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Sin trampa ni cartón: De mi país, del amor y de Sevilla

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Viernes, 4 de noviembre
LLUVIA EN MI CORAZÓN

Llego a Sevilla para hablar del libro póstumo de un poeta amigo, Rafael Suárez Plácido, y por teléfono me dan la noticia de que ha muerto Esther Segovia, amiga de los primeros tiempos de la tertulia Óliver. Una lluvia desapacible hace de esta ciudad, que recuerdo siempre luminosa, el decorado más acorde para mi estado de ánimo.
            No había cumplido veinte años Esther cuando comenzó a ir por la tertulia. Ya trabajaba en un periódico, ya estaba al tanto de todo, ya parecía dispuesta a comerse el mundo. Más tarde, cuando ya había dejado la tertulia, de vez en cuando me la encontraba en el aeropuerto o en la estación de autobuses y me contaba sus éxitos en Madrid. También algunas peripecias de su vida sentimental, siempre turbulenta.
            Luego volvió a Avilés y entró en un túnel oscuro y yo le perdí la pista. De sus desventuras últimas supe por Marian Suárez, que siempre mantuvo el contacto.
            “Llanto en mi corazón / y lluvia en la ciudad”, como en los versos de Verlaine. Más que llanto, algo de mala conciencia. A Esther Segovia no sé si la tratamos del todo bien en aquellos viejos tiempos de la tertulia tan descaradamente machistas. Nos molestaba un poco su impertinencia, su desparpajo, aquel alardear de sus conquistas –casi siempre celebridades– que tendíamos a considerar imaginarias, aunque quizá no siempre lo fueran, y de sus contactos con gente importante.
            En Sevilla me encuentro con José Luis Piquero, otro de los veteranos de Óliver, pero cuando él llegó Esther ya andaba por Madrid, trabajando en una productora de televisión. No creo que llegaran a encontrarse.
            El Primer cuaderno de Óliver, publicado en 1982, incluía una colaboración Esther Segovia, “Retrato de poeta (fragmentos de una novela inédita)”, que me caricaturizaba; yo me vengué haciéndola aparecer en La trama de Árgel, una olvidada novela juvenil que escribí por entonces.
            Las bromas para ella se tornaron pronto veras, desapareció en el lado oscuro mientras yo seguía con mi rutina de siempre. Alguna vez me llamó y su voz parecía venir ya de otro mundo.
            Junto al recuerdo de Esther me viene a la memoria el de otro infortunado amigo, Juan Manuel Pendás Benito, filósofo peripatético, empedernido escritor de cartas a los periódicos. Colaboró también en aquel cuaderno inicial de la tertulia y yo recuerdo ahora, tantos años después, uno de sus aforismos: “Las sandalias y las zapatillas viejas deberían utilizarse para enterrar a los ratones muertos”.
            Para enterrar a los recuerdos muertos, ¿qué debemos utilizar? Mañana me habré olvidado de Esther y de Pendás, pero hoy en Sevilla, en una Sevilla con negros crespones de lluvia, sus sombras se sientan frente a mí cuando hablo del libro póstumo de Rafael Suárez Plácido.
            Sentimientos mezclados: la alegría de ser un superviviente, la mala conciencia por serlo.


Sábado, 5 de noviembre
PASEO CON AMIGOS

En contraste con el día de ayer, hoy amanece soleado por dentro y por fuera. Ayer, este inmenso hotel me parecía el más apropiado para que Cesare Pavese se suicidara; hoy, ya me encuentro como en casa. Tras el café y la fruta del desayuno, me pongo a caminar, avenida de la Palmeras adelante, hasta el centro de la ciudad. No tengo ninguna prisa, me acompaña el sol, me entretengo contemplando los pabellones de la exposición del 29, que a veces, no sé bien por qué, me parecen inspirados en alguna viñeta de las aventuras de Tintín.
            A las diez he quedado en el museo arqueológico con Juan Lamillar, que es poeta minucioso  y conoce como nadie todos los secretos de Sevilla. Llego un poco antes y aprovecho para escuchar a Haendel en el iPod.
            Trajano, Adriano, un busto de Alejandro Magno que recuerda a Antinoo… ¡Cuántos admirados amigos tengo dentro de este museo! Pero mis favorita es Venus, la espléndida Venus que surge de las aguas sin avergonzarse de su desnudez, y Hermes, el mensajero de los dioses, cuyos alados pies quisiera que fueran los míos.
            Juan Lamillar me deja a la una y a esa hora me encuentro con José Luna Borge, amigo desde mis tiempos de estudiante en la Facultad. Le entregué en mano el primer número de la revista Jugar con fuegoy ahora, más de cuarenta años después, le traigo un ejemplar de la edición facsímil. Vivir es ir cerrando círculos.
            Juntos visitamos la exposición dedicada a Borges y nos quedamos un largo rato oyéndole hablar de la ceguera en una vieja grabación en blanco y negro. No ha perdido nada de su encanto. “¡Cómo le gustaría a Botas estar aquí!”, dice de pronto Luna Borge y en ese mismo momento estaba yo pensando en ese otro amigo con el que tantas veces hablamos de Borges y que nunca ha dejado de acompañarnos.
            Con Botas estaba yo aquel día de 1986 en que nos enteramos de la muerte del escritor en Ginebra. Ahora contemplo aquí las primeras ediciones de sus libros, los dibujos de su hermana, docenas de fotografías, pero lo que más me fascina son las páginas de La Nación en que se publicaron por primera vez sus poemas. Se leen de otra manera, vistos así en su contexto, entre artículos de Eduardo Mallea o Julián Marías: “El hoy fugaz es tenue y es eterno; / otro cielo no esperes, ni otro infierno”.
            Acompaño luego a Luna Borge hasta su apartamento en un renovado palacio de la calle Pajaritos. Admiro el patio, con su fuente callada y sus arcos de mármol, subo hasta la terraza y me sorprende, pavoneándose junto a la Giralda, una rara torre, invisible desde la calle, con algo de faro: aquí podría vivir el capitán Nemo o cualquier desengañado personaje de Julio Verne, aquí podría vivir yo.
            José Luna Borge, como tantos amigos de mi edad, vive solo y siente que sus méritos literarios no son lo sufientemente reconocidos. Me identifico con él en ambas cosas, pero yo –siempre tan egoísta y precavido– en la primera de ellas he tenido la precaución de ahorrarme los enojosos trámites intermedios, y a la segunda no le doy demasiada importancia: soy de los que piensan que las pompas, fúnebres; y los homenajes, póstumos. 
            Cuando dejo a Luna Borge, me encuentro con Abelardo Linares. Me gusta esto de ir pasando de un amigo a otro mientras paseo por la ciudad. Ya se sabe que yo no me canso, pero canso. De esta forma soy más llevadero. Claro que Abelardo Linares, en el deporte de debatir sobre cualquier tema (en realidad solo dos: política o literatura) es casi tan incansable como yo. Últimamente parece estar perdiendo facultades: le gano siempre. Claro que es difícil no ganarle si discutimos sobre un libro, la antología de poesía española preparada por Araceli Iravedra, del que él solo conoce la lista de los poetas incluidos y yo me he leído de la primera a la última de sus mil páginas.
            Abelardo Linares paseó con Borges por Sevilla (también estuvo con él en Buenos Aires) y mientras tomamos un café en el Starbucks de la calle Alemanes me cuenta algunas de sus anécdotas. Un pésimo poeta local se empeñó en leerle, frente a la Giralda, media docena de sonetos que le había dedicado. “Debe ser triste, maestro, no poder contemplar esta maravilla”, le dijo. “Sí –respondió Borges–, es triste para mí ser ciego y es una suerte para ella ser sorda”.


Domingo, 6 de noviembre
POR LA ORILLA DEL GUALDALQUIVIR

Soy un ateo fascinado por la experiencia religiosa. Dios es un invento humano, pero un prodigioso invento humano, como el Quijote o el milagro de Internet.
            Gonzalo Gragera, otro amigo sevillano, me propone asistir a la procesión de Jesús del Gran Poder, que se celebra excepcionalmente por ser el año de la Misericordia: lo acepto como un regalo más.
            Tras darme una vuelta por el barrio de Santa Cruz (que mi amigo me dice que no es más que un invento historicista del siglo XIX), a las once en punto estoy frente a la catedral. Durante media hora desfilan lo cofrades en silencio; luego aparece la figura del Cristo con la cruz a cuestas y el silencio se hace más intenso.
            No es un espectáculo para turistas, ciertamente, no hay música ni palmas ni nada que tenga que ver con el folklore. El paseo del Gran Poder desde la catedral hasta su capilla de San Lorenzo durará más de seis horas. Cuando termina de pasar ante nosotros, mucha gente sale corriendo para verle de nuevo en otro lugar. Yo no he sentido más que curiosidad, al contrario que en Jerusalén cuando asistí al comienzo del sabbat ante el Muro de las Lamentaciones, la emoción de los demás no se me ha contagiado.
            Lo hace luego cuando visito el hospital de la Caridad, ese suntuoso monumento barroco que la modestia del arrepentido Miguel de Mañara edificó para su mayor gloria. Recorro la iglesia y el hospital, ahora asilo de ancianos, y me detengo largo tiempo ante los dos cuadros de Valdés Leal: “In ictu oculi”, “Finis gloria mundi”. En un abrir y cerrar de ojos la muerte nos arrebata toda la gloria del mundo.
            Pero de momento, mientras paseo por la orilla del Gualdalquivir en este azul domingo de noviembre, toda la gloria del mundo está conmigo. Y yo abro y cierro los ojos sin acabar de creérmelo, seguro de no merecerla.


Lunes, 7 de noviembre
CONFIDENCIAS DE UN SEXAGENARIO

Ya sé que es algo que no debe decirse y por eso yo nunca lo comento con nadie, pero los amores eternos que prefiero siguen siendo aquellos que no duran más de un fin de semana.
            (Una vez tuve uno que duró un mes y no que quedaron ganas de repetir la experiencia.)


Jueves, 10 de noviembre
AMOR Y DESAMOR

Durante la presentación de Nuestro desamor a España, de Juan Pedro Aparicio, leo Escribir y borrar, la antología que acaba de publicar Ada Salas. No por eso dejo de escuchar a Xuan Bello, que se mete en un jardín de buenas intenciones, ni a Pedro de Silva, que resume muy didácticamente la tesis del libro.
            “No estoy de acuerdo con el título”, comento yo a la salida.
            “Pues yo creo que el título es un acierto. Los españoles no amamos a España. Yo, por ejemplo, no amo a España. Me gusta, pero no la amo”.
            Miro al expresidente del Principado con sorpresa. Yo, en cambio, como la mayoría de mis conciudadanos (salvo los que no se consideran españoles), amo a mí país como a mí mismo, aunque haya cosas en él que no me gustan. También hay cosas en mí que detesto y no por eso me amo menos.










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