Domingo, 5 de abril
SI UN MAGO
Si un mago, como en los cuentos, me concediera tres deseos, yo no sé cuáles serían los dos primeros, pero sé cuál sería el último: que siempre me quedara un deseo por cumplir.
Lunes, 6 de abril
POR QUÉ SOY TAN INDISCRETO
Los secretos que no se airean pronto comienzan a oler mal.
Martes, 7 de abril
UN BUEN GUIONISTA
Después de una mañana de clases, trámites y papeleo, mientras espero el taxi que me ha de llevar al aeropuerto, abro el sobre que acabo de recoger en el buzón. Es un breve libro de Luis María Marina. La contraportada dice así: “Ven a Lisboa. En el Terreiro do Paço, toma el tranvía número 25. Apéate en el Largo de Santos. Sigue la Calçada Ribeiro Santos y luego la Rua das Janelas Verdes. Tras caminar unos trescientos metros, verás a la izquierda un caserón noble de dos plantas, rejería verde y fachada en amarillo. Es el Museu Nacional de Arte Antiga. Entra, sube la escalera, atraviesa cuatro salas, gira a la derecha, abre bien los ojos, contempla el tiempo que se sucede eternamente en las Tentaciones de Lisboa”.
Tras dejar la maleta en el hotel, sigo exactamente esas indicaciones y, ante el cuadro del Bosco, pienso que quizá en toda mi vida no he hecho otra cosa que seguir un guion previamente escrito. Y sonrío agradecido al pensar que, después de todo, no es un mal guionista el que a mí me ha tocado en suerte.
Miércoles, 8 de abril
LA MEJOR MEDICINA
"Bueno, de momento no me ha pasado nada que no se pudiera curar con un libro", me digo traquilizado al recordar las peripecias del día. Vine a ultimar unos detalles de un libro que he de entregar estos días y a media mañana ya había resuelto mis dudas. Me las prometía muy felices, sin nada que hacer más que pasear, mirar y admirar.
Como soy tan maniático, desde hace más de veinte años me alojo en el mismo hotel y mis rituales cuando vengo por aquí están muy codificados, aunque suelo dejar un cierto espacio para la aventura. Llegué hasta la Praça do Príncipe Real, con su árbol inmenso y totémico que siempre ha sabido cobijarme bajo sus ramas y recordé la primera vez que estuve bajo él, en 1980. Sintiéndome el rey del mundo, me dirigí hasta otro de mis lugares favoritos, el mirador de San Pedro de Alcántara, y de pronto al cruzar frente al Pabellón Chinés fue como si no pisara tierra firme y me hundiera en lodosas aguas negras. Pasé de la cima a la sima en un abrir y cerrar de ojos, como en un poema de Álvaro de Campos: “Yo, tantas veces despreciable, tantas veces inmundo, tantas veces vil...”
Un instante atrás seguía teniendo la misma edad que en 1980, cuando llegué aquí desde Coimbra, y el mundo me sonreía. De pronto me había convertido en un anciano consciente de que el tren cruzaba las últimas estaciones. Pensé en mi vida, tan desperdiciada; me parecía que, en todas las encrucijadas, había tomado el camino equivocado. Pasé por el largo da Misericórdia, miré distraído el escaparate de alguna librería de viejo y todo lo que exhibían era papel mojado sin interés ninguno. La rutina, el piloto automático, me llevó hasta los Armazens do Chiado (el equivalente o Los Prados o a Las Salesas cuando estoy aquí), bajé hasta la FNAC, como siempre hago, y de pronto un libro me llamó la atención: António Ferro o inventor do salazarismo, de Orlando Raimundo. Siempre he tenido curiosidad por Ferro, a quien me encontré por primera vez en las biografías de Fernando Pessoa, y por Salazar, ese dictador de voz aflautada que no era militar, sino catedrático. Compro el libro, comienzo a leerlo mientras tomo algo en el piso superior y continúo leyéndolo, hasta terminar las casi cuatrocientas páginas, en el Starbucks de la estación del Rossio, al lado mismo de mi hotel.
Tenía poco más de catorce años António Ferro cuando se hizo amigo de Mário de Sá-Carneiro, que apenas había cumplido los veinte. Conoció poco después a Fernando Pessoa y con ambos asistía a las tertulias en A Brasileira y en otros locales de la baixa. Fue uno de los fundadores de Orpheu, incluso llegó a figurar como editor de la revista, aunque Orlando Raimundo, que no le quiere bien, dice que solo para evitar problemas legales, ya que era menor de edad. Pero conocía muy bien la nueva literatura francesa, era admirador de Gómez de la Serna, se interesó muy tempranamente por el cine y por el jazz, escribió el libreto de algún ballet, envió un escandaloso manifiesto a la Semana de Arte Moderna de São Paulo, en 1922 ("Huele a difuntos en Portugal. Nuestros libros son cementerios de palabras, las letras negras son gusanos"), dio una conferencia sobre la muerte, en la que glosaba a algunos suicidas ilustres, y al final hizo ademán de suicidarse allí mismo ante el público... Un tipo curioso, un auténtico modernista (en el sentido portugués de la palabra) que, como tantos, se sintió atraído por el fascismo. Salazar duró poco más de una semana la primera vez que estuvo en el gobierno. La segunda vez no habría durado mucho más tiempo sin el encuentro con Ferro. ¿Cómo consiguió Ferro que buena parte de las mentes más ilustres de Europa elogiaran al dictador, viajaran a Portugal en su apoyo? Se explica fácilmente el caso de Pirandello, pero ¿y el de Maeterlinck, Valery, Elliot? También los vanguardistas portugueses lo apoyaron, comenzando por Almada Negreiros, continuando con Pessoa, muy contento con su premio oficial. Ferro no fue ministro porque no era licenciado y en el formalista Portugal eso no podía admitirse, pero Salazar le puso al frente del Secretariado de Propaganda Nacional, con más poder que ningún ministerio. Las técnicas propagandísticas no las aprendió en Goebbels, el que cuando oía la palabra cultura sacaba la pistola, sino, quién lo iba a decir, en Paul Valery.
Termino el libro, subo a acostarme, olvidado ya de las aguas negras que me aguardan, y mientras llega el sueño me entretengo imaginándome como maquiavélico asesor de algún político. Siempre me ha gustado el poder, y especialmente el poder en la sombra, pero estas son cosas que no le cuento a nadie, ni siquiera a mis mejores amigos.
Jueves, 9 de abril
EN LA MOURERIA
Me pierdo por las calles empinadas y estrechas de la Moureria. Están llenas de homenajes a los grandes nombres del fado, esa tristeza que se canta, como lo definió alguien. El fado ya existía antes del Estado Novo, claro está, pero era una canción de pobres y gentes de mal vivir. Incluso en un principio se trató de erradicar porque daba mala imagen de Portugal. Fue António Ferro quien hizo que las cosas cambiaran y se sirvió para ello de Amália Rodrigues, a quien convirtió en estrella con dos películas promocionales, Capas negras, de Armando de Miranda, y Fado. História de uma Cantadeira, de Perdigão Queiroga. Mientras subo y bajo, sin nada que hacer, sin ir a ninguna parte, escucho la voz de Amália y recuerdo, con Machaco, que también la verdad se inventa y con Pessoa que el mito es la nada que es todo.
Viernes, 10 de abril
EL GESTO DE LA MUERTE
Me sigue fascinando el personaje de António Ferro. Casi todas las centenarias tradiciones portuguesas son un invento suyo. Él convirtió al fado y al gallo de Barcelos en símbolos de Portugal, y hasta hay quien dice que el centenario Manuel de Oliveira, recién fallecido, fue también creación suya.
Era hedonista, vanidoso, despilfarrador, gustaba de hombres y de mujeres, era todo lo contrario del puritano y sacristanesco Salazar, que no gustaba de hombres ni de mujeres. Cuando Marcello Caetano, su rival en los favores del dictador, le sucedió como factótum del régimen, pidió ser nombrado embajador en París, la ciudad de sus sueños, donde tenía tantos amigos. Le enviaron a Berna.
Murió de improviso una noche de noviembre de 1956. Se le descubrió una hernia epigástrica y se decidió intervenirle quirúrgicamente. El día antes le llamó Salazar para decirle que no se operara, insistió en ello. Pero los médicos y los familiares pensaron que era la mejor opción. El propio Ferro llamó a Salazar para explicarle por qué no había aceptado su consejo.
La operación debería haber sido en el Hospital de San Luis de los Franceses, a dos pasos de su casa, pero Ferro se acordó de que en él había muerto, otro noviembre, su amigo Fernando Pessoa y temió que le ocurriera lo mismo. Le operaron en otro hospital, el de San José. La operación fue un éxito, pero de pronto se declara en la madrugada una infección; no se consigue localizar al médico que había operado.
El médico estaba, al parecer, celebrando el éxito de la intervención con unas prostitutas y no había ningún otro especialista de guardia en el hospital. Hay quien dice que fue Marcello Caetano quien se preocupó de que no los hubiera, temeroso de que Salazar volviera a llamar al inmoralista Ferro, amigo de homosexuales, quizá homosexual él mismo, a su lado. Y que el dictador presintió algo o fue avisado por su echadora de cartas, Maira Emília Vieira, en quien tenía casi tanta fe como en la Virgen de Fátima.
Sábado, 11 de abril
PARA UN AUTORRETRATO
Era tan rápido que a veces, al ir a hacer un recado, se tropezaba consigo mismo, ya de vuelta.
Estaba tan enamorado de sí mismo que tenía celos de todas las personas que se le parecían.
Descubrió que no era quien creía ser y le gustó la persona que se escondía tras su apariencia rutinaria.