Lunes, 17 de junio
UN GESTO DE PIEDAD
Silban las balas a mi alrededor mientras camino por un campo minado, pero lo olvido con frecuencia, con maravillosa frecuencia.
Mientras espero el avión, tras una mañana de engorrosos compromisos, hablo por teléfono con un amigo que me lee por teléfono algunos poemas inéditos de José Luis Parra. Los va a editar quien fue su compañera, Susana Benet, quien ya se refirió a ellos el pasado viernes en la tertulia. Son conmovedores, unos en su lúcida desolación, otros por su agradecido cántico al simple hecho de estar en el mundo.
––Y sin embargo, ¿quién conoce a José Luis Parra? No tiene ni doscientos lectores. ¡Si lo sabré yo, que lo he editado y lo voy a volver a editar!
––Ya tendrá más, no te preocupes. El tiempo juega a su favor. Irán creciendo mientras van decreciendo los lectores de quienes ahora tienen tantos, flor de un día. Y en última instancia, ¿importa eso? El poeta verdadero enriquece incluso a quienes no le han leído ni le leerán.
Los poemas de José Luis Parra que me lee mi amigo Abelardo Linares iluminan el tedio del aeropuerto. Y de pronto, tras un rato de la habitual discusión sobre esto y aquello (“No eres mal crítico, pero das siempre en la diana equivocada. ¿Por qué en lugar de meterte con Felipe, al que sé que admiras, no arremetes contra Elvira Sastre?”), la noticia:
––¿Sabes que ha muerto Antonio Cabrera? Me acabo de enterar.
La vida a veces gusta de gastar bromas pesadas. La que le gastó a Antonio Cabrera fue más pesada de la cuenta. Jugueteando con una pelota en casa de Carlos Marzal se cayó de tan mala manera que quedó parapléjico. Tras dos años encarcelado en un cuerpo, no sé si la vida ahora ha querido encarnizarse o ha tenido con él un tardío gesto de piedad.
Martes, 18 de junio
CALLEJEAR A SOLAS
Llegué a última hora de la noche, dejé la maleta en el hotel y salí a dar una vuelta por la ciudad sin nadie. Solo se oye el ruido de mis pasos y el suave golpeteo del agua en los canales.
La luna, tan sola como yo, juega a seguirme, a esconderse y a desaparecer. Camino al azar, me adentro en un laberinto de callejones oscuros (a veces el agua me corta el paso y tengo que retroceder), pero no me pierdo. Aparezco de pronto en la gran plaza, que parece ensimismada en los charcos que la reflejan. Me siento en uno de los escalones, cerca del Florián, saco mi cuaderno y, a la luz de las farolas, escribo:
Nadie conmigo
y el susurro tranquilo
del universo.
Miércoles, 19 de junio
EN EL SUPERMERCADO
Hacer la compra es una de mis actividades favoritas. Muchas veces había pasado, como tanta gente, por delante del Teatro Italia, en el Campiello Anconeta, y admirado la elegancia historicista de su fachada, tan veneciana, con un eco de Ca’ d’Oro. Hoy lo encuentro abierto y convertido en un supermercado de la cadena Despar. Escucho lo que dice el representante de la empresa:
––No hemos “construido” un supermercado dentro del Teatro Italia, lo hemos “posado” con delicadeza y respeto, como si el lugar fuera a recuperar de un momento a otro su función original.
Su función original era la de cine, no la de teatro, a pesar del nombre, que quería dignificar un espectáculo que todavía conservaba algo de barraca de feria. Se inauguró en 1916. Entro y a un lado y a otro las escaleras que llevan al piso superior, y un friso de mármol. Dentro, restaurados, los frescos de Alessandro Pomi (en el techo “La gloria d’Italia”) y al fondo, sobre el mostrador de la carnicería, el marco de la pantalla. Y no disuenan las hileras de los expositores y deslumbra, como una barroca cornucopia, la frutería. Se trata sin duda del supermercado más hermoso del mundo.
Cuando a partir de ahora haga de quía de mis amigos, antes de visitar templos y palacios, los traeré aquí. Me parece el más perfecto ejemplo de que Venecia sigue viva, que no es solo arqueología y parque temático para turistas apresurados.
Jueves, 20 de junio
ATRACCIONES Y REPULSIONES
Camino de la Biennale, me encuentro con un inmenso navío de guerra anclado cerca de Giardini. Se puede visitar, así que no lo dudo un momento, me uno a las dos o tres personas que esperan y a los pocos minutos un gentil oficial nos acompaña al interior.
Lo primero que me sorprende es el nombre, “Andrea Doria”, y no por el ilustre marino genovés al servicio del mejor postor, sino porque coincide con el del trasatlántico italiano, el más lujoso del mundo, con fama de insumergible como el Titanic, que se hundió en 1956 de la más estúpida manera: chocó con un barco de pasajeros sueco, el Stockholm, como si no fuera ancho el mar. Algo así como dos personas que se encuentran de frente en la calle y las dos se apartan para un mismo lado y luego cambian al mismo tiempo para el otro y finalmente acaban chocando.
Pero la Marina italiana no parece ser supersticiosa. Reviso la sala de máquinas, subo al helicóptero posado en cubierta, me acerco a los cañones que parecen apuntar a la ciudad. Qué poco tiempo tardarían en destruirla si fuera una ciudad enemiga.
En los Giardini (uno de esos regalos que Napoleón hizo a Venecia), el primer pabellón que encontramos es el de España. Nunca, que yo recuerde, ha tenido el menor interés. A pesar de su situación privilegiada, aún no estamos cansados, la gente entra y sale sin detenerse y hace bien.
Esta vez los autores del desaguisado son Itziar Okariz y Sergio Prego. Yo me río leyendo las vacuas explicaciones del programa y sus interrogaciones “sull’uso delle convenzioni di genere e la perfomance de la mascolinità”.
Queda mal decirlo, pero no creo que nadie dude de que el llamado “arte contemporáneo” es el mayor contenedor de tonterías del mundo, a excepción de la puesta en escena de la mayoría de las óperas, con su obligada y chirriante “actualización”.
Para no parecer anticuados, nadie se atreve a decir nada ante las ocurrencias de cualquier “artista”. Algunas son graciosas: la vaca de tamaño natural que da vueltas lentamente sobre una vías, como en un tiovivo (los niños deberían poder subirse a ella); la verja que se despega de la pared y choca violentamente contra la pared contraria; la manguera que reposa sobre un sillón de mármol y que, de pronto, cuando uno menos lo espera, parece volverse loca y empieza a agitarse y a echar agua por todas partes (afortunadamente, está protegida por paredes de plástico); el rincón donde te invitan a ponerte unas gafas de realidad virtual y “relajarte” con una especie de espirales de humo que al parecer terminan en una explosión de colores (yo me aburrí antes del final); las sillas a las que les han crecido desmesuradamente las patas; las sillas partidas por la mitad….
Si Venecia tiene mucho de parque temático, la Biennal lo tiene todo en sus dos sedes para convertirse en un fatigoso parque de atracciones. De atracciones o de repulsiones, porque desagradar, provocar, ha sido desde siempre otra de las funciones del arte (para muchos artistas contemporáneos la única, aunque vivan en buena medida del dinero público, o por eso mismo).
Pero si uno no se detiene ante ningún vídeo (qué manía de poner varias mareantes pantallas al mismo tiempo) ni se mete en ningún cuarto oscuro a tropezar con otros visitantes despistados, se pasa bien paseando entre los pabellones de Giardini, con el azul de la laguna asomándose entre los árboles, o recorriendo las inmensas naves del Arsenal hasta llegar al Giardino delle Virgini, y de vez en cuando, entre tanta barraca de feria (alguna incluso ingeniosa) descubriendo alguna maravilla que nos ayuda a vernos mejor a nosotros mismos y a ver el mundo de otra manera.
Viernes, 21 de junio
QUE ME SIGA QUERIENDO
Salir de casa, dejar atrás la rutina, aunque sea para ir a una ciudad en el que uno se encuentra como en casa y rodeado de nuevas rutinas, ayuda a reflexionar.
“Dios, ¿qué fue de mi vida?”, me pregunto como en el poema de Pere Gimferrer. Pero la verdad es que, aunque he llegado ya a una edad razonablemente adulta, no me preocupa demasiado lo que fue de mi vida, sino lo que es, lo que será.
Lo que es me gusta, lo que será me aterra. Sentado en un banco ante la antigua catedral de San Pietro, con su inclinado campanile de mármol, lejos del ajetreo de otros lugares, pienso en la gente que quiero y que me quiere y en cómo protegerles de los zarpazos de la realidad.
Lejos del mundo, pero en el centro del mundo, que es donde a mí me gusta estar, abro el cuaderno y escribo:
Vienen y van
los recuerdos felices
y los más tristes.
De pronto, el estruendo de una escuadrilla de aviones que aparece sobre los muros del Arsenal y deja una estela verde, blanca y roja, los colores de la bandera de Italia y de la pizza Margarita.
Sonreímos la vida y yo. La verdad es que hacemos buena pareja. A ver si me sigue queriendo y no se va con otro cuando yo no sea más que un aburrido jubilado.