Domingo, 26 de agosto
YO, ROBOT
Al verme empujar a menudo un carrito de bebé, los conocidos me miran extrañados. “¿Un nieto?”, me preguntan algunos. A ninguno se le ocurre –tampoco soy tan viejo– que pudiera ser mi hijo. Pero no es ni una cosa ni otra, es solo mi ahijado. El hijo de dos queridos amigos que me han concedido el privilegio de aceptar mi ayuda –más simbólica que otra cosa– en una de las más fascinantes aventuras de la humanidad.
Al pequeño Martín –se llama así porque así me llaman mis amigos– le tuve en los brazos el día en que nació. Desde entonces –pronto va a cumplir dos años– apenas hay día en que no haya tenido ocasión de aprender de él.
Pocos seres tan prodigiosos y tan desvalidos como un recién nacido. Nos sostiene el amor, sin el amor siempre alerta no podríamos sobrevivir.
Hoy he pasado la tarde con Martín y Marta en el Parque de Invierno. Nunca había estado antes por allí. Martín me ha enseñado un Oviedo de zonas verdes y parques infantiles que desconocía. Hoy, gracias a él, he divagado por un laberinto verde, cruzado puentes y atravesado un largo túnel –el del antiguo ferrocarril vasco– que desconocía.
Martín me ha enseñado a observar las hormigas, las orugas, las hojas secas, el musgo en el tronco de los árboles, las piedras y las conchas, todas las mínimas maravillas por las que pasaba sin fijarme.
En cuando la luna aparece en el cielo del atardecer, no importa lo diminuta y desvaída que pueda ser, Martín alza la mano, la señala con el dedo y grita “lúa”. Creo que es la primera palabra que le he oído pronunciar.
Con Martín el mundo vuelve a ser creado, y a alta velocidad, delante de mí.
Pero no todo es disneylandia, un niño no es un juguete, es una preocupación constante. Ahora está en edad de salir corriendo cuando menos lo esperas. Y ahí estoy yo corriendo tras él y gritando que pare mientras le veo dirigirse hacia la calzada. No para, claro, sino que acelera. Menos mal que he inventado un nuevo juego: cuando le grito “stop” ha de detenerse donde esté y dar un salto. Eso me permite alcanzarle.
Antes era un ser rutinario, que no soportaba los cambios y que para sentirme a gusto tenía que hacer siempre lo mismo y a la misma hora. Con Martín no hay horario, le acompaño a pasear cuando a él le apetece salir a pasear; estoy con él –y el tiempo pasa sin sentir– hasta que quiere volver a casa. Cien ojos, mucha paciencia y algo de inteligencia: esa es mi receta para cuidar de este pequeño superhombre.
Antes yo era una especie de robot, ahora soy casi un ser humano. Martín ha hecho el milagro.
Lunes, 27 de agosto
EN CAMISA DE ONCE VARAS
Al volver de la redacción de Clarín, me encuentro con una nueva librería de viejo en la Avenida de Galicia. No puedo resistir la tentación de entrar, y lo primero que veo son varios números de la Revista de Occidente. Compro uno, de 1985, dedicado a la Transición. Entre las colaboraciones, un espléndido artículo de Ignacio de Otto, “La Constitución abierta”.
Ignacio de Otto fue catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Oviedo. Murió muy joven, con poco más de cuarenta años. Lo que dice de la Constitución me confirma que la que yo voté nada tiene que ver con la que esgrimen como amenaza los llamados partidos constitucionalistas.
Ignacio de Otto no le diría nunca, a quien no entiende que la Constitución blinde ante la justicia las actividades privadas del jefe del Estado, lo que a mí me dijo uno de sus discípulos, Francisco Bastida, también catedrático de Derecho Constitucional: “Si quiere saber la razón, matricúlese en la Universidad y venga a mis clases”.
Ignacio de Otto, sin necesidad de matrícula previa, nos explicaría el punto 3 del artículo 56 no como una garantía de impunidad, sino todo lo contrario. Tanto he discutido sobre ese artículo (que se interpreta habitualmente de manera ofensiva para la democracia española) que me lo sé de memoria: “La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Sus actos estarán siempre refrendados en la forma establecida en el artículo 64, careciendo de validez sin dicho refrendo, salvo lo dispuesto en el artículo 65.2” .
El artículo 64, que también me sé de memoria, tantas veces lo he citado, dice: “1. Los actos del Rey serán refrendados por el Presidente del Gobierno y, en su caso, por los Ministros competentes. 2. De los actos del Rey serán responsables las personas que los refrenden”.
Y el artículo 65.2: “El Rey nombra y releva libremente a los miembros civiles y militares de su casa”. Hay otra actividad del Rey que no necesita refrendo del gobierno, la señalada en el artículo 65.1: “El Rey recibe de los presupuestos del Estado una cantidad global para el sostenimiento de su familia y Casa, y distribuye libremente la misma”.
Francisco Bastida, en un debate anterior (mi combate por la decencia y contra la impunidad viene de lejos), me arguyó que la Constitución no hablaba del Rey, sino de “la persona del Rey” y que así quedaban incluidas todas sus actividades, tanto las públicas como las privadas. Pero, si así fuera, las actividades privadas también deberían estar refrendadas por el presidente del Gobierno o por algún ministro, que serían los responsables de las mismas. La Constitución española –esto lo sabía muy bien Ignacio de Otto, pero no alguno de sus discípulos– lo que hace es eximir al Rey de responsabilidad política ya que no ha sido elegido ni puede ser cesado. Se equivoque o acierte –el caso de su discurso del 3 de octubre–, quien asume la responsabilidad es el gobierno, no él.
La Constitución no ampara delincuentes, como nos han querido hacer creer. Si hay indicios racionales de que un político, ocupe el cargo que ocupe, ha cobrado comisiones ilegales, oculta una fortuna en paraísos fiscales, aloja a sus amantes en residencias del Estado, la justicia debe de inmediato investigar. Luego ya se verá a quien corresponde procesarle y juzgarle (lo decidirá el tribunal constitucional, que es el encargado de interpretar una Constitución voluntariamente ambigua en muchos de sus puntos).
En el caso de que el presunto delincuente fuera el Rey, antes de juzgarle, sería destituido por el Congreso ya que, al ser proclamado por las Cortes Generales, ha prestado juramente “de guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes”. Si incumple las leyes, es infiel a su juramento y no puede seguir siendo jefe del Estado, aunque pudiera seguir siendo Rey por graciosa concesión de un gobierno que no parece haberse leído muy atentamente la Constitución. Pero ese es un asunto que dejaremos para otro día.
Martes, 28 de agosto
PERDER AMIGOS
Llevo toda la vida perdiendo amigos, y en la mayor parte de los casos no por culpa suya, pero no termino de acostumbrarme. Cesan a Juan Manuel Bonet en la dirección del Cervantes y mi primer impulso es comentarlo con Andrés Trapiello, lo mismo que cuando leo alguno de sus artículos que me parece especialmente feliz. Comienzo a escribirle un correo o un whatsapp y solo un momento antes de enviarlo me doy cuenta de que ya no es amigo mío.
Voy a tomar un café por la tarde, pensando en mis cosas, y cuando quiero darme cuenta estoy bajando por el Campillín hacia la librería de Valdés, donde solía proveerme de de siempre apasionante lectura. Afortunadamente, me doy cuenta a tiempo de que ya no soy allí bien recibido y me evito el mal rato de las caras largas.
No sé conservar a los amigos. Esa es una de las asignaturas que todavía me queda por aprobar. A ver si me enseña el pequeño Martín.
Miércoles, 29 de agosto
EL CONSORTE DE LA REINA
¿Es constitucional el título de Rey que el gobierno otorgó al anterior jefe del Estado por decreto del 13 de junio de 2014? No lo parece. La Constitución afirma que “el Rey es el jefe del Estado” (artículo 56) y no otorga ese título a nadie más: habla de “Reina consorte”, pero no de Rey consorte cuando el jefe del Estado sea una mujer, sino de “consorte de la Reina” (artículo 58). A ese “consorte de la Reina”, el Real Decreto del 6 de noviembre de 1987 le otorga “la Dignidad de Príncipe”,
¿Puede reformarse la Constitución con un Real Decreto –el 470/2014– que modifica otro? Parece que no, pero doctores tiene la santa madre Constitución y esos doctores no han dicho ni mú al respecto.
La reforma constitucional ha de cumplir unos muy concretos requisitos. No se puede cambiar el texto del artículo 56. 1 para que en lugar de decir “El Rey es el jefe del Estado” diga “El Rey es (o ha sido) jefe del Estado” así por las buenas, justificándolo solo en la gratitud “por décadas de servicio a España y a los españoles” y en continuar “la senda de precedentes históricos y de la costumbre en otras monarquías”.
Por cierto, ¿qué precedentes históricos son esos? En España solo hubo dos reyes en la época de las guerras carlistas, pero solo uno era el rey legítimo, o entre 1975 y 1977. cuando uno era heredero de Franco y efectivo jefe del Estado y el otro solo poseedor de los derechos dinásticos.
Jueves, 30 de agosto
DE CATALUÑA NI HABLAR
“Pedro Sánchez, / Pedro Sánchez, / no digas que no te aviso”, parafrasee yo un famoso romance histórico cuando la alevosa y vana traición. Ahora también me permito advertirle de que puede autorizar o no un referéndum en Cataluña, pero que si no lo hace no es porque se lo prohíba la Constitución, sino por más o menos atinadas consideraciones políticas.
La Constitución, en su artículo 149.1, enumera las materias sobre las que el Estado tiene competencia exclusiva. Una de ellas, la número 32, es la “autorización para la realización de consultas populares por vía de referéndum”. Y no veta ningún tema. El que el gobierno central –el anterior y este– impida aclarar de una vez por todas si la mayoría de los catalanes está o no a favor de la independencia se debe a una decisión política –o al miedo a saber la verdad–, no a una prohibición constitucional.
Pero yo no de Cataluña no hablo, que no quiero perder a una de las pocas amigas que me quedan.
Viernes, 31 de agosto
SER PADRE
Nunca quise tener pareja, pero siempre quise ser padre. Lo primero –con mucho esfuerzo– lo he conseguido. Lo segundo… No diré ni que sí ni que no, eso son asuntos privados. Prefiero hablar de la Constitución y del paradójico desconocimiento que de ella muestran los partidos constitucionalistas, especialmente el animoso paladín de la nueva Reconquista, Albert Rivera: apenas hay declaración suya que no sea dudosamente constitucional o claramente inconstitucional.