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Nada personal: El gato y el ratón

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Jueves, 10 de enero
AVISO

Soy de esas personas que nunca mienten, pero siempre procuran engañar.


Viernes, 11 de enero
LAVA MÁS BLANCO

Cómo me deprime leer a Félix de Azúa.  Hoy le entrevista Blanca Berasátegui en el suplemento de El Mundo. Si una persona tan inteligente como él dice tantas tonterías, ¿cuántas no diré yo que soy menos de la mitad de inteligente y estoy igual de encantado de haberme conocido?
Las tonterías de Félix de Azúa son más trabajadas que las de Javier Marías, engañan más. A Azúa no se le ocurriría afirmar como a Marías en uno de sus artículos de El País que él sigue escribiendo a máquina porque le gusta corregir en papel sus novelas (nadie le ha informado de que existen las impresoras).
Azúa prefiere disparatar con rotundas generalidades: “Los chavales de ahora no conocen la culpa, que a nosotros nos inculcaron a sangre y fuego, afortunadamente, como también la idea de la muerte”. Antes, en ese “antes” mitológico que tanto gusta a los detractores del presente, “a los seis o siete años ya se tenía una intuición clara de la muerte”, lo que constituía “un privilegio”. Los jóvenes de ahora no saben lo que es la muerte y, en consecuencia, “no saben lo que es la vida”.
Qué cosas. Antes y ahora la muerte es una cosa abstracta, hasta que nos toca de cerca.  ¿No se les mueren ahora a los niños los abuelos, no hay súbitos accidentes de carretera? Claro que los jóvenes ven la muerte de otra manera que los ancianos, pero eso ocurría lo mismo en el fantasioso “antes” que en el siempre incómodo “ahora”.
Félix de Azúa es un intelectual, en el peor sentido de la palabra. Se cree por ello con derecho a afirmar rotundamente cualquier cosa. “Durante el siglo XX hemos visto un proceso de anulación de los mitos”, afirma.
“¿De qué mitos?”, pregunto yo. Porque los mitos religiosos y los mitos patrióticos siguen gozando de buena salud, y eso sin tener en cuenta los nuevos mitos de cine, la televisión y el deporte. Entre los mitos que han caído está “el de la culpabilidad de los cristianos occidentales y de los judíos”. Bueno, entre la población de los países árabes ese mito no parece que haya caído del todo (y por su causa, entre otras, cayeron las Torres).
Los jóvenes, afirma Azúa, son irresponsables (no creen en la culpabilidad ni en la muerte) y por eso puedes hacer con ellos lo que te dé la gana. Hombre, Azúa, los jóvenes –no los de ahora, los de siempre, también los de tu juventud cuando el Frente de Juventudes– siempre han sido bastante manipulables, casi tanto como los adultos, pero eso de poder hacer con ellos lo que te dé la gana… parece una fantasía de viejo verde.
            Pero lo más maravilloso de la entrevista es el final, tan entrañable. Azúa, cumplidos los sesenta años, cansado de sus batallas contra el nacionalismo catalán, traslada su residencia de Barcelona a Madrid. La razón, tal como él la explica resulta conmovedora: “Tuve una hija. Y su madre y yo nos miramos a los ojos y nos dijimos: no, a esta desde luego no le lava el cerebro el gobierno catalán. Ni soñarlo. Y nos la llevamos muy deprisa”.
A su hija, el cerebro que se lo lave el gobierno de Rajoy o el de Ignacio González que sin duda lavan más blanco.


Sábado, 12 de enero
CONTAR LA VIDA

No hay hombre tan insignificante que no sepa cosas que nadie más sabe y que no pueda contar historias que nadie más pueda contar.



Domingo, 13 de enero
ELOGIO DE LA RUTINA

Me gusta cumplir mi horario, aunque nada me obligue a ello. La comida es siempre a las dos, escuchando las noticias de Radio Nacional. Ya lo hacía cuando vivía Franco y se llamaban el Parte; no puede decirse que sea un hombre poco fiel a sus costumbres. Pero ayer me entretuve con unos amigos, que llegaron al Atrio cuando yo ya me marchaba, y de inmediato tuve el presentimiento de que algo iba a ocurrir. Creo que vivimos en un mundo sujeto al capricho o a leyes que desconocemos, y que solo las rígidas costumbres son capaces de mantenerlo en su sitio.
Caminaba yo por Rivero cuando, a la altura de la ermita, un joven descuidadamente trajeado se me acercó. “¿Le interesaría comprarme este libro? Lo vendo por lo que quiera darme”.


Era un diminuto volumen de bolsillo que de inmediato reconocí (había visto un ejemplar semejante en casa de Andrés Trapiello). Se trataba de una edición del siglo XVIII de los poemas de Garcilaso. “¿No lo habrás robado?”, se me ocurrió preguntar. “En casa tengo muchos más. ¿Quiere venir a verlos?”. Tuve la tentación de decir que sí, pero me contuve. Busqué el dinero que llevaba; únicamente un billete de veinte euros. Me lo arrebató de las manos. “Es suficiente”, dijo, y me alargó el libro.
Me puse a caminar rápido hacia casa, con el botín en las manos, y cuando ya tenía la llave en la cerradura, me alcanzó el desconocido. “Tiene que venir conmigo. Hay muchos libros que le pueden interesar. Si quiere, se los puedo traer yo”.
“¿Vives muy lejos?”, “No mucho. Diez o quince minutos en coche”, “No tengo coche”, “Podemos coger un taxi”. Saqué la llave y me puse a caminar con él hasta la parada más cercana. Una biblioteca en la que hay libros del siglo XVIII no es una biblioteca cualquiera.
Vivía en un caserón aislado, cerca del Gorfolí, por la carretera de la Magdalena. Dimosvueltas y vueltas hasta llegar. Era una casa de indianos con una alta palmera ante la puerta y un descuidado jardín. Me llevó hasta una habitación con libros amontonados en el suelo. De inmediato me puse a rebuscar, como un perro famélico. “Veinte euros cada uno, pero si se lleva muchos puedo hacerle una rebaja”, dijo el joven con voz codiciosa antes de dejarme solo.
No sé cuánto tiempo estuve revolviendo fascinado. Ni me acordaba de que no había comido, de que estaba incumpliendo todos mis horarios. Aquella era una biblioteca muy rara. Entre varias manoseadas novelas de Agatha Christie, apareció de pronto Belleza, de Juan Ramón Jiménez, en la edición del autor de 1923. De pronto noté una sensación extraña. Me volví y allí estaba ella, una mujer de unos treinta años que me miraba sin decir palabra. Me alcé para saludarla. Ella me cogió de la mano. La seguí hasta las escaleras, majestuosas, casi palaciegas, que llevaban al piso superior. En aquel momento apareció el joven. “Angélica”, susurró. Y la mujer desapareció de pronto, sentí su mano desvanecerse en la mía.
“¿Ha encontrado algo? Arriba no hay más libros”. “¿Quién es Angélica?”. “¿Angélica? Así se llamaba mi madre. Murió poco después de que yo naciera. ¿Ha encontrado algún libro que le interese?”
Alguno había encontrado, aunque casi todo era morralla. Además del de Juan Ramón, había una edición de La voluntad todavía no firmada por Azorín y un ejemplar de las poesías de Espronceda de 1840, y en muy buen estado. “Serían sesenta euros, pero se los dejo en cincuenta”.
Pagué encantado y, en lugar de llamar un taxi, decidí volver andando a casa. Había llovido, pero el cielo comenzaba a aclararse y me apetecía caminar un poco. En un recodo, no lejos de la casa, me volví a encontrar con Angélica. “Este hijo mío vende todo lo que encuentra para gastárselo en drogas. Los libros no son suyos, son de su abuelo”. Se los devolví a cambio del dinero que había pagado por ellos. “Gracias”, dijo, y me dio un beso en la mejilla.
            Tardé en llegar a casa, di vueltas y más vueltas. Al llegar no encontré el libro de Garcilaso que había guardado en un bolsillo de la cazadora. Estaba seguro de que no lo había devuelvo con los otros libros. Quizá lo había olvidado en el taxi. “Qué aventura más absurda”, pensé, “esto me pasa por no respetar mis horarios”.


Lunes, 14 de enero
SOÑÉ

Soñé con la cálida mano, los ojos tristes y el beso de Angélica. Abro el Orlando furioso en la versión en prosa de Ítalo Calvino que me ha regalado Rosa Navarro Durán: “Al principio hay solo una mujer que huye. Protagonista de un sueño que ha quedado inconcluso, corre para entrar en otro que acaba de empezar”.
            Una mujer que huye… La historia de mi vida, pienso. Pero sé que me engaño. El que ha huido siempre he sido yo.


Martes, 15 de enero
CÓCTEL ELEGANTE

Raro es el diario que no gana con el paso del tiempo. El de Alejandro Gaytán de Ayala, funcionario del Comité Olímpico Internacional, me lo regaló el otro día mi amigo Iñaki Uriarte, y no es gran literatura, pero eso importa poco.
Cuando se jubiló, Gaytán de Ayala entretuvo sus ocios en poner en limpio un diario iniciado en 1977. La primera entrega, De Neguri a Lausanne, abarca hasta 1980. Procura ser “lo más sincero posible”, aunque  resulte penoso para su familia: “nunca entenderían que alguien como yo, que en principio ha respetado las reglas del juego, cometiera la estupidez de ponerlo todo por escrito”. ¿La razón? Sus fantasías homosexuales. “Hoy por fin –tiene ya 37 años– he perdido la vergüenza y he intentado ligar por la cara a un tío que me gustaba y al que he visto estos días merodeando por la piscina, habiendo decidido en mi mente que entendía”. Con candorosa ingenuidad añade en nota: “entendía: término que en el lenguaje gay significa que uno lo es”.
            Lo que nos escandaliza hoy no escandalizaría a sus padres. Son los años de la transición. Apenas hay día sin atentado terrorista, y el autor, que pertenece a la alta burguesía vasca, se cuida de dejar constancia de ello y de cómo esos crímenes afectan a su manera de ser. Previamente ha señalado su escala de valores: “a) el dinero; b) el poder; c) el esnobismo”.
El “fanatismo nazi” de los abertzales y la “estupidez” del PNV le están transformando de persona “pacífica y frívola” en “amargada y con rencor”. Pero no se engaña sobre el motivo: “este cambio en mi manera de ser no lo están provocando grandes ideales, como el patriotismo o el honor, sino la rabia de comprobar que cada día tenemos menos dinero”, que los abertzales se están cargando su “confortable porvenir”.   
            Gaytán de Ayala dice, “aunque parezca una barbaridad”, lo que muchos en su clase social pensaban. Por ejemplo, que la Guerra Civil“tuvo su matiz de cóctel elegante” que permitió conocer gente con la que luego hacer negocios.
            Ver el mundo con otros ojos, eso es lo que nos permite un diario. Y cuanto más distintos, más fascinante resulta.


Viernes, 18 de enero
EL UNO PARA EL OTRO

Estamos hechos el uno para el otro. Nos gusta jugar al gato y al ratón. El único problema es que los dos queremos hacer siempre de gato.



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