy empeorando con el encierro y con la edad. A cada amigo que me llama por teléfono o que me encuentro en los recreos, quiero decir en las salidas autorizadas, le suelto mi diatriba contra los disparates a que nos someten Pedro Sánchez y sus anónimos asesores sanitarios con el pretexto de la actual pandemia. Medidas risibles, arbitrarias, dañinas para la salud, ruinosas para la economía, ofensivas para la inteligencia, aplaudidas por un amplio sector de la sociedad española, el más sumiso y nostálgico del cirujano de hierro, ese que no tendría inconveniente en cortarle a un paciente la cabeza si no encuentra otro modo de acabar con su dolor de cabeza.
            Quijote del sentido común, desfacedor de sofismas, alanceador de disparates, pongo tanta pasión en lo que digo que me temo que dentro de poco no ha de haber quien me aguante. Algunos amigos empiezan a no cogerme el teléfono o a dar la vuelta para no tropezarme en cuanto me ven de lejos.
            ---¿Pero no te cansas nunca de tener razón? –me dice Xuan Bello--. Obélix se cayó de niño en la marmita de poción mágica. A ti parece que te bautizaron, no con agua bendita, sino con Red Bull.


Domingo, 10 de mayo
AÚN NO

Hoy hablo en el periódico de que el martes pasado di mis últimas clases y más de uno me ha preguntado: “¿Y a qué te vas a dedicar ahora?”
Pues a trabajar más que nunca –respondo--. Las clases acabaron el 5 de mayo, pero el curso dura hasta el 31 de julio y lo que viene a continuación es lo peor: corrección de trabajos, exámenes ordinarios y extraordinarios, revisiones, tribunales de TFGs, burocracia y más burocracia… Yo tengo cinco asignaturas entre los dos cuatrimestres y más de un centenar de alumnos, o sea que me quedan unos meses la mar de entretenidos. En otra época lo consideraría un fastidio, ahora me parece un regalo. Respiraré aliviado cuando queden cerradas las últimas actas. Y no lamentaré demasiado no incorporarme el nuevo curso con sus geles y sus mascarillas y su nueva anormalidad.



Lunes, 11 de mayo
VUELVE LA VIDA

Me asomo a la terraza ilusionado y todo sigue con la desolación de costumbre. Ninguna de las tres cafeterías de mi calle, una calle muy corta y peatonal que termina en el parque de San Julián de los Prados, ha abierto y eso que tienen amplias terrazas y casi todo el servicio lo hacen en ellas. 
Tras trabajar un poco en el ordenador, subo hasta la librería Cervantes. Sigue cerrada, el único cambio es que han trasladado la ventanita para entregar pedidos de la puerta de emergencia a la principal. Trato de enterarme de qué pasa. “¡No nos dejan abrir! –me dice el encargado-- ¡Superamos los cuatrocientos metros!”
            Me voy hasta don Quijote, la cercana librería de viejo. Está abierta y un cartel avisa que solo pueden pasar los clientes de dos en dos. “Si en este pequeño espacio, agobiado de estantería y montones de libros, pueden entrar dos clientes, ¿cuántos podrían entrar en la librería Cervantes respetando las medidas de seguridad?”, me digo.
Llamo a un amigo para desahogarme de la nueva estupidez de las autoridades que nos han caído en suerte y me intranquiliza aún más: “Lo de no dejar abrir a los establecimientos de más de cuatrocientos metros cuadrados no es por razón sanitaria, sino para apoyar al pequeño comercio frente a las grandes cadenas. Fue una imposición de Podemos. Se ayuda así a las pequeñas librerías de barrio frente a la Casa del Libro, por ejemplo”.
            No sé lo que habrá de verdad en ello. Lo cierto es que el gobierno, con el pretexto de cuidar de nuestra salud, toma medidas que perjudican gravemente nuestra salud y la economía del país. 
            Ya hasta me creo que sea cierto lo que se cuenta de las mascarillas, que si al principio, en lo peor de la crisis, dijeron que no era recomendable usarlas salvo en situaciones concretas (y que incluso podía ser contraproducente usarlas en la calle y en los espacios abiertos), se debía simplemente a que no había mascarillas. Y que si ahora las recomiendan cada vez más y quieren convertirlas en obligatorias en todos los lugares es porque no saben qué hacer con todas las que han comprado tarde y mal. Si fuera así, las autoridades sanitarias habrían jugado dos veces con nuestra salud. Una vez, al menos, jugaron: o nos engañaron antes o nos engañan ahora.
            ----Tranquilo, Martín, tranquilo, que pareces de Vox.
            Sonrío. ¿Quién me iba a decir que la denostada extrema derecha iba a ser el partido que más defendiera las libertades en esta crisis que ha hecho perder la cabeza a tantos? 
En la librería de Luis, compro La ruta de Burdeos, un libro en el que dos voluntarios ingleses cuentan la derrota de Francia en 1940, un tema que siempre me ha apasionado. No fue una derrota, sino un amorosa entrega de los fascistas de dentro a los nazis de fuera que venían a librarlos del Frente Popular y de los judíos. 
            Busco una terraza donde sentarme, pido el habitual café y el vaso de agua (el primer café después de dos meses) y abro el libro, que me lleva a un París de hace exactamente ochenta años: “La primavera llegó repentinamente después de uno de los inviernos más fríos y entorpecedores que se pueda imaginar. Millares de personas que no tomaban parte en la actividad de la guerra, se liberaban de un sentimiento de impotencia y de entumecimiento, renacían a la vida y a la animación de la capital. Por primera vez desde octubre, había niños jugando en los jardines de las Tullerías y del Luxemburgo. Las terrazas en los cafés se llenaban y la muchedumbre paseaba al sol, densa como nunca, en los campos Elíseos, en el Bosque de Bolonia o en Versalles.”
            Vuelvo a aquel París, alegre y confiado en la amistad inglesa y en la línea Maginot. Pocos días después, la invasión de los Países Bajos y el súbito derrumbe.
            Vivo en una biblioteca que no está encerrada entre cuatro paredes; los lugares de aprovisionamiento se reparten por las librerías del mundo y los puestos de lectura se encuentran en cualquier rincón en que me encuentre a gusto, como en la terraza de esta cafetería de barrio en la plaza Piñole.
            A poco de llegar a casa, me llama Conchita: “Ya sé qué has estado en la librería. ¡Mañana abrimos! Te cuento cómo fue todo. Pura afortunada casualidad. Resulta que el presidente es cliente nuestro. Llamó para pedir un libro, nos felicitó porque pudiéramos por fin abrir y entonces le contamos que lo teníamos rigurosamente prohibido. Se sorprendió mucho”. “¿Pedro Sánchez es cliente vuestro?”, la interrumpí. “No, no, Sánchez no, el de aquí”. “Ya me extrañaba que ese señor comprara libros. Sigue, sigue”. “Nos dijo que nos pusiéramos en contacto con la delegada del gobierno, al final la llamó él  mismo y la delegada nos dijo que podíamos abrir, pero nosotros dijimos que no podíamos hacerlo sin tener cubiertas las espaldas así que nos pidió que enviáramos una instancia y ya tenemos el permiso por escrito”.



Martes, 12 de mayo
LA NUEVA ANORMALIDAD

Lo primero que hago es pasar por Cervantes para ver si es verdad lo que me contó Conchita Quirós o todo fue un sueño. Es verdad. Puedo pasear entre las mesas de novedades, no me lo acabo de creer. “¿Y cuáles son las normas?”, le pregunto a mi sonriente dependienta habitual. “Lo que peor llevamos es que no se pueden tocar los libros”. “¿Y cuánto se puede estar en la librería?”. “Un ratito”. 
No pregunto cuántos minutos es eso. Me encojo de hombros y paseo como quien lo hace por un jardín. Casi ni me ofenden ya las tonterías de la nueva anormalidad que nos imponen cada día. Creo que voy teniendo síndrome de Estocolmo. El encargado me cuenta cómo ha sido posible lo que en principio puede parecer simple favoritismo: “Hemos cerrado las dos plantas superiores y así tenemos menos de cuatrocientos metros”.
            Y yo pienso (al contrario que a quienes nos gobiernan, la crisis sanitaria no ha limitado ni un instante mi capacidad de razonar): “¿Y no podrían, como en Hipercor o en Carrefour, que superan ampliamente los cuatrocientos metros, simplemente poner una persona en la puerta para controlar el aforo de forma que siempre pudiera mantenerse la distancia de seguridad entre los clientes?”
            Con su pan se lo coman. Yo sigo con París. Esta vez con el parís de 1889 de la mano de Emilia Pardo Bazán. Compro Al pie de la torre Eiffel y me voy a hojearlo a la cafetería que estrené ayer y que ya he convertido en parte de mi rutina. 



Miércoles, 13 de mayo
DE LO QUE YO HABLO

Poco a poco va volviendo la vida, va dejando de ser virtual. Ya puedo tomar un café y charlar con algún amigo cara a cara y no en la pantalla partida del televisor.
            ---Cuando esto acabe, van a publicarse docenas de libros en que cada escritor cuente su aventura.
            ---Yo creo más bien que, como cada uno tendrá la suya, nadie querrá escuchar la de nadie. Me temo que los libros sobre la pandemia serán el gran fracaso editorial de los próximos meses.
            ---Nadie tampoco leerá entonces tu diario cuando se publique en libro, tú no hablas de otra cosa.
            ---Yo hablo de otra cosa, hablo del recorte de libertades con el pretexto de la enfermedad. Y de la mansedumbre con que buena parte de los españoles han aceptado el regreso a la servidumbre.




Jueves, 14 de mayo
LA ANTIGUA NORMALIDAD

No me han tenido encerrado en casa, sino en una parte de mi casa, el piso de la calle Murillo. Mi casa tenía –y espero que muy pronto vuelva a tener-- acogedores rincones repartidos por toda la ciudad. El principal estaba en Las Salesas, en la cafetería Los Porches, en la gran mesa redonda entre los ventanales, casi siempre para mí solo o para algún amigo que pasaba a verme. ¡Cuántos libros habré leído yo en esa mesa o en las que la precedieron! Porque paro en esa cafetería, que fue cambiando de dueño y a veces remodelándose, desde 1982. No habían nacido entonces los camareros que ahora me traen el café y el vaso de agua, sin necesidad de pedírselo. Uno de ellos, Jose, es buen lector y además comparte mis ideas políticas, así que de vez en cuando intercambiamos algún comentario cómplice. 
            Mucho he leído y escrito también en Los Prados, en un rincón del McDonald’s o antes en el café Roma, siempre junto a cristaleras con buenas vistas y mucha luz. También ahí los camareros me conocen y nada más verme me preparan mi café con leche y me lo dan discretamente sin hacerme esperar la cola. Cómo se agradecen los pequeños detalles de afecto hacia ese raro personaje que se sienta siempre en el mismo lugar con un libro, o varios, en la mano.
            Y cómo no añorar el Vetusta de la plaza del Ayuntamiento, por donde yo aparecía puntualmente a las siete y media y estaba una hora con un libro o con quien quisiera pasar por allí. Luego, a las ocho y media, ni un minuto antes ni un minuto después, al Mercadona del Fontán para la compra del día. Volver con ella a casa clausuraba la jornada.
            Y eso sin contar las tertulias de los viernes, en el Savanna y en el Chelsea, todos los viernes del año, desde hace cuarenta, todos los viernes menos los de estos dos últimos meses.
            ¿Quién me iba a decir que de un momento a otro me serían arrebatados tan inocentes placeres? ¿Tendrán cabida en la nueva normalidad con la que nos amenazan?



Viernes, 15 de mayo
SI TENGO O NO RAZÓN

----Siempre lamentándote de lo que has perdido, Martín, y ni una vez te he visto condolerte con las víctimas de la enfermedad.
            ----El dolor verdadero va por dentro, al menos en mi caso. Hacer de plañidera nunca ha sido lo mío y utilizar el dolor ajeno para objetivos políticos siempre me ha producido náuseas.
            ----¿Insinúas que se han aprovechado de las víctimas para cercenar las libertades civiles?
            ----Sí.
            ----Pues ya me dirás lo que habrías hecho tú si te hubieras visto en el lugar de Pedro Sánchez. ¿Lo que Bolsonaro?
            ----Lo que Ángela Merkel, que padeció como yo, una dictadura, y por eso se lo piensa dos veces antes de limitar los derechos de los ciudadanos “por si acaso”.
            ----Vamos a lo concreto. El próximo invierno vuelve la epidemia, se registran los primeros casos en algún lugar de Asia. ¿Tú qué harías?
            ----Protegería a los grupos de riesgo (menos de un uno por ciento de la población) y limitaría lo menos posible las actividades productivas y educativas. Lo primero resulta fácil: la mayoría de los pertenecientes a los grupos de riesgo están jubilados o prejubilados. Lo segundo, también si se actúa con prudencia y sin dejarse llevar por el miedo. Cuanto tenemos un problema, debemos intentar solucionarlo sin convertir la solución en un problema mayor, que es lo que se ha hecho ahora.
            ----¿Un problema mayor? ¡Encerrar a la gente y paralizar la economía no ha matado a nadie!
            ---¿Estás seguro? Ya se irán cuantificando los daños, en algunos casos no inmediatos, pero no menos letales. Si tengo o no razón, lo veremos dentro de un año. Me atrevo a profetizar que la mayoría de los países actuará de otra manera, habrá aprendido la lección.

Viewing all articles
Browse latest Browse all 711

Trending Articles