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Nada personal: Jardín de invierno

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Sábado, 5 de enero
LOS VIEJOS IDEALES

¡Qué rara cosa es el patriotismo! Visito en Filadelfia la Campana de la Libertad y el Hall de la Independencia,  y luego el antiguo edificio de un banco convertido en altar de la patria, con retratos de los prohombres y la apoteosis de George Washington, y no puedo dejar de pensar en lo que está pasando en mi país.
¿Opinarían los ingleses de aquel tiempo que los estadounidenses no tenían derecho a ser independientes porque nunca antes habían sido independientes? ¿Opinarían que todo su afán de independencia era solo una cuestión económica, que lo que querían era pagar menos impuestos? ¿Considerarían a George Washington como los españoles de hoy consideran a Artur Mas? Estas son cosas que, obviamente, no se pueden decir en público, pero que yo no puedo evitar pensar. A fin de cuentas, el pensamiento es libre, al menos mientras no se verbalice.
            Frente al aparatoso ayuntamiento, se alza una majestuosa catedral: el templo masónico. Al enemigo solo se le puede vencer con las propias armas. Para acabar con el poder oscurantista de las religiones hay que crear otra religión, y eso es masonería, con sus ritos y sus mitos.
            Yo todo lo que sé de patrias lo aprendí cuando tenía diez años. En la escuela nos leyeron “El carbonero alcalde”, de Alarcón, donde se cuentan las heroicas barbaridades de los españoles contra los franceses durante la guerra de la Independencia; en casa, mi abuelo me hablaba de la guerra de Marruecos, de las heroicas barbaridades de los españoles contra los moros. Y como ya tenía uso de razón se me ocurrió un día decirle: “Abuelo, pero si en la guerra de la Independencia los malos eran los franceses porque habían invadido nuestro país, en la guerra de Marruecos los malos éramos los españoles porque habíamos invadido el suyo”.
            Así pensaba yo cuando era niño, así pienso cuando soy adulto. Para entrar en la Unión Europa hacen falta ciertos requisitos; para salir, no hace falta más que uno: querer salir. Y es que estar en ella es un honor, no un castigo. Exactamente lo contrario de lo que ocurre con España, según lo entienden patriotas de izquierdas o de derechas, que el patriotismo es una ideología que se sobrepone a cualquier otra.
            Paseo por las calles de la antigua Filadelfia y siento por todas partes la sombra protectora de Benjamín Franklin y los viejos ideales de libertad, igualdad y fraternidad. Todavía tan lejanos.


Domingo, 6 de enero
UN PASEO

En la fría y oscura mañana apenas hay nadie en las calles, pero la Biblioteca Pública está abierta y los ventanales de la gran sala de lectura iluminados. Sensación de hogar, de estar en casa.
Camino por la Avenida si prisa ninguna, sin nada que hacer, pero atento a todo, especialmente a lo alto de los edificios, coronados siempre con la gracia arquitectónica de un templete o un raro juego de columnas y bajorrelieves.
La primera parada es en Madison Square Garden, con la delgada silueta del Flat Iron y el Empire alzándose de puntillas al otro lado para contemplar el tranquilo espectáculo de la plaza. Han puesto unos bancos en los que no se puede estar sentado, sino solo tumbado; a partir de ahora, dormir en un banco del parque no va ser asunto solo de vagabundos.
Continúo por Broadway hasta otras de mis plazas favoritas, Union Square, con su mercadillo y su gran librería, a la que siempre vuelvo como quien vuelve a casa.
Qué grato sentarse en la cafetería de esta Barnes & Noble que ocupa enteramente un edificio decimonónico. Puedo traer a la mesa cuantos libros y revistas quiera, pero yo prefiero mirar a la gente, no hacer nada, dejar pasar el tiempo; si acaso, garabatear unos versos, que tacho antes de marchar.



El tramo de Broadway que viene a continuación siempre me ha fascinado. Al comienzo está Strand, inagotable cueva del tesoro, luego una iglesia neogótica de aire inglés, y a continuación edificios de finales del XIX y comienzos del XX que aúnan funcionalidad, historicismo y sólida fantasía arquitectónica. Al final, señalándome el camino, está el Woolworth, con su elegancia neogótica.
Entro un momento en la iglesia de San Pablo, su apacible aire dieciochesco convertido para siempre en museo del horror. Detrás del pequeño cementerio, se alzan todavía las grúas de la Zona Cero. Ya hay muchos rutilantes edificios, y unos escondidos y poco afortunados homenajes a los muertos de aquel septiembre, pero la cicatriz parece que no va a cerrarse nunca.
Solo respiro tranquilo al llegar al Jardín de Invierno, sobre el que cayeron las cenizas, pero que resistió el horror. Enfrente están el Hudson y la tarde luminosa y primaveral. Paseo por la orilla del río dejándome acariciar por la luz, que no tiene ninguna prisa en irse, que se demora para estar conmigo.
            Me gustan las ciudades en que se puede pasear de la mañana a la tarde, caminando siempre hacia adelante, sin que se acaben ni ellas ni tampoco la sucesión de maravillas.
            El sol, al ponerse, recorta las siluetas de la estatua de la libertad y de la isla del gobernador.


Lunes, 7 de enero
EL MAYOR ESPECTÁCULO

En Times Square la publicidad es un entretenimiento más. Subidos en la escalinata que preside la plaza, los turistas se contemplan a sí mismos en una gran pantalla. Otra pantalla, debajo, juega con esas imágenes y mete a los curiosos en un coche, en un autobús, los hace pasar por un desfiladero o ante las pirámides. Cuando se interrumpe la proyección, comienza el spot publicitario de no sé qué marca de automóviles. Pero todo el mundo aguarda paciente a que continúe el espectáculo que más nos fascine: vernos a nosotros mismos, aunque sea haciendo el indio.


Martes. 8 de enero
SOLO EN PEQUEÑAS DOSIS

Ciudad de multitudes y de soledades, Nueva York. Siempre queda un rincón por descubrir. Esta vez le toca el turno a Sutton Park, frente al Queensboro Bridge. Nunca había estado aquí, pero lo reconozco de inmediato: aparece en el cartel de Manhattan. En el banco en que yo me siento se sentaron unos jovencitos Woody Allen y Diane Keaton.


            El transbordador nos lleva a Roosevelt Island. Fue leprosería y hospital de enfermedades contagiosas, el presidente Roosevelt construyó en ella viviendas sociales. Hoy sigue siendo un ghetto, un lugar aparte, un hogar de jubilados y fantasmas. Solo las vistas de su lado oeste son espléndidas (al este, la desolación de Queens).
Respiro aliviado al volver a poner el pie en Manhattan. Nunca me ha gustado demasiado la tranquilidad, solo la soporto en pequeñas dosis. Me pone nervioso.


Miércoles, 9 de enero
AMIGOS PARA SIEMPRE

Hace ahora cien años, un millonario enriquecido con el carbón y el acero construyó esta casa para alojarse en ella con sus mejores amigos. Siempre que puedo paso a visitarlos. Empiezo por el salón donde, en lo alto de la chimenea, un apacible San Jerónimo trata de mediar entre dos enemigos que se miran retadores: Thomas Moro y Thomas Cromwell. El segundo ayudó a que le cortaran la cabeza al primero, pero no pudo evitar que se la cortaran a él después. Son dos obras maestras de Holbein, pero el retrato del sabio utopista es más fascinante y más inolvidable que el del dictador. La cadena de oro que lleva al cuello, con su “ese” insistentemente repetida, parece pedir silencio, aconseja callar ante el poderoso si quiere conservar la cabeza; es la abreviatura de un hermoso lema: “Souvent me souvient”, recuérdame a menudo. Qué distintos los personajes de la pared de enfrente. A los dos los pintó Tiziano. Uno es un joven, con lujosa capa y elegante gorro, la mano delicadamente apoyada en la espada, “alguien de quien uno se enamora”; el otro es un hombre grueso, de labios abultados y mirada lasciva, Pietro Aretino; parece Fernando Savater en un baile de disfraces. Seguro que ya ha tratado de recitarle alguno de sus sonetos lujuriosos al joven de la capa de piel, pero este ha vuelto la cabeza hacia otro lado, desdeñoso. El gesto de San Jerónimo, que los mira desde lo alto, apartando un instante la vista del volumen que tiene entre las manos, indica bien a las claras lo poco que le gustan esos juegos.


         
  Cuántos, cuántos amigos en la casa de Henry Frick, frente a la Quinta Avenida. En el comedor encuentro a la señorita Mary Edwards. ¡Qué historia la suya! A los veinticuatro años, en 1727, heredó una fortuna. Era la mujer más rica de Inglaterra y tenía docenas y docenas de pretendientes. Perdió la cabeza por uno de ellos, el menos adecuado. Su marido resultó ser un jugador obsesivo y sin suerte. Para librarse de aquel tarambana, Mary Edwards tomó una decisión drástica: lo echó de casa después de destruir todos los documentos que tenían que ver con la boda; el hijo de ambos fue declarado bastardo, y ni a ella ni a él les importó nunca: mejor ningún padre que tal padre. En el retrato de Hogarth, sonríe apaciblemente mientras acaricia un perro. Tiene porte de reina, con el globo terráqueo al lado. A mí me habría gustado compartir cena con ella en este comedor. Henry Frick solía servir a sus invitados caviar, sopa de tortuga, mollejas salteadas con setas, perdices asadas, ensalada de orquídeas y tartaletas de fresa. Seguro que a Mary Edwards no le desagradaría la compañía de Lady Hamilton. Cuando la pintó George Romney, era muy jovencita. Su mirada es tan ingenua como la del perrito que nos mira desde sus brazos. Tuvo la suerte de que su primer amante se cansara pronto de ella y se la traspasara a su tío, anciano y rico, embajador en Nápoles. Sir William Hamilton se enamoró paternalmente y procuró que adquiriera una buena educación antes de proponerle el matrimonio. Luego, ya casada, tuvo amores con Nelson. Pero esa es otra historia que ha contado muy bien Susan Sontag. Seguro que en algún momento se les acerca otra gran seductora: Louise, princesa de Broglie, condesa de Haussonville, nieta de madame de Staël. Ella misma afirmó que “estaba destinada a engatusar, atraer, seducir y hacer sufrir a todos los que buscaban la felicidad en mí”. No parece que a Ingres le importada mucho sufrir por ella; cada pincelada de su retrato vale por una demorada caricia.
            Henry Frick prefería las pinturas “con las que resultaba agradable convivir”. Esta reunión de obras maestras es una reunión de la buena sociedad: nada disuena, nada desentona. Si un invitado se cansa de la conversación, puede acercarse hasta la biblioteca, donde todos los libros están al alcance de la mano, en estanterías bajas. Yo prefiero salir al patio ajardinado y sentarme a escuchar el rumor de la fuente junto al ángel de bronce. Muy cerca, en la sala de música, leyó sus versos Eliot: “Footfalls echo in the memory / Down the passage which we did not take…”
Cuando salgo a la calle, al mundo real, no menos irreal que el que abandono, “resuenan pisadas en la memoria / por el sendero que no recorrimos / hacia la puerta que no abrimos nunca / en el jardín de rosas”.





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