Viernes, 6 de diciembre
PASSAGE POMMERAYE
Desde que leí a finales de los años sesenta “El otro cielo”, uno de los relatos reunidos por Julio Cortázar, en Todos los fuegos el fuego, descubrir un nuevo pasaje tiene para mí un secreto atractivo.
El protagonista de “El otro cielo” entra en la parisina Galerie Vivienne y aparece en el Pasaje Güemes, junto a la calle Florida, en Buenos Aires, o al revés. Pasa también de un tiempo a otro: de los años cuarenta de su adolescencia a un fin de siglo de ajenjo y prostitutas y poetas malditos.
Descubro hoy este pasaje, del que ni siquiera había oído hablar, cerca de la Place du Commerce y en una calle en la que abundan las librerías. Tiene varios pisos y una operística escalinata, rodeada de esculturas.
Una placa conmemorativa me indica que fue abierto por iniciativa del notario Louis Pommeraye en 1843. Julio Verne, que nació en esta ciudad, tenía entonces quince años y yo me lo imagino recorriéndolo asombrado la primera vez. Pero el asombro le duraría poco. Prefería recorrer los muelles en los que atracaban los barcos negreros y soñar con subir de incógnito a uno de ellos y zarpar en busca de monstruos marinos y tesoros escondidos.
Mientras recorro el pasaje y busco la puerta secreta que me lleva a otra ciudad y a otro tiempo, a la memoria me vienen unos versos que leí allá por 1970 y que me han acompañado desde entonces: “Oh, ser un capitán de quince años, / viejo lobo marino, las velas desplegadas, / las sirenas de los puertos y el hollín y el silencio en las barcazas, / las pipas humeantes de los armadores pintados al óleo, / las huelgas de los cargadores las grúas paradas ante el cielo de cinz, / los tiroteos nocturnos en la dársena, fogonazos, un cuerpo en las aguas con sordo estampido, / el humo de los cafetines”.
Cortázar, Gimferrer, Verne… A veces pienso que la realidad no es para mí más que una historia ilustrada de la literatura.
Sábado, 7 de diciembre
AMARILLOS
En una marquesina veo anunciado el número de diciembre de Le Magazine Littéraire. Albert Camus nos mira desde la portada; detrás, un puñado de revoltosos, chalecos amarillos y diversas banderas. De la estelada, que aparece en el centro, no diré nada, pero sí de los chalecos amarillos que estos días hacen de las suyas y encabezan una huelga general contra la reforma de las pensiones.
Han roto, o intentado romper, diversos escaparates y se han ensañado con un McDonald’s que hoy abre blindado con tablones como en tiempo de guerra.
Aunque varias librerías han sufrido daños es la furia contra los McDonald’s lo que para mí más los desacredita.
Para ellos, no es una cadena de comida rápida, sino uno de los símbolos del demonio. O una de sus tentaciones, a las que parece no es posible resistirse.
Hay muchas cosas por las que protestar, todos tenemos algún motivo para ello. Pero por lo que protestan los que tratan de defender sus privilegios gremiales frente a las reformas de Macron no es lo mismo que indigna a otros colectivos. Para unir a todos, mejor aparcar la racionalidad y refugiarse en el símbolo: unos chalecos amarillos, que no significan nada y pueden cobijar a todos.
El pensamiento mágico sigue tan vigente en el siglo XXI como en la prehistoria. Se necesitan símbolos y chivos expiatorios. El nacionalismo obtuso y los movimientos antiglobalización más descerebrados escogen a los McDonald’s.
¡Qué amenaza para la alta cocina francesa! ¿Cómo va alguien a entrar en un restaurante con tres estrellas Michelin después de haber paladeado una hamburguesa y unas patatas fritas rociadas de kétchup?
Yo creo que en el fondo lo que piensan los que no piensan es que esa comida basura está hechizada y quien la prueba una vez no pude prescindir de ella.
No lo pienso decir para que no se enfade una querida amiga, pero amarillo por amarillo yo prefiero lazos a chalecos.
Domingo, 8 de diciembre
EL DERECHO Y EL REVÉS
En una de las naves de la catedral, me encuentro un aparatoso sepulcro, como de un rey o un noble medieval. Me acerco y está dedicado a un general que en África amplió los confines de la patria y combatió a los nativos que no respetaban la ley. El epitafio, en latín, lleva la fecha de 1865.
En una plazoleta, doy con el busto de un para mí desconocido Eugene Livet. En la parte de atrás de la base que lo sostiene, una placa cuenta su historia. Nacido en 1820, muerto en 1913, fundó en Nantes una escuela que unía a la instrucción clásica la práctica profesional. La dirigió durante más de medio siglo. En 1898 la adquirió el Estado y se convirtió en Escuela Nacional Profesional Livet.
“Eugene Livet –leo– fue un gran educador, pero también un hombre de enorme corazón y bondad. La villa de Nantes, sus alumnos, sus admiradores, han elevado este modesto monumento para honrar y perpetuar su memoria”.
Lunes, 9 de diciembre
VELERO Y MEMORIAL
El Memorial de l’Abolition de l’Esclavage está sepultado en los antiguos muelles del río. Desciendo las escaleras y algo me llega de la angustia de quienes fueron transportados como animales de un continente a otro, haciendo escala en este lugar.
No puedo mirar los hermosos palacetes que construyeron los mercaderes de Nantes, con exóticos mascarones en sus fachadas, sin pensar que están levantados sobre fango y sangre.
La lucha por la abolición de la esclavitud duró más de un siglo. Brasil tiene el triste honor de ser el último país en abolirla, en 1888. El penúltimo, muy poco tiempo antes, en 1886, fue nuestra querida España. Estas cosas no se enseñan en las escuelas. ¿Cuántas ilustres fortunas patrias tienen su origen en el tráfico de esclavos?
Salgo con el corazón oprimido del húmedo sótano y cruzo al otro lado del río, donde estaban los antiguos astilleros y ahora se encuentran el Carrousel des Mondes Marins y los autómatas inspirados en las fantasías de Julio Verne.
A Verne lo leí en la adolescencia, después me he limitado a añorar las aventuras que viví entonces.
Veo, al otro lado del río, a un velero que ya me encontré el pasado verano en Burdeos, el Belem, construido en estos astilleros en 1896 y que aún sigue navegando. Quién como él.
Martes, 10 de diciembre
HOPPER Y SIMENON
Entro en el Café du Commerce un atardecer frío y desapacible, me siento a una mesa junto a las cristaleras y al otro lado, en la terraza, hay una mujer de espaldas que parece esperar a alguien. De vez en cuando saca el teléfono y escribe un mensaje. No puedo evitar leerlos. Exigen, suplican, imploran.
Por fin, aparece un joven que se sienta frente a ella, le coge las manos y le susurra lo que parecen disculpas. Tiene poco más de veinte años, va vestido informalmente, con chándal y parece un inmigrante.
La escena me llena de melancolía. Son dos náufragos que se apoyan el uno en el otro. Él no tiene pinta de don Juan, sino más bien de adolescente desvalido y ella, por mucho que intente disimularlo, ya no cumplirá cincuenta años.
Juego a imaginar una investigación de Maigret. El comisario bebe calvados en una esquina y parece ausente, pero está atento a todos. Por este ruidoso y bullicioso local, que tiene más de cantina que café burgués, pasan todos los chismes de la ciudad. El comisario escucha, no pregunta, atiende y calla.
Una elegante dama, de cerca de sesenta años, aunque trataba de aparentar menos, se presentó en su despacho para contarle la historia de un joven de origen marroquí que había sido detenido por un crimen del que era inocente.
“¿Qué relación tenía usted con él?”, le preguntó el comisario. “Le quería como a un hijo, le ayudaba a encontrar trabajo”, respondió ruborizándose.
El comisario no sabía por qué había aceptado el encargo. Tenía amigos en la prefectura de Nantes y no le fue difícil averiguar los detalles.
En mi devaneo, como en las novelas de Maigret, lo de menos es la solución final. Lo que importa es la atmósfera provinciana, opresiva, las horas que parecen no pasar, la miseria moral que esconden tantas vidas aparentemente anodinas.
Miércoles, 11 de diciembre
NANTES TIENE
¿Qué tiene que tener una ciudad para que yo la añada a mi colección particular? Nantes tiene el Hotel de France, junto a la plaza dieciochesca de Graslin, con su ópera neoclásica. el restaurante La Cigale, tan aparatosamente modernista, y el cercano cine Katorza, que dentro de poco cumplirá cien años; tiene la librería Coiffard y la luminosa FNAC en el edificio de la Bolsa (en una de las fachadas, una estatua de don Enrique el Navegante y en la otra la de un belicoso héroe); tiene la biblioteca municipal, junto al mercado, y el Museo de la Imprenta, con sus heroicas minervas y rotativas; tiene el Café du Comerce, donde presencié el tableau vivant de un Hopper y fantaseé una novela de Maigret. Y tiene huertos urbanos y mascarones en las fachadas y avenidas antes llenas de barcos y grafitis ultraístas y la Torre de Bretaña como un apacible gigante que pastorea el caserío.
Viernes, 13 de diciembre
BRAVO POR BORIS JOHNSON
¿Van a pedir disculpas ahora los principales medios de comunicación españoles por las mentiras que han difundido en torno al Brexit? Nos hicieron creer que los británicos habían votado a favor de salir de la Unión Europea engañados por Facebook, Putin y no sé qué otros demonios. Nos hicieron creer que esa salida hundiría la economía y causaría una catástrofe que dejaría chiquitas a las plagas bíblicas.
No quisiera presumir, pero me temo que yo fui el único que no me creí tales patrañas ni aplaudí al parlamento británico cada vez que bloqueaba el cumplimiento del referéndum.
Ahora los electores presuntamente engañados le han dado a ese parlamento con su bloqueo en las narices.
El Reino Unido abandonará el paquidermo burocrático en que se ha convertido la Unión Europea, pero seguirá formando parte por los siglos de los siglos de lo mejor de Europa.
Y los que nos mintieron –o no mintieron, simplemente se engañaron: menudos intelectuales de referencia– no pedirán disculpas, faltaría más.