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Ciudades de autor: Turín de Nietzsche y de Pavese

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No nos matamos por amor, nos matamos porque todo amor, cualquier amor, nos revela nuestra miseria, nuestra infelicidad, nuestra nada.
            Estas palabras de Pavese tenía yo en la cabeza la primera vez que fui a Turín, preocupado por las cartas que me escribía un amigo, cada vez más enloquecidas y delirantes,  a la manera del último Nietzsche, el que en aquella ciudad se abrazó a un penco maltratado y perdió la cordura para siempre.
            Volví a recordar aquella historia cuando llegó a mis manos La inmensa soledad, el libro de Frédéric Pajak que recrea el desespero final de Nietzsche y de Pavese “bajo el cielo de Turín”.
            Antes del desastre último, había sido para ambos un lugar propicio a la felicidad. Para el adolescente Cesare Pavese, nacido en un pequeño pueblo, Santo Stefano Belbo, el descubrimiento de Turín supuso pasar “del espacio arcaico del campo al espacio urbano de la modernidad”, como escribió con pedantería uno de sus biógrafos.
            El Turín que Pavese amaba era menos la capital barroca de los Saboya que la nueva ciudad racionalista e industrial inaugurada con la instalación de la Fiat en 1912. Turín era el Liceo, la apertura al mundo de la camaradería viril y la cultura; era un primer maestro, Augusto Monti, con el que seguiría ligado en una perpetua discusión.
            Según el profesor Monti, la literatura nos prepara para la vida, nos hace mejores. Su alumno creía que la literatura es una enfermedad que nos defiende de otra enfermedad peor, la vida, que nos ayuda a escondernos de ella. Y de las mujeres, a las que acabó considerando un pueblo enemigo, como los alemanes.
            El retraído Pavese, el lector impenitente, parecía destinado a ganarse la vida enseñando. Pero un suceso imprevisto le hizo cambiar de rumbo. Un amigo, al que admiraba y envidiaba porque participaba activamente de la oposición antifascista y porque era novio de la mujer que él amaba en secreto, le pidió que guardara unos papeles comprometedores. Fueron descubiertos por la policía y Pavese desterrado a un remoto lugar de Calabria, de la otra Italia, de la que nada tenía que ver con el civilizado norte.
            Pavese se ganó la vida como traductor y trabajando  en una editorial recién creada, Einudi, pronto una de las más importantes de Italia. A los cuarenta y dos años, cuando decidió matarse, era un escritor de éxito. Apreciado desde el comienzo por los mejores, el Premio Strega, concedido ese mismo año le había hecho popular.
            Aparentemente tenía todo lo que quería, pero seguía siendo el adolescente inseguro que no había conseguido solucionar sus problemas con las mujeres. No tenía pareja, no tenía casa propia. Tras la muerte de la madre, vivía en casa de su hermana casada, como un perpetuo estudiante, casi como un realquilado. Apenas participaba en la vida familiar, comía rápidamente, sin mirar lo que comía, sin hablar con nadie, a menudo con un libro en una mano y la cuchara en la otra, y luego se encerraba en su cuarto o se iba a la calle. De sus problemas personales, su hermana no sabía nada.
            Nada sabía tampoco de su último viaje. Le vio preparar la maleta, despedirse con un indescifrable murmullo y bajar apresuradamente a la calle. Era a mediados de agosto, hacía un calor sofocante. Pensó que se iría unos días a la playa con alguno de sus amigos.


            Cesare Pavese, con paso apresurado, llegó hasta la plaza Carlo Felice, la plaza de la estación, pero no se subió a ningún tren. Él iba más lejos y también mucho más cerca. Alquiló una habitación, la 346, en el hotel Roma, el mismo en que se alojó en un principio aquel amigo tras del cual yo fui por primera vez a Turín, el mismo en el que me alojé yo.
            Era invierno, la ciudad estaba cubierta de una delgada capa de hielo y resultaban particularmente acogedores sus anchos e interminables pórticos bajo los que uno podía caminar y caminar sin miedo a los resbalones.
            Nietzsche se alojó, durante los últimos días felices de su vida, no muy lejos de allí, en la via Cesase Battisti. Sus ventanas daban a una plaza enmarcada por el Palazzo Carignano, donde ahora está el museo del Risorgimento y otro que alberga a la Biblioteca Nacional, donde no se si se perdería, como yo, algunas tardes.
            Nietzsche fue feliz en Turín como nunca lo había sido antes; la vida quiso hacerle ese último regalo, uno de los pocos. Todo le gustaba de la ciudad: el clima, la comida, el chocolate caliente que tomaba en los cafés, la música nada wagneriana que escuchaba en los teatros, los hermosos alrededores por los que paseaba cada atardecer. Su rincón favorito estaba en la Galleria Subalpina, muy cerca de su casa, con salida a laos soportales de la plaza del Castello. Se sentía satisfecho. Había coronado su obra con Ecce Homo, donde explicaba cómo había llegado a ser lo que era.
            A mí me fascinaba el Palazzo Madama, me parecía un símbolo de la ciudad. La aparatosa fachada barroca, de Filippo Juvarra, no era más que un telón; la monumental escalera, un trampantojo que no llevaba ninguna parte. Detrás estaba la rudeza del castillo medieval con sus mazmorras y sus húmedos y supurantes secretos.
            ¿Qué secretos escondía Pavese, qué carcoma roía las vigas que sostenían la lucidez de Nietzsche? Mi antiguo amigo del Instituto, al que yo seguía admirando con ese fervor del que solo se es capaz en la adolescencia, con una devoción que uno no pondrá nunca en sus enamoramientos posteriores, se fue a Turín, no tras las huellas de Nietzsche o de Pavese, como yo luego en más de una ocasión, sino atraído por su no sé hasta qué punto exacta leyenda satánica. En una de sus últimos cartas, me hablaba de la iglesia Gran Madre de Dio, en la que se desarrollaban desaforados rituales y sobre la que se aparecería el dragón del Apocalipsis el día del juicio final.
            De que mi amigo había perdido el juicio, como Nietzsche, yo no tenía ninguna duda. Enseñé sus últimas cartas a sus padres, que no recibían ninguna, y estos me rogaron que fuera en su busca y me dieron dinero para el viaje.
            Era invierno, ya dije, y de inmediato, nada más poner el pie en ella, me sentí abrazado, protegido por la ciudad: había grandes cafés, como de otro tiempo, inmensas librerías, hermosas plazas, un interminable paseo arbolado junto al río.
            Dicen que Pavese llamó a varias mujeres a las que conocía para invitarles a la que había decidido que fuera su última cena. Ninguna aceptó. Quiso despedirse del mundo con un plagio y un homenaje. Sobre un ejemplar de los Dialogos con Leucó, su libro sobre mitología, escribió: “Perdono a todos y a todos pido perdón. No cotilleéis demasiado”, las mismas palabras de Maiakovski antes de pegarse un tiro en el corazón.
            A Nietzsche, tras el derrumbe, vino a buscarle un amigo para llevárselo a Alemania. Pasó sus últimos años encerrado en un manicomio mientras su fama crecía y crecía y su hermana manipulaba su obra para convertirle en un precursor del nazismo. Elisabeth Förster-Nietzsche vivió lo suficiente para caer rendida a los pies de Hitler, en quien reconoció al Mesías salvador del mundo.
            A Pavese no le salvó Turín de sí mismo. A mi amigo, a quien encontré convertido en otra persona, tampoco. Le hablé de sus padres: “Este es mi padre y mi madre”, me dijo señalándome la foto de un siniestro farsante, Aleister Crowley, del que yo tenía noticias por su relación con Fernando Pessoa.
            Una ciudad, cualquier ciudad, hermosa o anodina, no es más que un mudo escenario, un lugar de paso, hasta que en ella hemos sido felices o inmensamente desdichados. Nietzsche y Pavese fueron ambas cosas en este Turín de la Sábana Santa y de todos los diablos, uno de los cuales se llevó para siempre a mi amigo y con él lo mejor de mi adolescencia.



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