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Ciudades de autor: Nueva York de Camba y Juan Ramón

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Hace cien años, en abril de 1916, un nuevo corresponsal del diario ABC llega a Nueva York. Se llama Julio Camba, aún no ha cumplido cuarenta años, y es el cronista de moda. En breves artículos –que ese mismo año comienzan a reunirse en libro– nos ha contado sus andanzas por la Europa anterior a la Gran Guerra, entonces en pleno macabro esplendor. Son artículos sin grasa retórica ni floritura verbal, que buscan darle la vuelta al tópico y hablar de lo que todos ven, pero en lo que nadie se fija.
            Poco antes, en el mismo barco, el Antonio López, de la Compañía Trasatlántica, ha viajado a Nueva York otro escritor español de su misma edad, ya poeta prestigioso, Juan Ramón Jiménez. No viene en viaje de trabajo como Camba, sino por razones particulares: a casarse. Pero la nueva realidad lleva al ensimismado analista de sus estados de alma a convertirse también en minucioso cronista de la nueva realidad, del otro mundo con que se encuentra al cruzar el océano.
            Un año en el otro mundo tituló precisamente Camba el libro en que reunió sus artículos, aparecido al año siguiente, lo mismo que las anotaciones en prosa y verso de Juan Ramón Jiménez, el Diario de un poeta recién casado que cambiaría la poesía española.
            El Nueva York que vieron era y no era el mismo. Coincidieron solo una vez, en el Museo de Brooklyn, y no se saludaron. Se celebraba allí una exposición de Zuloaga y al entrar en la sala Juan Ramón Jiménez, acompañado de Zenobia y de una pareja amiga, escuchó perorar en español sobre aquella España, la España eterna, de curas y toreros, de chulos y de santos, de mendigos y de bailarinas, de gitanas y de inquisidores. Exactamente lo que él más detestaba. Discretamente, pidió que se marcharan antes de que el periodista español le reconociera y se acercara a saludarlo. Detestaba todo lo castizo y especialmente la Castilla de cartón piedra que Zuloaga llevaba a sus lienzos. Él prefería al luminoso Sorolla, cuyos cuadros había tenido ocasión de contemplar en la Hispanic Society del alto Manhattan.
            Leemos hoy los dos libros sobre el Nueva York de hace cien años y nos sorprende comprobar que la mirada del poeta fue mucho más aguda que la del periodista. Cierto que ninguno de los dos sabía inglés (entonces se podía ser corresponsal en cualquier país sin más que unas nociones de francés), pero a Juan Ramón su ya esposa y siempre servicial secretaria, casi norteamericana, le permitió entrar más en contacto con la nueva realidad.
            En una primera mirada, los dos captaron lo mismo: velocidad, suciedad y estrépito. Pronto el poeta comenzó a descubrir algo más. El periodista solo fue sensible a la belleza de la noche: “Dijérase que el mundo entero estuviese de fiesta. En las fachadas enormes resplandecen millares de alegres ventanas. Las perspectivas luminosas se suceden y se superponen y la ciudad parece infinita. Es una orgía de luz que le embriaga a uno. Hay anuncios luminosos que son enormes serpientes, aspas girando sin cesar, bailarines escoceses que mueven brazos y piernas, gatos atrapando ratones, salamandras, relojes que van marcando las horas y los minutos…”
            Son los “anuncios mareantes de colorines sobre el cielo” que Juan Ramón descubrió en Broadway y que le llevaron a preguntarse si la luna que apareció de pronto “entre dos casas altas, sobre el río, sobre la Octava, baja, roja”, era la luna o un anuncio de la luna.
            “De vez en cuando –continúa Camba–, un tren aéreo pasa al ras de los terceros pisos, rápido y deslumbrador como una exhalación”. Es el elevado, aquel rasgo futurista de Nueva York que pronto se convertiría en arqueología. También le fascinó a Juan Ramón: “De pronto, el tren comienza a seccionar casas. Sí, no es una calle, es que el tren corta una manzana… A derecha e izquierda, en las viviendas sin fachada  –como en aquellas secciones de un barco o de una fábrica que tanto me intrigaban de niño–-, el peluquero, la modista, el florista, el impresor, el sombrero, el sastre, el carpintero, trabajan, cada uno en su piso, tras su cristal sin puerta, bajo sus lucecitas de colores”.
            Pero la fiesta de la noche termina con el amanecer, cuando los edificios vuelven a mostrársenos en toda su fealdad “como si fuesen el armazón de enormes castillos pirotécnicos ya quemados”.
            Solo el poeta fue capaz de encontrar los remansos de tranquilidad y belleza de aquel “marimacho de las uñas sucias”, como llamó en un momento de irritación a Nueva York. En primer lugar, los cementerios urbanos, “que atan con su paz amena y cantada de pájaros, en medio de la vida, más que los jardines públicos, que los puertos, que los museos”.  Al de Trinity Church se refirió en varias ocasiones: “Está tapiado este breve camposanto abierto de la ciudad comercial por las cuatro rápidas y constantes concurrencias del elevado, el tranvía, el taxi y el subterráneo, que jamás le faltan a su silencio obstinado y pequeño”.
            Los cementerios, las plazas arboladas, como Washington Square, los paseos para los enamorados, como Riverside Drive, las avenidas desiertas de la noche en las que resuenan los pasos de un único caminante, una casa colonial, “blanca y amarilla como humilde margarita”, que surgen de pronto entre los rascacielos; también las escaleras de incendios que se llenan de pájaros para saludar a la primavera…
            A la llegada de la primavera dedicó muchas de sus anotaciones Juan Ramón Jiménez. En una de ellas nos la presenta como a la heroína de una película por fin triunfante en su lucha contra el feroz invierno: “El oro leve de las nueve le basta ya para ser reina. Los brotes sucios de los árboles de los muelles se sonríen con una gracia rubia; cantan cosas de oro los gorriones, negros aún del recuerdo de la nieve, en las escaleras de incendio; los cementerios de las orillas estallan con leves ascuas el hollín; una banda rosa de Oriente encanta los anuncios de las torres; repican, confundidas, las campanas de fuego, las campanas de todas las iglesias…”
            Pronto, desnuda y fuerte, la primavera comenzará a desfilar por la Quinta hasta el Central Park.
            El Nueva York de Juan Ramón es el de ayer y, en su mejor parte, es también el de hoy. Cierto que el Woolworth Building (“una calle puesta en pie”, como lo definió Camba) hace tiempo que no es el rascacielos más alto del mundo, pero ahí sigue, cerca del puente de Brooklyn, con su elegancia historicista que no nublan los geométricos mastodontes cercanos ni tampoco la reciente torre de Frank Gehry.


            Juan Ramón vio lo que el periodista no supo ver. Para Camba, los neoyorquinos son seres elementales carentes de psicología y de literatura, son como niños grandes que se pasan el día mascando chicle y tratando de hacer dinero.
            ¿Carentes de literatura? La Biblioteca Pública, recién inaugurada en la calle 42, ponía al alcance de los lectores más libros que ninguna biblioteca española, y en Nueva York no solo había poetas, sino más malos poetas que en ninguna otra parte, más incluso que en el Ateneo madrileño, según descubre Juan Ramón cuando visita el “Author’s Club”, lleno de poetastros de décima clase “que cultivan parecidos físicos a Poe, a Walt Whitman, a Stevenson, a Mark Twain”.
            El escritor con fama de melifluo nada tiene que envidiar a Camba en el uso de la ironía. Amable unas veces, como en su visión de las innumerables iglesias de New York: “En la baraúnda de las calles enormes, las iglesias, teatrales, livianas, acechan echadas –la puerta abierta de par en par y encendidos los ojos–, como pequeños y mansos monstruos medioevales caricaturizados mal por un arquitecto catalanista”. En otras ocasiones, de muy precisa crueldad, como con “La viejas coquetas” que encuentra en las reuniones sociales: “están todas, con dientes de oro, afeitadas, arrugadas, pecosas, pañosas, cegatas, depilado el vello perdurable, que, como es sabido, le crece, con las uñas, a los muertos; descotadas hasta la última costilla o la más prístina grasa, llenos hombros y espaldas milenarios de islas rojas y blancas, como un mapa de los polos”.
            La situación de la mujer llama la atención del periodista y del poeta. “Echarle un piropo a una mujer puede costarle a uno en los Estados Unidos, o la ruina o la cárcel”, escribe Camba. Para él, en la relación entre hombres y mujeres existe en España una relación de justicia que no se da en Estados Unidos: “El marido es tirano en su casa; pero es esclavo en la fábrica, en la oficina o en el taller. Marido y mujer tienen cada uno sus ventajas y sus desventajas”. En Estados Unido, en cambio, “la mujer es libre a expensas del hombre y eso no está bien más que para las mujeres”. Y luego aclara: “Que juegue al póker, que discuta la política, que baile fox-trotsen los cabarets mientras el marido adormece a los chicos; pero que cuando la pisen en el tranvía se defienda con sus propias fuerzas y no se haga al marido entablar un match de boxeo con el autor del pisotón”.
            Juan Ramón supo ver que las mujeres norteamericanas no necesitaban pedir ayuda al marido. Una escena en el metro lo confirma: “La sufragista, de una fealdad alardeada, con su postre mustio por sombrero, se levanta hacia un ancianito rojo que entra, y le ofrece, con dignidad imperativa, su sitio”. Como él ser resiste, ella le coge por el brazo y le sienta “sin hablar, de una vez”.

            En 1916 las mujeres de Nueva York  ya habían comenzado a hacerse dueñas de su destino y eso asustaba al anarquista converso Julio Camba, pero no a Juan Ramón, que se había casado precisamente aquellos días con una de esas mujeres nuevas e imperativas (a la que ya se encargaría él, a fuerza de talento, victimismo e hipocondría, en irla convirtiendo en otra fierecilla domada.)






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