Domingo, 2 de noviembre
LA LLUVIA, LA OSCURIDAD, EL FRÍO
Ya se han acabado los hermosos días del otoño; ya están aquí la lluvia, la oscuridad, el frío. Llega el momento de encerrarse en casa, encender un buen fuego, abrir un libro, contar viejas historias.
Dentro de mí todavía luce el sol. ¿Por cuánto tiempo?
Lunes, 3 de noviembre
HACIA OTRA ESPAÑA
Una España se derrumba con estrépito. Algunos se empeñen en mirar para otra parte y hacer como si no pasara nada; otros se dedican a apuntalar las ruinas. De poco les va a servir. Mejor dejar que todo se venga abajo y preparar los planos para construir de nuevo.
Y procurar que los escombros no nos caigan encima…
Martes, 4 de noviembre
UNA SALUD DE HIERRO
“Claro, como tú no has estado enamorado nunca…”, me dice un amigo al darse cuenta de que no tomo demasiado en serio sus quejumbrosas confidencias sentimentales.
––¿Yo? Muchas veces. Pero se me pasa pronto. Tengo una salud de hierro.
Miércoles, 5 de noviembre
SIGO ESTANDO CONTIGO
Me gustan las historias de fantasmas, como a todo el mundo, aunque no crea en ellos. O sí. Pero no están fuera, aunque fuera los veamos, sino dentro de nosotros. Hace tiempo que no se me aparece ninguno. La última vez fue en Nápoles, una ciudad a la que iba con frecuencia, pero a la que desde entonces no he vuelto. Pasaba yo allí unos días solo y en seguida establecí mi rutina, como siempre hago. Cada día, visitaba un lugar ya conocido –el Museo Nazionale, San Gregorio Armeno, las tumbas de Virgilio y Leopardi– y me perdía luego por estrechas y empinadas callejuelas dejando que el azar me sorprendiera con algún desconchado palacio o una iglesia de sucia y oscura fachada que de pronto se abría a un deslumbrante interior barroco. Cenaba ligeramente y después, antes de regresar al hotel, tomaba algo en el Gambrinus con un libro sobre la mesa y el cuaderno de notas. Tenía mucho que anotar. Nápoles es una ciudad inagotable. Cada día traía nuevos descubrimientos, incluso en aquellos lugares que creía más conocidos. Una noche, el café ya casi desierto, noté que una mujer me miraba desde una mesa cercana. Alcé los ojos. Ella no desvió los suyos y me sonrió. Me parecieron obvias sus intenciones, así que, sin devolverle la sonrisa, sin hacer ningún gesto de complicidad, volví a concentrarme en mi trabajo. Al poco, se había sentado a mi lado, sin siquiera pedir permiso. Seguía sonriendo, a pesar de mi gesto sorprendido y adusto. “No te enfades”, me dijo acariciando una de mis manos. Me puse bruscamente de pie. “¿Nos conocemos, señora?” Ella siguió sentada y sonriendo. “Claro que nos conocemos. Sigues siendo el de siempre. Te asustan las mujeres”. Yo me volví a sentar. “Me asusta todo lo que no comprendo”. “Pobre niño mío”, dijo. Y me acarició el pelo, el poco pelo que me va quedando. Me sentí, efectivamente, como un niño que necesita que le mimen. Miré a mi alrededor, avergonzado, pero estábamos solos en uno de los salones del café, rutilante en sus oros y palaciegas cornucopias. ¿Qué edad tendría aquella mujer? Cuando me miró la primera vez me pareció casi de mi edad. Ahora, su cara muy cerca de la mía, no tendría ni veinte años. Me recordaba a alguien. Y de pronto recordé a quién. A la virgen adolescente que sostiene a Cristo en la Pietà de Miguel Ángel. A mí mismo me pareció absurda aquella comparación, pero su piel se había vuelvo cada más blanca, se trasparentaban las venas. En aquel momento entró un grupo ruidoso en el café solitario. Eran turistas españoles y hablaban a gritos. Yo aproveché para marcharme. La mujer no vino conmigo. Tampoco se quedó allí. Cuando me quise despedir, ya no estaba. Pero antes de irse, no sé cómo ni cuándo, había escrito algo en mi cuaderno. Un verso de no sé qué poeta (creo que yo lo incluyo en El amor en poesía): “Donde quiera que estés, sigo estando contigo”.
Sigues estando conmigo y no dejo de verte aunque no haya vuelvo a verte.
Jueves, 6 de noviembre
DE LA MISMA PERSONA
De vez en cuando he de hacer una saca forzosa de libros. La última fue cuando la asistenta metió en bolsas todos los que se amontonaban en la cocina y me dio un ultimátum: “Si quiere que planche y cocine, o los libros o yo”. Llamé a Valdés para que se los llevara sin siquiera mirarlos. Y hoy, trasteando en su librería, me encuentro con un elegante cuaderno, me parece que regalo de Ana Vega, todo garabateado de “ocurrencias” (así las llamo en el título) que había olvidado por completo. Seguramente procede de esa obligada limpieza de la cocina de casa. No sé si mis ocurrencias son muy ocurrentes; sé que, al menos para mí, no resultaron muy memorables. Copio las primeras páginas.
Me gusta contarlo todo, no callarme nada, pero guardar mis secretos hasta la tumba y más allá.
La diferencia entre el intelectual y el hombre de la calle es que el segundo suele ser más inteligente.
Casarse solo una vez es como no haberse casado nunca; al matrimonio empieza a cogérsele el gusto cuando vamos por el tercero o el cuarto.
Todo lo que sabemos de la realidad no es más que un conjunto de fantasías.
Lo que más importa aprender nadie lo sabe enseñar.
¡Qué llenos de prejuicios están siempre los demás!
Dime cómo son tus vecinos y te diré cómo eres.
No me hables de ti, háblame de quien detestas y entonces sabré todo lo que quiero saber de ti.
Abro de par en par las puertas de mi casa y no entra nadie; las cierro y todo el mundo quiere entrar.
Tenía un pequeño amor al que no daba ninguna importancia; fue, ahora lo sé, el gran amor de mi vida.
Soy tan miedoso que me asusta mi propia sombra; en realidad es lo que más me asusta, casi lo único que me asusta.
Me cuesta estar donde estoy; casi siempre estoy en otra parte.
Hay mentiras que no son más que verdades disfrazadas para no asustar.
Temo al amor como a una enfermedad mortal.
Hay escritores tan indiscretos que nos cuentan lo que ni siquiera nosotros sabíamos de nosotros mismos.
Soy el centro del mundo, como todo el mundo.
Una mujer me dijo: “Estoy enamorada de ti”. “Somos rivales –le respondí–, estamos enamorados de la misma persona”.
iernes, 7 de noviembre
UNA VIEJA PARÁBOLA SUFÍ
Érase una vez un anciano a la entrada de la ciudad. Un forastero se acerca a él: “Nunca he estado aquí. ¿Cómo es la gente?”. El anciano contesta con otra pregunta: “¿Cómo era los habitantes de tu ciudad?”, “Egoístas y malos, por eso me marché de ella”, “Pues así es la gente de aquí”.
Algo más tarde otro forastero se acerca al anciano: “Acabo de llegar a esta ciudad. ¿Cómo es su gente?”. La respuesta es una pregunta: “¿Cómo era la gente de la ciudad de donde vienes?”, “Buena y acogedora. Allí tenía muchos amigos. Me dio pena separarme de ellos”, “Pues aquí encontrarás a esa misma clase de personas”.
Un mercader que estaba dando de beber a sus camellos, tras escuchar las dos conversaciones, se acercó al anciano, que tenía fama de sabio, y le dijo en tono de reproche: “¿Por qué has dado dos respuestas distintas a la misma pregunta?”, “Porque cada uno, vaya donde vaya, ve siempre lo que lleva en su corazón”.
Sábado, 8 de noviembre
DERRIBAR MUROS
Mañana se cumple un cuarto de siglo de la caída del muro de Berlín y se vota, contra viento y marea, en Cataluña. Hermosa coincidencia. La libertad no hace a los hombres felices; los hace, simplemente, hombres.