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Acción de gracias: No he de callar

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Domingo, 18 de febrero
PERPETUA VACACIÓN

“¿Pero es que tú trabajas todos los días?”, se extraña un amigo al verme acudir un domingo (y a veces un rato por la mañana y otro por la tarde) a mi despacho de la Facultad.
            ––Todos los días, 365 al año.
            ––¿Y cuándo descansas? ¿Es que no te tomas vacaciones?
            ––Sin las vacaciones no podría pasar. Pero no me basta un mes, ni dos o tres. A mí me duran doce meses.
            ––¡Me tomas el pelo!
            ––En absoluto. Ten en cuenta que mi trabajo consiste en leer, en escribir, en comentar lo que otros han escrito, en debatir sobre este o aquel asunto. Y que mi ocupación favorita, aquella a la que dedico mi tiempo de ocio, es leer, escribir, comentar lo que otros han escrito, debatir sobre este o aquel asunto.


Lunes, 19 de febrero
UNA ORACIÓN

Me gustan, no me canso de repetirlo, los regalos del azar. Ayer, al entrar en el mercadillo intercultural de la plaza del Pescado, comienza a tocar una polca paraguaya y yo sonrío al pensar en mi tocayo y ahijado Martín; luego me acerco a un puesto de libros, todos a un euro, y sin saber por qué alzo uno de título poco prometedor: Y la mariposa dijo…
            Nada más abrirlo me encuentro con la “Oración ante un semáforo” que me también me hace sonreír: “Señor, añádeme como propina / al final de la vida / todos los ratos que he pasado / esperando ante un semáforo en rojo”.
            El libro lo firma Carlos González Vallés, que es jesuita, catedrático de ciencias exactas y desde hace medio siglo misionero en la India. Al final del capítulo le da la vuelta a esa oración: “Señor, enséñame a perder el tiempo. / Hazme caer en la cuenta / de que todo tiene su sitio en la vida / y de que hay tiempo de andar / y tiempo de esperar, / recuérdame que a veces no hacer nada / ya es hacer bastante. / Recuérdamelo siempre, / pero muy especialmente / cuando me veas impaciente / ante un semáforo en rojo”.


Martes, 20 de febrero
NO SOY TAN LISTO

Es curioso. No ando escaso de vanidad y sin embargo me desagradan bastante los elogios. No lo puedo evitar. Los que a mí me ha tocado recibir o eran insinceros, mera cortesía (esos son los que menos me molestan) o se trataba de un préstamo que debía ser devuelto a no mucho tardar y con intereses.
            Pero hay algo que me incomoda más que los elogios ajenos: tener que elogiarme a mí mismo, tener que “venderme”. Supongo que si tuviera que hacerlo para poder comer o para alimentar a mis hijos, lo haría, como todo el mundo. No puede evitar que me parezca algo humillante. Los profesores de Universidad han de presentar cada seis años sus publicaciones para que, si la comisión correspondiente las aprueba, les concedan un “sexenio”, esto es, un pequeño aumento del sueldo y una disminución en la docencia. Yo jamás he solicitado tal cosa: gano bastante y dar menos clases no lo consideraría un premio, sino un castigo.
            Este año me insistieron en que lo hiciera. Y yo bajé los papeles porque, con la edad, a uno le gusta cada vez más ser como todo el mundo. Y me encontré con que no solo había que enviar la lista de tus libros y artículos publicados, sino que además debías indicar las veces que habían sido citados y defender la importancia de cada uno de ellos. ¿Elogiar yo lo que he escrito? No me parece que se pueda caer más bajo. Que lo hagan otros, si creen que lo merece.
            Hay que ser muy humilde para elogiarse a sí mismo, es reconocer que si uno no señala los propios méritos nadie se dará cuenta de ellos. Yo solo me elogio a mí mismo en broma, como cuando digo –con una paradoja que me gusta repetir—que no sería tan listo como me creo si no supiera que no soy tan listo como me creo.


Miércoles, 21 de febrero
ANUNCIOS POR PALABRAS

Encontré los recortes en una edición de los Collected Poems de Auden que compré en una librería de viejo de Nueva York allá por 1990; los vuelvo a encontrar ahora y me hacen soñar con una apócrifa película de Woody Allen. Todos ellos aparecieron en The New York Review.
            “Escritora atractiva, de alto espíritu y sin edad, de la ciudad de Nueva York, casada pero independiente, estará encantada de tener encuentros ocasionales con un intelectual lleno de vida, para relación afectiva y literaria” (9 agosto 1973).
            “Profesor de filosofía, 33 años, distinguido, complexión delgada, busca mujer mayor que lo domine y atormente” (14 enero 1970).
            “Productor de cine de Toronto, de 33 años, guapo, brusco, quiere compartir paisajes, libros, películas, comprensión, conversación y nieve con una joven espiritual, independiente y atractiva que no sea del signo de Capricornio” (20 enero 1977).
            “Escritor hedonista de 41 años ofrece diversión para pareja sin problemas. Inventivo y discreto”. (14 abril 1977).
            “Pareja de jóvenes académicos –médico y profesora de francés–, literarios, tiernos, naturales, invitan a una dama especial y responsable a compartir charlas informales, amistad y participación gradual en fantasías eróticas para diversión mutua” (23 junio 1977).
            “Joven soltera, profesional, 25 años, atractiva, cansada de hombres guapos y vanos, busca relacionarse con intelectual cualquier edad, sin importar físico, que pueda amarla y ayudarle a cultivar su espíritu” (17 julio 1977).


Jueves, 22 de febrero
QUIÉN LO IBA A DECIR

Quién nos iba a decir que los viejos versos de Quevedo volverían a tener tanta actualidad: “No he de callar, por más que con el dedo, / ya tocando los labios, ya la frente, / silencio avises o amenaces miedo”.


Viernes, 23 de febrero
DE UN VIEJO CUADERNO

Era tan puntual que llegaba a las citas con su novio antes de tener novio.
            Odiaba tanto a su expareja que cuando le pidió volver con ella aceptó encantada.
            Me casé con una mujer a la que apenas conocía tras separarme de otra a la que conocía demasiado.
            Al llegar a casa, le abrió la puerta el amante de su mujer. “Hemos reñido”, le dijo. “Se ha ido para siempre”. Se abrazaron llorando y, cuando al día siguiente ella trató de volver arrepentida, se negaron a abrirle la puerta.
            Quería visitar a un viejo amigo, pero como soy tan despistado acabé llamando a mi propia puerta y no me di cuenta de que me había equivocado hasta que salí yo mismo a abrir.
            “Lázaro, levántate y anda”, dijo Jesús. Y el muerto rezongó: “No fastidies”.
            La mujer de mi vida se sentó a mi lado en el autobús una tarde en que yo me quedé en casa.
            Me llegó una carta sin remite que contenía un folio en blanco. “Vaya –me dije– otro anónimo que me envía el hombre invisible”.
            “Prométeme que no me engañarás nunca”, le dijo, mimosa, mientras él comenzaba a acariciarla. “Pero ¿qué os pasa hoy a las mujeres?”, fue la respuesta. “Eres la tercera que me hace hoy prometer lo mismo”.
            No sabía qué le pasaba. Se encontraba raro, cada vez más raro. Comenzó a sospechar que era algo grave cuando su mujer, en lugar de llevarle al médico, le llevó al veterinario.
            Le hacían tanta gracia los trucos de aquel mago que se casó con él. Pero no le hizo ninguna gracia el último: que desapareciera cuando fue a buscar tabaco.
            Se sorprendió al encontrar a su mujer extrañamente cariñosa. “Qué rara estás hoy, Sandra”, dijo. “¡Pero si yo no me llamo Sandra!”, respondió ella indignada.
            “Tu cara me suena, dije, pero no puedo recordar tu nombre!”. “Me llamo como tú, fuimos muy amigos”. Alargué mi mano y él me ofreció la suya. Pero no pude estrecharla. Un espejo nos separaba.
           

Sábado, 24 de febrero
POR QUÉ SOY TAN MALEDUCADO

Soy la persona más maleducada del mundo; también la más confiada en el poder de la razón. En cuanto oigo al alguien decir una tontería, sea en una conferencia o en una conversación particular, no puedo evitar decir “¡eso es una tontería!” y empeñarme en demostrarlo. Pero la gente suele ofenderse, cuando yo creo que debería –si mi razonamiento es correcto—estarme agradecido. Yo siempre lo estoy a quien me saca de un error.
            Creo tanto en el poder de la razón que incluso en un asunto tan visceral como el conflicto catalán, voy anotando contradicciones y absurdos de los defensores de la “ley” con la esperanza de que, al menos en ese punto concreto, me dé la razón cualquier persona razonable, por muy férrea partidaria que sea de la sacrosanta unidad de España. El País y El Mundo, que parecen andar a la greña en este asunto sobre quien sirve mejor a su amo y peor a la verdad, le dan mucha importancia a si los políticos catalanes declaran o no que la proclamación de independencia fue simbólica; en un caso, habrían engañado a los electores, en el otro reconocerían su delito.
            ¿Pero un delito, para ser o no delito, depende de la opinión de los acusados? En este caso, no hay que averiguar cuáles fueron los hechos, todos ellos públicos y retransmitidos por radio y televisión; lo único a discutir es si realmente constituyen delito o no (en Bruselas y en Ginebra parece que no). Que la declaración de independencia no fue efectiva, se quedó en una declaración de intenciones, nadie puede discutirlo: la otra parte no la aceptó y no se intentó imponerla por la fuerza.
            Aparte de maleducado e ingenuamente confiado en la razón, soy bastante contradictorio. Siempre acabo hablando de lo que no quiero hablar, entre otras cosas porque no sirve de nada, salvo para molestar a mis amigos (la mayoría –de derechas o de izquierdas—partidarios de España como “unidad de destino en lo universal”), y porque ya está más que claro lo que pienso sobre este asunto.
            Estuve en la cárcel sin razón ninguna, ¿cómo no voy a avergonzarme de un régimen en el que vuelve a haber presos políticos, cómo no voy a llevar un simbólico lazo amarillo en la solapa? No podría mirarme al espejo sin avergonzarme si no lo hiciera.





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