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Ciudades de autor: La Habana de Valente y de Lezama



Desde la terraza del hotel, aquel atardecer de verano, La Habana mostraba su mejor perfil: una desleída acuarela ajena al tiempo. Enfrente tenía la majestuosa cúpula del Capitolio, más alta que la de Washington, según proclamaba orgullosa la guía que me lo enseñó, y la florituras neobarrocas del antiguo Centro Gallego; a uno de los lados, el isabelino paseo del Prado (y al fondo, entrevisto, el Malecón); al otro, el arbolado del Parque Central, torres y terrazas. Todo parecía hermosamente al margen del tiempo; el hedor de las ilusiones putrefactas no llegaba hasta aquella altura.
            ––¡Las utopías revolucionarias! ¿Dónde han quedado? –el viejo escritor con sobria elegancia, al parecer había sido modelo de Armani–. Parecen tan remotas como el paso de Aníbal por los Alpes, que diría Borges. Y sin embargo todos creímos en ellas. Yo el primero. Seguía creyendo cuando me mandaron como auxiliar a una biblioteca de barrio, que tenía que barrer todas las mañanas. Y tengo mis dudas de que la autocrítica de Heberto Padilla fuera forzada, como se dijo. Hubo un tiempo en que todos creímos en la posibilidad de otro tiempo mejor. No solo fue peor, como usted se habrá dado cuenta, sino mucho peor de lo que podríamos imaginar.
            Ahora La Habana parece una vieja decrépita y pintarrajeada de colorines en los edificios restaurados para seducir a los turistas. ¿Ha entrado en alguna librería? ¿En La Moderna Poesía, por ejemplo? Ahora no hay más que media docena de títulos, casi todos publicaciones oficiales, y está atendida por más de media docena de indolentes funcionarios. En otra época no tenía que envidiar a ninguna librería de París. Mucho antes que a Madrid llegaban aquí las novedades francesas.
            ¿Estuvo también ilusionado con la Revolución Lezama Lima? No sabría decirle. Al principio, se dejó querer. Aceptó cargos oficiales, nunca de mucho relumbrón, pero bien pagados para lo que aquí teníamos por costumbre. A él siempre le faltó dinero. Tenía una manera muy peculiar de administrarse. El sueldo del mes se lo gastaba los primeros cuatro días. “Es que así me luce más”, solía decir. “Si yo esos cien pesos los divido en treinta días, son treinta días pobres. Vivo cuatro días como un príncipe y luego me siento en la mecedora a disfrutar de mis libros y mis sueñoe”. Tenía cuenta en las mejores librerías. Iba a pasear por la calle Obispo y volvía por O’Reilly, donde entonces estaban sus favoritas, y las mías. A veces regresaba con  más de cincuenta títulos, todo lo que le había llamado la atención, lo mismo una nueva edición de Las flores del mal que un tratado sobre el orfismo o la cábala. Lo leía todo, o no lo leía, porque yo creo que nunca leyó un libro completo, pero lo olfateaba y lo aprendía por ósmosis. Tenía una erudición fabulosa. Fabulosa en el doble sentido de la palabra. No había que pedirle exactitud ninguna en las referencias o en las citas. Cortázar le corrigió casi todas las de Paradiso; apenas había alguna que no contuviera algún error. Pero era un mago. Te hipnotizaba con su palabra.
            Yo estuve muchas veces en su casa, en un bajo de la calle Trocadero, enfrente precisamente de donde yo vivo ahora. Era estrecha y larga, muy oscura, sin más ventanas que las que dan a la calle y a un pequeño patio al fondo. El cuarto de Lezama estaba lleno de libros amontonados, parecía que en cualquier momento se le iban a caer encima. No le gustaba recibir visitas allí. Sus lugares de encuentro eran los restaurantes y las casas de los amigos o  admiradores adinerados, como la del músico Julian Orbon, a la que él llamaba el palacio Orbón.
            Era asmático, ya sabe. Al principio daba fatiga oírle hablar, pero luego te olvidabas por completo. Se le escuchaba como se escucha la música, dejándose fascinar sin esforzarse en entender. Y era un tragaldabas increíble, capaz de comerse una pierna de cordero entera. Resulta fácil imaginarse lo que tuvo que pasar en los últimos años cuando todo estaba racionado.
            A mí me hablaba con frecuencia de aquel año prodigioso, 1936, en que conoció a su maestro, Juan Ramón Jiménez, y a quien sería su más admirada amiga, María Zambrano. A la discípula de Ortega, recién desembarcada, le dieron un banquete en La Bodeguita del  Medio. Se sentó a su lado un joven de poco más de veinte años, pero ya con el aplomo de quien se sentía superior.
            Los sabios españoles esparcidos por la guerra fueron muy bien acogidos aquí, pero no por los medios oficiales, entonces tan ignorarnes como ahora, sino por los jóvenes y por una serie de burgueses adinerados que no tenían inconveniente en gastar parte de su fortuna en agasajarles y en financiar sus cursos y conferencias. Uno de esos mecenas era Josefina Tarafa, Fifi Taraza, que acogió a María Zambrano y a su hermana y que siguió ayudándolas toda la vida. Siempre que hablaba de aquella época fabulosa, más fabulosa según iban pasando los años, Lezama nos contaba la misma anécdota. Con otros jóvenes estudiantes, fue a pedirle al Rector de la Universidad permiso para que Juan Ramón Jiménez pudiera dar una charla en el Aula Magna. Y él les respondió: “Ya saben ustedes que en un lugar así no puede hablar cualquiera. ¿Ese señor es conocido”. La otra época feliz para Lezama fue la de la revista Orígenes, cuando aquí vivía María Zambrano, cuando por aquí pasó Cernuda, cuando la aparición de cada número, donde uno podía encontrarse a Eliot y Valery junto a Guillén y Juan Ramón, era una fiesta, pretexto para una noche bien comida, bien bebida y bien reída que parecía que no se iba a agotar nunca.


            Luego todo se acabó y todos pusimos nuestro granito de arena para enterrarnos mejor. Heberto Padilla, el de la autocrítica, andaba por Nueva York, lo mismo que Carlvert Casey, que pronto se suicidaría en Roma, y aquí vinieron dispuestos a construir el futuro. No solo nos engañamos nosotros, también las mentes más brillantes de Europa. Se los invitaba con prodigalidad a pasar una temporada en el Paraíso con todos los gastos pagados y ninguno dejó de aceptar la invitación. José Ángel Valente vino en diciembre de 1967. Su encuentro con Lezama resultó trascendental para ambos. Le traía una carta de María Zambrano, con la que Lezama había perdido el contacto. Le alojan, como a todos, en el antiguo Hilton, ahora Habana Libre. Le dan una espléndida suite con vistas al Malecón, ron, tabaco y bombones. Les traen y les llevan, siempre a cuerpo de rey, como se decía antes. Por aquí andaba Blas de Otero, depresivo y con problemas conyugales, más con el Partido que con su mujer cubana. A Valente le acompañaban Caballero Bonald, Alfonso Sastre y los Celaya, a los que no podía soportar y a los que trata de payasetes en un poema tan poco amable como el que dedicó a José Hierro. A Lezama lo vio a poco de llegar durante una cena en el Patio, un restaurante de la plaza de la Catedral. En seguida se le acerca y le pide noticias de María Zambrano, su mentora, su guía espiritual. Lezama hablaba siempre de ir a España, a Bilbao, de donde era oriunda su familia. Pero cuando pudo, no quiso y cuando quiso no pudo. Tras el éxito de Paradiso le invitaban de todas partes, pero nunca consiguió los permisos necesarios. Las cartas que recibía y enviaba pasaban por la censura, muchas de ellas se perdían.  Valente le visitó en su casa tan pronto como las obligaciones oficiales se lo permitieron. Hace poco me trajeron de España su diario, publicado póstumamente, y yo pude conocer sus impresiones de entonces: “La casa es un conjunto abigarrado y extraño de objetos, retratos (el padre y la madre en posición visible, dominante), cuatros y libros. Lezama está enorme, pesado, como un gran ídolo. Su rostro es joven. La Revolución para él es el paso de la riqueza a la pobreza. Pero reconoce que fue un hecho revolucionario auténtico”.
            La poesía de Valente no volvió a ser la misma, no sé si para bien, desde aquel encuentro con Lezama. No, en el jurado del premio famoso a Fuera del juego no estaba Valente. Sí Lezama y un poeta, Manuel Díaz Martínez, que luego se marchó a España y que ha contado todas las peripecias del caso. El libro se publicó, como usted sabe, aunque con escrito reprobatorio; también se publicó Los siete contra Tebas, aunque no se estrenó hasta el 2000, cuando ya La Habana no era la de los años triunfales de la Revolución. Yo he pasado de barrer bibliotecas a ser una especie de gran patriarca de las letras cubanas. Pero la ciudad sigue invivible, salvo para  los turistas, aunque nunca haya dejado de ser hermosa. Hermosa y repulsiva al mismo tiempo. Tiene algo de jinetera repintada que se ofrece al mejor postor.






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