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Revelación de secretos: Blindar el corazón

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Viernes, 11 de enero
FALTAN REPUESTOS

La admiración tiene fecha de caducidad, como el amor o los yogures. Con los años, aprendo escepticismo: el amor de hoy es el odio de mañana, el más agresivo detractor fue el mayor admirador. Pero en uno y otro caso, hay algo más grave: la indiferencia.
            Pronto a aprendí a no darle demasiada importancia. Siempre he sido conformista con lo que no tiene arreglo.
            Hasta cierta edad, a un amor le sucede otro, con intervalos más o menos largos, pero nunca demasiado largos, que servían para relajarse y disfrutar.
            Si un admirador se iba (antes le parecías el mejor crítico del mundo, el más valiente, ahora un lenguaraz incapaz de hacer carrera literaria), otro llegaba y a veces había quien volvía después de probar fortuna en los alrededores de Babelia o en sitios peores.
            Hasta cierta edad. Ahora los recambios comienzan a demorarse demasiado. Habrá que cuidar más lo que uno tiene, hacer que dure todo lo posible, porque, como en la Cuba asediada, cada vez resulta más difícil conseguir repuestos.


Sábado, 12 de enero
PEQUEÑO MUNDO

Ocurrió en una estación marítima, la de Yenikapi, de donde parten los ferrys para las islas Príncipe y para varias poblaciones de la orilla asiática del mar de Mármara.
            Yo había llegado paseando al azar, sin intención de embarcar hacia ninguna parte. Las calles que llevan hasta el Cuerno de Oro están llenas de vida: orgullosas mezquitas que parecen alzar sus manos al cielo, fantasiosa arquitectura europea, perspectivas vistas en algún viejo grabado, coloristas puestos que ocupan las aceras desbordando al Gran Bazar. Las que van hacia el otro lado, hacia el sur, parecen de una ciudad distinta, con sus aceras destrozadas, sus retorcidos callejones, sus iglesias acurrucadas en un rincón.
            Al comienzo, sobre los tejados, deslumbra el azul del mar como una llamada, como una tentación. Pero pronto desaparece y cansados de dar vueltas al laberinto renunciamos a llegar hasta él, volvemos a la zona más monumental y animada.
            Aquella tarde, una tarde de agresiva soledad, yo quise confirmar que el azul entrevisto no era una ilusión óptica. Di vueltas y más vueltas, hice algunos descubrimientos (el patio con naranjos ante una iglesia griega, al que se llegaba por un desvencijado y camuflado portón) y por fin di con una infranqueable muralla: una autovía y la línea del metro exterior. La fui bordeando, por una acera que apenas lo era, sorteando charcos y socavones, hasta encontrar un paso elevado. Lo crucé y seguí caminando, por una especie de barrizal (del mar me separaban desvencijados barracones) hasta que llegué a la estación marítima que tenía la imagen de un delfín en lo alto y el nombre de la compañía que parecía utilizarla en exclusiva: Ido. En aquel instante, el sol comenzaba a desaparecer en el horizonte y todo se embadurnaba de melancolía.
            Un puñado de solitarios en el hall, en la cafetería. Nadie hablaba con nadie. Todos daban la impresión de que llevaban allí mucho tiempo esperando y que no les importaría seguir haciéndolo toda la eternidad. Miré el cartel luminoso que indicaba las llegadas y partidas. Dentro de quince minutos, salía un ferry para Yalova. Nunca había oído ese nombre, no sabía si era una población grande o pequeña, nada ni nadie me esperaba allí, pero tuve la tentación de subir a ese barco, de navegar en el crepúsculo, de llegar de noche a ninguna parte.
            ¿A ninguna parte? Saco el móvil y me entero de todo lo que hay que saber sobre Yalova: que es más o menos del tamaño de Avilés, que en ella residió Atatürk, que cuenta con fuentes termales. No merece la pena la aventura, seguro que allí no hay aterradores lestrigones ni Circes que me conviertan en cerdo ni sirenas que me lleven a la perdición.
            Cuando todo el mundo cruza los controles para subir al barco, yo me quedo solo en la sala de espera. ¿Solo? Eso creía. Un anciano se me acerca y, tras dirigirme lo que parece un saludo, me suelta una larga parrafada. Cuando le hago entender que no entiendo su idioma, se entera de dónde soy y comienza a hablar en un borroso español: “De joven, viví algún tiempo en Argentina y conocí a Jorge Luis Borges. Yo trabajé como mesero en una de las confiterías que él frecuentaba”.
            Una vez le prestó dinero, otra vio como una mujer mayor, que debía ser su madre, le sacaba de allí a empellones, dejando a la muchacha que le acompañaba con los ojos llenos de lágrimas y a todos los clientes avergonzados.
            Qué pequeño es el mundo, me dije sonriendo. Volvía a sentirme cerca de todo, lejos de nada.


Domingo, 13 de enero
REGRESOS

La última vez que fui al cine (estoy perdiendo esa buena costumbre) me apetecía ver El regreso de Mary Poppins, pero sentí un poco de vergüenza, me parecía un divertimento impropio de mi edad y condición, y me decidí por Tiempo después, el regreso de José Luis Cuerda.
            Me arrepentí de inmediato: no es más que un dilatado chiste. No sonó ni una sola risa en la sala, a pesar de que toda la película está llena de golpes de humor al apolillado estilo de La Codorniz. A ratos me daba la impresión de asistir a una función colegial, a un piadoso homenaje a una vieja gloria.
            Este domingo dejé de lado mis prejuicios contra la acaramelada factoría Disney y volví a escuchar el cuento de la niñera (que nada tiene que ver con El cuento de la criada, de Margaret Atwood) y disfruté tanto como si tuviera de nuevo siete u ocho años (en realidad, los sigo teniendo).
            Sonreí ante el malvado banquero que interpreta Colin Firth. Es un corderito enternecedor si se compara con los banqueros reales, con ese Francisco González, por ejemplo, que no tuvo reparo en encargar (pagando con dinero ajeno) que se pincharan los teléfonos de quien hiciera falta (del rey abajo, no se salvó ninguno) para que a él no le movieran la poltrona antes de tiempo y le impidieran llevarse a casa el botín previsto.
            “El genio es la infancia recuperada voluntad”, afirmó Baudelaire en frase que a mí me gusta repetir. Si es así, yo soy bastante genial.

Lunes, 14 de enero
OTRA HISTORIA

No todas las vidas duran toda la vida. Algunas se acaban mucho antes. La de Juan Cueto, por ejemplo. Era el maestro, el ejemplo a seguir, en los años de Cuadernos del Norte, de su colaboración continua en El País. Vigía avizor, nada que valiera la pena parecía escapársele. Estaba al tanto de los avances de la semiótica o de la teoría política y del fútbol y de la música pop y de todo lo que se moviera en la alta, la baja y la ínfima cultura de cualquier país.
            Pero ese Juan Cueto, el que ha quedado en la memoria de todos, el que estos días exaltarán por un día los más diversos articulistas, no solo el servicial Juan Cruz, desapareció hace un cuarto de siglo, cuando fue fichado para poner en marcha la primera televisión de pago española.
            Tuvo éxito en la complicada empresa, pero para ello debió dejar a un lado al escritor que era. Siguió dando tumbos, de éxito en éxito hasta la derrota final, por Francia y por Italia. Tejemanejes empresariales devolvieron al aprendiz de brujo a Gijón, a su Villa Ketty, y a la vida que no debía haber abandonado. Reanudó la colaboración en El País, pero ahora sus antaño deslumbrantes artículos, aunque seguían con la misma llamativa retórica, o quizá por eso, dejaron de tener gracia, o tenían una gracia vintage, algo demoledor para quien siempre había querido ir un paso por delante de los pioneros.
            Al poco llegó la enfermedad y Juan Cueto, que hasta entonces estaba en todas partes, bajo todos los focos, se recluyó en sí mismo. No le olvidaron los buenos amigos de los tiempos de gloria y hubo varios intentos de rescatar su obra, el más sonado Cuando Madrid hizo pop, recopilación a cargo de Miguel Barrero. El eco periodístico, como siempre ocurrió con Juan Cueto, fue grande, pero no sé si tuvo muchos lectores.
            “La moda es lo que pasa de moda”, decía Jean Cocteau. Qué envejecidas nos resultan hoy las novedades de los años ochenta. No me he atrevido a releer algún capítulo de los libros que tanto admiré en su momento, Exterior, noche o Pasiones catódicos. Lo dejo para más adelante.
            Ahora es el momento de recordar a la persona generosa, ya un personaje, que una tarde se acercó a mí en el Café Dindurra (nunca habíamos hablado antes). Me saludó y me dijo que había leído algún número de la revista Jugar con fuego y que le gustaría que yo colaborara en la revista que estaba preparando, Los Cuadernos del Norte. Y yo colaboré –en los primeros números– con nombre propio y ajeno y con unos irreverentes diálogos que a punto estuvieron de causarle un problema. Pero el problema le vino por otro lado, por el de su admirado Camilo José Cela, la Virgen de Covadonga y la ultraderecha asturiana. Pero esa es otra historia.


Martes, 15 de enero
NO ES VERDAD

He blindado tan bien el corazón, lo he protegido tanto, que ya no sé si tengo corazón. Hago recuento de amores perdidos, de amigos perdidos, y siento menos tristeza que alivio. “Quien deja de quererte no te ha querido nunca”, me digo para consolarme. Y finjo que me lo creo, aunque de sobra sé que no es verdad.


Miércoles, 16 de enero
QUÉ FÁCIL

Qué fácil hacer daño a los demás, incluso sin querer. Qué difícil ayudarles, aunque pongamos todo el empeño en ello.
            Un amigo pasa por un mal momento y yo debía abrazarle, llorar con él, hacerle sentir que cuenta conmigo. Pero soy incapaz. Me quedo rígido a su lado sin saber qué decir.
            Lo mío es la ironía, el debate, el choque de espadas, el juego y el silogismo. Cuando llega la hora de la verdad, me temo que valgo para poco.


Jueves, 17 de enero
TELÓN O GUILLOTINA

A veces el telón cae mucho tiempo después de que haya terminado la función; otras golpea de pronto como una guillotina. Dos malas maneras de abandonar el mundo, la de Juan Cueto, años después de abandonarlo, y la de Areces, el político al que yo siempre voté, en ocasiones con reparos, que ni tuvo tiempo de percatarse de la que se le venía encima. Me deja temblando esa espada de Damocles que todos tenemos sobre nuestra cabeza.
            Dos malas maneras de abandonar el mundo, si es que hay alguna buena. Yo prefiero la segunda, pero si es posible después de cumplir los noventa años.


Viernes, 18 de enero
DECIR ADIÓS

No te encariñes demasiado con nadie, no dejes que nadie se encariñe demasiado contigo. Así, cuando llegue la hora, quizá decir adiós te resulte más fácil.


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