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Acción de gracias: La cabra de la legión

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Domingo, 17 de diciembre
SENTAR CABEZA

“Un hombre solo no es más que medio hombre”, escribí una vez. exageraba: si tiene gripe, no es más que un cuarto. O menos.
            Toda la noche sin dormir, en medio de negros pensamientos. Me repetía la rima de Bécquer: “Al ver mis horas de fiebre / e insomnio lentas pasar, / a la orilla de mi lecho, / ¿quién se sentará?”
            Decidí que esto no podía seguir así, que la buena vida tenía que acabar; buscaría un alma gemela que, en momentos como este, me pusiera la mano en la frente, me tomara la temperatura, me preparara leche con miel o cualquier otra poción mágica, como en los días de la infancia.
            Pero por la mañana el sol espléndido me levanta el ánimo y hace que me olvide de  los buenos propósitos.
            Ya sentaré la cabeza cuando sea un poco mayor.


Lunes, 18 de diciembre
DERECHO A VETO

Uno de los coordinadores de Maremagnum pasa por Las Salesas y me muestra las pruebas de La luz a ti debida, el monográfico que le van a dedicar a Ángel González a los diez años de su muerte. Me sorprende que comience con un puñado de poemas inéditos, muy en su estilo último, hechos como al desgaire, solo música, emoción y unas pocas palabras verdaderas.
            ––¿De dónde los habéis sacado?
            ––Nos lo ha pasado Susana, pero con una condición. Insistió mucho en que en este número no podían colaborar los García (ya sabes, García Montero y García Martín) ni ninguno de sus acólitos.
            ––Pues acólitos míos no veo, porque no tengo, pero los de García Montero forman la mitad del número.
            ––Pero ella no lo sabe. Y no se te ocurra comentar esto, que es capaz de obligarnos a retirar los poemas o a destruir la edición. Ya sabes cómo se las gasta.


Martes, 19 de diciembre
TEORÍAS DE LA CONSPIRACIÓN

Martín López-Vega me envía, junto con su nuevo libro, el catálogo de la exposición que el Instituto Cervantes dedica a Arturo Barea. Por la colaboración de William Chislett me entero de que, un artículo publicado por George Pendle en 1952, motivó una queja de “las autoridades culturales de Madrid” por haberle incluido entre los escritores españoles: “Esa gente me informa de que usted ya no es un escritor español, del mismo modo que Conrad no es un escritor polaco; me dicen que usted dicta a su esposa (en una lengua que evitan precisar) y que, a continuación, ella traduce sus pensamientos al inglés”.
            Algo de verdad había en esa afirmación. La obra maestra de Barea, La forja de un rebelde, se publicó en inglés antes que en español y del inglés tuvo que ser traducida al español porque los presuntos originales se perdieron.
            Toda la obra de Barea que vale la pena fue escrita en colaboración con su mujer, Ilsa Barea, que tenía la cultura que a él le faltaba. Quizá ambos nombres deberían ir juntos en la cubierta de sus mejores libros.
            Busco alguna referencia a este asunto en el catálogo y no la encuentro. Sí una pintoresca afirmación de Antonio Muñoz Molina, converso de la conspiración contra la Tercera España.
            Resulta que Arturo Barea no encajaba en la “cultura recuperada del exilio”, marcada “por la hegemonía comunista en el antifranquismo”. A Barea se le silenciaría por señalar los crímenes en la zona republicana, como a Chaves Nogales o a Elena Fortún, dos de las actuales estrellas radiantes de la Tercera España.  Y si Barea era políticamente incómodo en los años setenta, “por la fértil alianza del sectarismo y la ignorancia”, vuelve a serlo ahora, “en estos años, más de una década ya, en los que, desde trincheras nuevamente abiertas, se imponen visiones cada vez más simplonas de la República y de la Guerra Civil, un género que en la literatura podría calificarse de novela rosa roja”.
            El que La forja de un rebelde, en cuanto pudo editarse en España (la primera edición en lengua española apareció en Buenos Aires), se reeditara una y otra vez, y en colecciones populares, el que se hiciera de ella una famosa adaptación para televisión española, no puede nada contra los apriorismos de Muñoz Molina. El “sectarismo y la ignorancia” hacía que de los escritores exiliados solo se tuviera en cuenta a los comunistas, como Alberti y Bergamín. ¿Se desdeñó a Cernuda, a Francisco Ayala o a Jorge Guillén por no ser comunistas? ¿Se prefirió a Herrera Petere o a Juan Rejano?
            ¿Y qué “novela rosa roja” es esa que ha proliferado durante los últimos años, los del gobierno del Partido Popular? Sospecho que la primorosa caligrafía de Muñoz Molina no se corresponde con la adecuada sutileza intelectual.
            En la zona republicana, hubo siempre diversidad de opiniones, a pesar de que la guerra impusiera la censura (Barea fue censor), y nunca se dio la unánime aceptación de los dogmas comunistas, ni durante la guerra ni en el exilio. Muñoz Molina se ha decidido ahora, tantos años después, a combatirlos. Al parecer, antes no se atrevía a leer ni a Cernuda ni a Barea porque se lo prohibían los comunistas.


Miércoles, 20 de diciembre
EN EL PARQUE FERRERA

Como todo el mundo, yo también detesto la Navidad. Y como todo el mundo no podría pasar sin ella. La alegría de que acabe, y de que no vuelva hasta el año que viene, es una de las mejores alegrías de cada año.
            Soy como el Scrooge de Dickens o el gigante egoísta de Oscar Wilde, pero muy respetuoso con las tradiciones, así que cumplo todos los ritos, salvo el de la misa del gallo. El Belén, de tamaño natural, me lo suelen colocar bajo la ventana de mi habitación, delante de los caños de San Francisco, porque yo, que vivo solo, en Nochebuena ceno en familia, pero me voy a dormir a mi hotel favorito, el Ferrera (ahora creo que se llama Palacio de Avilés). Me basta recorrer la calle de Rivero para llegar hasta él. La noche del 24 es como un a prolongación más de mi casa.
            Aunque me acueste tarde, nunca demasiado, el día de Navidad me gusta madrugar, ver amanecer sobre los árboles del parque. A esa hora está cerrado al público, pero abierto para mí. Me abrigo bien –ya no nieva en Navidad, pero suele hacer bastante frío– y salgo por la puerta de atrás del hotel. Qué distinto a esa hora, sin nadie, que con el trasiego habitual, o solo un poco más tarde, cuando lo abren y comienzan a cruzarlo perros con sus dueños o esforzados practicantes del running.
            Siempre recuerdo la primera vez que entré, cuando todavía era propiedad de los marqueses, saltando las altas tapias de piedra, junto a las que cruzaba cada día camino del Instituto Carreño Miranda. Entonces era un espacio mágico, ahora lo sigue siendo, especialmente en la mañana de Navidad.
            Me siento como un viajero del futuro y caminando por la rosaleda del jardín francés espero encontrarme con el niño que yo era allá por 1960 o 1961, cuando el mundo se iba poco a poco abriendo ante mis ojos como una inagotable maravilla.
            ¿Qué le diría, si me lo encontrara, al niño que fui, que sigo siendo? Confío en que no se avergonzara demasiado de mí.
            Siempre espero un milagro en este primer paseo de Navidad, siempre parece que va a ocurrir lo inesperado. Pero nunca ocurre nada. Solo una vez…
            Me di cuenta de que no me había atado bien los cordones de los zapatos y me senté en un banco para solucionar el problema. Noté algo extraño, alcé la cabeza y sentado en el otro extremo, mirándome, estaba Papá Noel.
            Un papá Noel de trapo que seguramente algún niño había olvidado allí la tarde antes. Nada raro, nada extraordinario, pero a mí me pareció que me miraba fijamente y como que se sonreía, aunque sus ojos y su boca estaban solo insinuados en la tela de la cara. Junto al banco, había un árbol hermoso, traído de lugares remotos; levanté la vista: en una de sus ramas estaba enredado el trineo. “Los niños son muy brutos”, pensé. “Seguro que algún niño mayor lo ha lanzado hasta allí y luego no fue capaz de bajarlo”.
            ––Te traigo lo que me pediste, dijo el Papá Noel.
            ––Yo no te le pedido nada. Nunca. Cuando era niño los juguetes se los pedíamos a los Reyes Magos.
            ––Los Reyes Magos no existen.
            ––Tú tampoco.
            ¿Qué hago hablando con un muñeco?, pensé de pronto. ¿Estaré borracho? Pero si yo nunca bebo.
            Me froté los ojos, miré hacia el extremo del banco: el muñeco ya no estaba allí. “La navidad nos vuelve a todos un poco tontainas, la sensiblería no es buena para la salud”. Se me habían humedecido los ojos de lágrimas, no sé por qué, quizá porque recordaba aquella copla  que leí por primera vez en un cuento de Alarcón: “La Nochebuena se viene, / la Nochebuena se va / y nosotros nos iremos / y no volveremos más”.
            Alcé los ojos para ver si el carro seguía entre las ramas o todo había sido una ilusión óptica, pero allí estaba, con Papá Noel sujetando las riendas. Me hizo un gesto de despedida.
            ––Ya tienes lo que me pediste, me gritó.
            ––¡Yo no te he pedido nada!, le respondí también a gritos.
            ––¡Mira en tu bolsillo!
            ¿En mi bolsillo?, repetí, aunque seguramente ya no me oyó, porque a toda velocidad había desaparecido en el cielo ya límpidamente azul.
            Un aviso del teléfono me hizo saber que me había llegado un WhatsApp. Era un vídeo. Toqué la pantalla y apareció en ella un bebé, mirándome muy serio con sus grandes ojos, agarrándose los pies con sus diminutas manos.
            Miré hacia lo alto, donde ya no quedaba ni la más mínima señal de un carro de renos que quizá no había existido nunca, y dije: “Gracias, Papá Noel o quien quiera que seas. Qué bien me conoces. Me conoces mejor que yo mismo”


Viernes, 22 de diciembre
APRENDO A CALLAR

“¿Cómo vas a tener amigos –me dice uno de los pocos que me quedan–, si nada le molesta más a la gente que el que le den lección y tú te pasas la vida dándolas?”
            ––Me estoy enmendando. Ya no hablo de política. Da un puñetazo en la mesa el jefe del Estado –quién lo iba a decir, con lo educado y profesional que parecía–  y todos se lanzan como un solo hombre a la yugular de las instituciones catalanas. Antes de volver a votar a esa gente, preferiría dar mi voto a la cabra de la legión. Intelectualmente, no hay mucha diferencia.
            ––Pesimista te veo.
            ––-No creas. Unos –los míos– siguen haciendo el ridículo apoyados por jueces, fiscales, grandes bancos, Juan Manuel Serrat y hasta –quién me lo iba a decir– Pedro Sánchez. Pero otros –que también son los míos– siguen haciendo historia, hermosa historia, con la fuerza solo de su palabra y sus votos. Hoy me siento orgulloso de Cataluña. Pero estas cosas no se pueden decir en público, no vaya a ser que mis queridos compatriotas, siempre tan respetuosos con las opiniones ajenas, me apedreen.




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