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Nada personal: La vida y otros cuentos de hadas

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Sábado, 1 de diciembre
SIN FINAL FELIZ

“Pues, señor, una vez hubo un rey que tenía un hijo muy vicioso a quien por más que reconvenía no conseguía llevar por el buen camino”. Así comienza uno de los cuentos recogidos por Sergio Hernández de Soto y publicados en la Bibliotecade las Tradiciones Populares Españolas que dirigía Antonio Machado y Álvarez.
            Me llega ahora una reedición de esos cuentos de encantamiento y con ellos toda la magia de los días de infancia. Cierro los ojos y vuelve a caer la nieve, a empujar el viento puertas y contraventanas, vuelvo a estar sentado junto a un buen fuego en la cocina de casa de mi abuela y a escuchar viejas historias mientras la leña seca alegremente chisporrotea.
            ––Un día llegó un mendigo a pedir limosna a la puerta del palacio. Como era de la misma edad que su hijo, al rey se le ocurrió que cambiaran de ropa, que el mendigo se quedara a vivir con él y que el príncipe se fuera a recorrer los caminos y a vivir por un tiempo de la caridad de la gente. Al príncipe le pareció divertida aquella aventura y aceptó encantado, pero, como era bastante pícaro, mientras salía del palacio le fue pidiendo a escondidas de su padre dinero a todos los que se encontraba, cortesanos y soldados, diciéndoles que se lo devolvería muy aumentado a su vuelta. Se las prometía muy felices cuando se adentró en el bosque, camino de la ciudad, dispuesto a emborracharse con cualquiera que encontrara. Pero se encontró con unos bandoleros que acechaban a todo el que pasaban, pero que a él no le hicieron caso al verle tan desharrapado. Entonces él, ofendido, les enseñó la bolsa llena de monedas de oro. ¡No soy lo que parezco! ¡Soy un príncipe! ¡Dejadme unirme con vosotros! Los bandidos pensaron que era un pobre loco, le quitaron el dinero y le dieron una patada en el culo: “Anda a mendigar por aquí que a nosotros no nos sirven bandoleros tan tontos”.
            Busco ese relato tal como yo lo recuerdo, palabra por palabra, peripecia por peripecia, en el libro de Hernández de Soto y no lo encuentro, aunque a cada paso me tropiece con otras pequeñas maravillas, como “Las tres naranjas” o “La hermosura del mundo”.
            A veces sueño que yo soy ese príncipe expulsado de casa y condenado a vivir como un mendigo. Recuerdo bien sus mil y una peripecias, cómo las trastadas del destino le van volviendo otro y cómo al final regresa a casa y todo tiene un final feliz, aunque no le espere ninguna princesa sino el mendigo que le sustituyó y que resulta ser su hermano gemelo, hecho desaparecer a poco de su nacimiento para que no se disputaran el trono.
            Yo era un niño de seis años y abría los ojos asombrados antes esas historias que no acababa de entender. Ahora me basta con cerrar un momento los ojos para volver a ser ese niño que nunca he dejado de ser.
            En la vida no hay menos prodigio y asombro que cualquier cuento de hadas. Pero no tiene final feliz.

            
Domingo, 2 de diciembre
CLEMENTÍSIMO PRÍNCIPE

Ayer, antes de ir a ver La clemenza di Tito, busqué la obra de Metastasio que yo sabía que tenía por alguna parte. Esta noche se derrumbó uno de los inestables montones de libros que colonizan cada rincón de mi casa y apareció la versión de Ignacio de Luzán representada en el Buen Retiro en 1747. Falta la música de Mozart (entonces los compositores fueron Francisco Corselli, Francisco Corradini y Juan Bautista Mele); incluso sin ella ese retrato del piadoso príncipe perfecto conserva todo su encanto. A Tito Vespasiano “el concurso de las más raras dotes del ánimo y de las más amables prendas del cuerpo le hicieron universalmente tan querido que fue llamado la Deliciadel Género Humano”. Pero ni siquiera él se libró de la traición: “Dos mancebos patricios, a uno de los cuales Tito amaba tiernamente y llenaba cada día de nuevos beneficios, conspiraron contra él. Descubriose la maquinación; fueron convencidos los culpados y por decreto del Senado condenados a muerte; pero aquel clementísimo príncipe, contento con haberlos reprendido paternalmente, concedió a ellos y a sus secuaces un entero y general perdón”.


Lunes, 3 de diciembre
GRACIÁN Y YO

Hay una máxima de Gracián que siempre tengo muy en cuenta: “Nunca hables de ti mismo”. Yo nunca hablo de mí mismo cuando hablo de mí mismo. Aprovecho para hacerlo cuando hablo de otra cosa.


Martes, 4 de diciembre
UN HONOR

Hubo un tiempo en que admiraba a Fernando Savater. Hace tiempo que he dejado de hacerlo. Su ingenio y su brillantez antes estaban al servicio de la verdad, o eso me parecía, ahora solo sirven a sus prejuicios, o eso me parece.
            ¡Qué fácil resulta desmontar los sofismas de cualquiera de sus artículos! Por ejemplo, el que publica hoy: “En este país –¡ay, Larra!— se puede ser vasco, catalán, andaluz o extremeño sin problemas, pero difícilmente español”. Y luego añade con ironía: “Los españoles son en realidad españolistas”.
            No todos, amigo Fernando, no todos, aunque sí bastantes. Un español españolista es el que quiere obligar a los vascos y a los catalanes que no se sienten españoles a serlo. Un español cabal, un español no españolista, orgulloso de su condición, es el que no pretende obligar a nadie a compartir su patria ni su orgullo.
            Ser español, amigo Savater, es un honor, no una obligación como pretendéis los españolistas de constitución y tente tieso.

  
Miércoles, 5 de diciembre
PASARSE DE LISTO

Como a todo el mundo, me gustan mucho las entrevistas personales, esas en las que uno muestra su corazón al desnudo (y a ser posible de cintura para abajo) y habla de sus divorcios, sus curas de desintoxicación, sus peleas familiares a cuenta de la herencia…. Me gustan mucho, siempre que yo sea, no el protagonista sino el morboso espectador. Por eso cuando Javier Cuervo me pidió una larga entrevista “de contenido humano”, tardé en aceptar. Y no debería haberlo hecho, pero pudo más mi vanidad. Y también lo que tenía de reto. “Vamos a ver –me dije– si consigo contarle exactamente lo que quiero contar, ni una palabra más, y no lo que él quiere que cuente”.
Estuvimos más de tres horas reunidos en la cafetería. Como buen estratega, me dejó ganar las primeras partidas. Fingió escuchar con atención todas las frasecitas que yo traía preparadas. Sonrió, sin entrar al trapo, ante mis afirmaciones deliberadamente provocativas: “Por supuesto que, en opinión del Estado español, Cataluña no es una región maltratada. Ninguna mujer lo es en opinión de su maltratador”, “En su último artículo, Juan José Millás ejercita el ingenio a propósito del tribunal constitucional y de su presidente, que se pasa los fines de semana en Marbella con su guardaespaldas a costa del contribuyente (lo confunde con Carlos Dívar). Qué fácil ser brillante cuando uno acomoda la realidad a su capricho”. “En la campaña contra el Niemeyer, leí el otro día lo que había costado al erario público cada una de las entradas a sus espectáculos. Se me ocurrió entonces a mí sumar todas las subvenciones al Museo de Bellas Artes de Asturias, incluido lo que se ha gastado en la inacabable ampliación, y dividirlo por el número de visitantes: cada una de esas entradas gratuitas le costaba al contribuyente asturiano una cantidad que triplicaba ampliamente la de las entradas al Niemeyer”. Javier Cuervo me dejó decir todo lo que llevaba preparado y luego, poco a poco, fue llevándome a su terreno. Como sin querer, sin apenas preguntas, me hizo hablar de todo aquello de lo que a mí no me gusta hablar.
“Por querer pasarme de listo, he hecho el ridículo”, pensé al despedirme. Estoy acostumbrado. En cualquier caso, he aprendido la lección: en periodismo, como en cualquier otro campo, no se debe desafiar a los maestros. Que son los únicos a los que vale la pena desafiar, por otra parte.
“¿Y cuándo va a aparecer la entrevista?”, le pregunto. “El domingo anterior a Navidad y el día de Nochebuena”.
            Pues vaya regalo que me espera. No sabré luego dónde meterme. Menos mal que esos días anda la gente muy ocupada con la preparación de las fiestas y apenas si tiene tiempo para otra cosa. Y además, siempre me queda el recurso, tan habitual en estos casos, de negarlo todo y echarle la culpa al periodista.


Jueves, 6 de diciembre
TÉCNICA Y MAGIA

Mañana soleada, como de domingo, que aprovecho para levantarme tarde, no hacer nada de lo que tengo que hacer, leer tranquilamente el periódico en una cafetería, pasear luego lentamente por lugares mil y una vez recorridos: el Fontán, el Campillín, la plaza de la Catedral… Como llevo conmigo el iPad aprovecho para hacer alguna foto. He hecho más fotos en mi vida que ningún turista japonés, he publicado más fotografías –siempre sin firmar–  que muchos fotógrafos profesionales, pero no tengo nada de fotógrafo. Me aburren las minucias técnicas. Mi cámara es siempre la más sencilla, la que cabe en una mano, la que lo hace todo. Yo solo tengo que mirar y, cuando quiero guardar lo mirado, apretar un botón. Y por mucho que mire el más familiar rincón del mundo, o el rostro de la persona que quiero, siempre encuentro alguna inédita maravilla. No soy un fotógrafo, nunca he pretendido serlo, espero que no me acusen de intrusismo tantos buenos profesionales. Y que no se enfaden si les digo que a mí la fotografía como arte me interesa más bien poco, que las fotografías que yo prefiero son siempre casuales y anónimas, realidad retenida, técnica convertida en magia.

  
Viernes, 7 de diciembre
NEGROS JINETES

A nada temo más que a mis melancolías. A esos negros jinetes del desánimo que a veces me alcanzan  y le quitan el gusto a todo, entenebrecen el mundo, vacían las palabras de sentido.
            A veces –para decirlo con un verso de Villamediana– “no me puedo sufrir a mí conmigo”.
            Paso, como todo el mundo, desesperantes periodos de desánimo en los que me apetece quedarme en un rincón, cerrar puertas y ventanas, no hablar con nadie, no hacer nada. Largos períodos de desánimo. En ocasiones duran hasta tres cuartos de hora.



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