Sábado, 1 de diciembre
TRES ENCUENTROS
Coincidí con él tres veces. La primera fue en 1938, tras dar yo una conferencia en la Alianza de Intelectuales Antifascistas, que estaba en el palacio de los Heredia Spínola, calle del Marqués del Duero. Tras la charla, los habituales tomamos algo en el bar que se había improvisado en el mismo edificio. Allí me encontré con un muchacho moreno, delgado, de pómulos salientes, con el pelo al rape. Fue Rafael Alberti quien nos presentó. Simpatizamos de inmediato. Me da un poco de vergüenza decir que hablamos más de mis actividades literarias que de las suyas. Cambiaba de conversación cuando yo le preguntaba por sus versos, que se habían hecho muy populares en las trincheras. Nos despedimos con un fuerte apretón de manos y, cuando ya se alejaba, se volvió y casi me gritó: “Nos volveremos a ver en cualquier momento”.
No le volví a ver hasta los primeros días del año siguiente. Ya la suerte estaba echada, pero algunos nos resistíamos a creerlo. Yo dirigía la sección cinematográfica en Altavoz del Frente y allí vino a verme. Su aspecto había cambiado mucho. Era ya un derrotado. Parecía que había dormido varias noches sin quitarse el sucio uniforme, llevaba barba de varios días. Tenía, no me dijo la razón, bastante prisa. De una mochila sacó un puñado de galeradas corregidas por su propia mano. “Es mi nuevo libro –dijo–, quiero que lo leas y me digas qué te parece”. Me dio un abrazo y desapareció calle de Alcalá abajo, hacia Cibeles. Lo leí aquella noche, en mi casa de la calle Trafalgar, mientras escuchaba los disparos que sonaban intermitentemente en la Ciudad Universitaria. Me impresionó la verdad, la fuerza y la amargura de aquellos versos. Al día siguiente le devolvía las galeradas, le felicité, le di un abrazo. No se me ocurrió –¿quién iba a pensar que todo se precipitarían de aquella manera?-- copiar los poemas. Habría sido la manera de salvarlos. Porque mucho me temo que ese libro haya desaparecido para siempre. Se estaba imprimiendo en Valencia, en la Tipografía Moderna. Cuando entraron las tropas de Franco, los pliegos estaban impresos y plegados, solo faltaba la encuadernación. ¿Qué habrá sido de esos papeles? Arderían en alguna hoguera de los nuevos inquisidores.
Fue en Ocaña donde volví a encontrar al poeta. Yo había estado antes en la Prisión de San Antón, de donde salí para el consejo de guerra que me condenó a treinta años. Al penal de Ocaña fui con otros muchos en vagones de ganado. Desde la estación, nos dirigimos al penal formando una andrajosa columna. Caminábamos en silencio entre una doble hilera de guardias civiles. De las casas de adobe surgían de pronto mujeres vestidas de negro que nos insultaban agitando los brazos.
A finales de noviembre de 1940, supimos que iban a traer al poeta. Llegó el 2 de diciembre, trasladado desde la prisión de Palencia, después de haber hecho escala en la de Yeserías. Antes de integrarse con los demás presos, pasó el período reglamentario en celdas. Un preso común, que hacía de ordenanza, nos sirvió para comunicarnos con él. Le hicimos llegar, burlando a los carceleros, algunos alimentos de los que nos enviaban nuestras familias y notas de apoyo. Le tocaba salir de celdas el día 27 y decidimos celebrarlo con una comida. Conservo el programa que preparamos, con el menú, las dedicatorias de cada uno de nosotros, unos versos y un retrato del poeta.
Lo pasamos bien, fue uno de los mejores momentos de aquella estancia carcelaria, quizá el último feliz que tuvo. No he olvidado sus palabras de agradecimiento: “Ya sabéis, compañeros de fatigas y anhelos, que la palabra homenaje huele a estatua de plaza pública y a vanidad sobre la que hacen sus necesidades las palomas. Pero yo acepto con gusto el homenaje de esta comida en familia por los muchos merecimientos hechos… durante los veinticinco días que he tenido que sobrellevar solo conmigo mismo. Eso sí, como poeta he notado en los condimentos la ausencia del laurel”.
De la vida en Ocaña, ¿qué voy a decir? El director general de prisiones se llamaba Máximo Cuervo. Ni siquiera Galdós fue capaz de nombrar mejor a uno de sus personajes.
Con el poeta, desde que llegó hasta que se fue a mediados de junio del 41, me veía todos los días. Dábamos grandes paseos por el patio, charlando de todo, no solo de literatura, recordando a amigos comunes. De quien mejor hablaba y a quien más admiraba era a Vicente Aleixandre. Con los campesinos que abundaban en el penal le gustaba hablar de faenas agrícolas y de sus tiempos de pastor de cabras. Recibió una gran alegría cuando le comunicaron su traslado a Alicante. Quería estar más cerca de su mujer y su hijo.
Al ir a despedirme, tenía ya atado y listo el petate. Me dio un fuerte abrazo y yo le noté contento, a pesar de que sentía dejar allí buenos amigos. El cambio de cárcel le parecía el primer paso hacia la libertad. Cargado con el petate, antes de desaparecer tras el oficial hacia el primer rastrillo, nos dirigió una última mirada. No le volvimos a ver.
(Durante un viaje a Madrid, allá por 1978 o 1979, un amigo me llevó a una tertulia en la que escuché a un viejo escritor contar sus recuerdos de Miguel Hernández. Al volver al hotel, anoté lo más fielmente posible lo que había oído. Traspapelé esos apuntes, los encuentro ahora al reorganizar mi biblioteca, que ya no es mía,sino de la Fundación JLGM. No apunté el nombre del amigo del poeta y ahora no soy capaz de recordarlo. ¿Arturo del Hoyo? ¿Hernández Girbal?)
Domingo, 2 de diciembre
UN PARTIDAZO
A primera hora de la mañana, me telefonea exultante un poeta amigo: “En el partidazo que juega hoy España contra Cataluña en campo andaluz, yo creo que va a ganar España por goleada. ¡Vamos a arrasar!”
Lunes, 3 de diciembre
PRIETAS LAS FILAS
Me encuentro con Xuan Bello y Sonia Fidalgo imprevistamente a la entrada de la calle Murillo, donde vivo. Tomamos algo en el Antares y charlo con Xuan mientras Sonia habla por teléfono.
–-¿Te han invitado este año a formar parte del jurado de los Premios?
––No, naturalmente; saben que no aceptaría.
––-Pues no sé por qué. A mí me han invitado de nuevo y he aceptado encantado. No por eso soy menos republicano ni apoyo a la monarquía.
––Yo tampoco he apoyado nunca a la monarquía, pero sí a Felipe de Borbón. He dejado de confiar en él, aunque siga deseándole lo mejor, y por eso no puedo estar ahí. Es un simple ejercicio de coherencia.
––Te valoras demasiado ¿Qué más le dará a nadie que tú estés o no en los premios Princesa de Asturias?
––En eso tienes razón. Me valoro demasiado. Soy tan vanidoso que no me gusta hacer nada que no resulte coherente con mi idea de la decencia y de la democracia y de lo que creo mejor para mi país. Puedo equivocarme, me equivoco a menudo, pero procuro no engañar.
–-¿Y por qué te ha defraudado tu siempre admirado Felipe? ¿Por el famoso discursito de la discordia? Fue solo que estuvo mal aconsejado.
––Porque no ha sido capaz, en contra de lo que yo pensaba, de marcar una línea clara entre lo que él representa y lo que representa el anterior jefe del Estado, del que yo –por lo que sé y por lo que se empeñan en no dejarnos saber, pero todos sospechamos– no me siento precisamente orgulloso. Ni yo, ni ningún español de bien, aunque algunos disimulen por conveniencia.
-–-Bueno, hablemos de otra cosa. ¿Qué te ha parecido la hecatombe de Andalucía?
––-No me ha sorprendido. Hace tiempo que he podido constatar que incluso los rojos andaluces, recuerda a nuestro amigo José Luis Piquero, antes que rojos son rojigualdas. ¡Unas elecciones autonómicas en las que lo que más se oía en los mítines era “¡Arriba España, abajo Cataluña”! Tienen lo que se merecen. Ahora a prohibir por decreto que se hable de niñas y niños cuando se quiera hablar de niñas y niños. ¡A decir solo “niños” como manda la Santa Academia de la Lengua! Ahora a formar Juntas Patrióticas en cada provincia por si llega la hora de la nueva Cruzada contra el infiel y hay que ir prietas las filas a cortar cabezas de independentistas.
Martes, 4 de diciembre
LA CUADRATURA DEL CÍRCULO
No me gusta decirlo muy alto, para no atraer a la mala suerte ni las miradas atravesadas de los envidiosos, pero creo que soy un hombre inmerecidamente afortunado. Sin formar una familia, he formado una familia; sin dejar de vivir solo, he dejado de vivir solo.
Miércoles, 5 de diciembre
FALSA VANIDAD
Me gusta parecer lo que no soy. Vanidoso, por ejemplo. Siempre ando presumiendo de mi vanidad, cuando lo mío no es algo que nos hace tan divertidamente dependientes del elogio ajeno, sino el orgullo, el negro orgullo: si me aplauden, bien; y si no, peor para ellos.
Si mi criterio, bien fundado, minuciosamente razonado, choca contra el del resto del mundo, pues lo siento por el resto del mundo, pero ni las hogueras de la inquisición me harían variar un ápice.
Jueves, 6 de diciembre
VERGÜENZA AJENA
Si la Constitución española dijera lo que dicen que dice (que el jefe del Estado español tiene licencia para delinquir, que como un Mohamed ben Salmán cualquiera puede mandar asesinar y descuartizar a un periodista molesto, a un Jaime de Peñafiel por ejemplo, y la justicia española no tendría más remedio que mirar para otro lado y los españoles callar y callar como buenos saudíes), yo no estaría precisamente orgulloso de ella.
Afortunadamente, la “inviolabilidad” de la que habla la Constitución que yo voté (y no me arrepiento) no es sinónimo de impunidad. De los actos del jefe del Estado en cuanto tal, son responsables el jefe de gobierno o el ministro que los autoriza con su firma. De sus actos privados, la Constitución no dice nada, y por lo tanto le afecta el código penal como a cualquier otro ciudadano.
Lo curioso es que, de momento, parece que yo soy el único español que piensa así. Si pensara de otra manera, me avergonzaría, no solo de haber votado el texto constitucional, sino casi casi de ser español. Porque una cosa es tener a la fuerza –en Arabia Saudí no se vota– a un príncipe asesino como máxima autoridad y otra muy distinta aprobar democráticamente y aplaudir una constitución que permite al jefe del Estado cometer impunemente cualquier delito.
Viernes, 7 de diciembre
BANDERAS AL VIENTO
Si nadie se mete contigo, es que no eres nadie. Y yo soy poca cosa, pero no tan poca que no moleste a algunos con mi mala costumbre de pensar lo que digo y decir lo que pienso. Hoy recibo una advertencia anónima: “¡Ya queda menos! Cuando gobernemos nosotros, la España de los balcones, te vas a enterar”.