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Desnudos en el Paraíso

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No, no es cierto que yo alguna vez fuera abducido por extraterrestres, como he contado en más de una ocasión y con tan minuciosos detalles, incluso hay libros que se refieren a mi historia y alguno de los contertulios de Cuarto Milenio ha aludido a ella.
            Las cosas ocurrieron de manera muy distinta. Debía de tener yo once o doce años y una tarde de verano, cuando todo el pueblo dormía la siesta, salí de casa sin avisar a nadie y me fui a nadar al río. El agua estaba fresca, transparente, estupenda, y tenía todo el charco del puente para mí solo. No me llevaba entonces muy bien con los demás, ni con los adultos ni con los otros niños, y únicamente era feliz en los momentos de soledad. Estaba ya tendido sobre la hierba, secándome al sol, con los ojos cerrados, en un estado de grata somnolencia, cuando me llamaron ellos. Estaban arriba, en lo alto del puente, eran delgados y altos y tenían una especie de halo dorado alrededor de la cabeza. No se asemejaban a nadie que yo hubiera conocido hasta entonces; parecían criaturas de otro mundo.
            Conté luego que me llevaron hasta un platillo volante y que vi Aldeanueva desde lo alto, con sus dos iglesias y la parte de Arriba y la de Abajo,  y la carretera que lo atravesaba y que se perdía en el horizonte a un lado y a otro, y vi también los pueblos de los alrededores: Gargantilla, Segura de Toro, Casas del Monte, Abadía… Y en abadía, cerca del río, los restos del palacio que, según supe después, había alojado a Garcilaso y había sido cantado por Lope de Vega.
            Las cosas fueron más prosaicas que lo que mi fantasiosa imaginación de niño solitario contó después, al regresar de las vacaciones, a mis compañeros del instituto Carreño Miranda. Claro que ahora, transcurrido medio siglo, la realidad no me parece menos prodigiosa ni menos maravillosa que mis fantasías.
            Las cosas ocurrieron de la siguiente manera. Desde lo alto del puente me llamaron aquellas dos sorprendentes criaturas. Me puse rápidamente la ropa sobre el bañador todavía húmedo y subí hasta donde estaban ellos. Eran un hombre y una mujer, rubios, de ojos azules, él muy alto y fuerte, ella casi tan alta como él; entonces me parecieron muy mayores, aunque no debían de tener más de veinte años. Apenas hablaban algo de español, pero poco a poco lograron hacerse entender.
            Fui con ellos hasta donde estaba su coche averiado, a la salida del pueblo, un poco más allá de la casa del médico, con su banco de mármol y sus granados a la puerta. El coche era un descapotable inmenso, de llamativos colores, deslumbrante, como yo no había visto nunca, ni siquiera en las películas. No me extraña que lo convirtiera en una extraña nave espacial.
            Habían buscado a alguien para que pudiera arreglar la avería, pero era la hora de la siesta y Aldeanueva del Camino se convertía en un pueblo fantasma. No había nadie en la calle, las puertas estaban atrancadas, las persianas bajadas. Tras dar una vuelta, sorprendidos y algo asustados, tomaron el camino del río y allí me vieron a mí, que también parecía aletargado junto al agua. Respiraron aliviados al comprobar que yo, al menos, estaba vivo, y dispuesto a ayudarles. Les señalé la casa del mecánico del pueblo. Tardó en abrir y apareció en la puerta con muy malos modos. Luego pensó en lo que podría cobrarles a aquellos extranjeros y se dulcificó algo. Por entonces pasaban muy pocos turistas por la carretera y ninguno se detenía en Aldeanueva a no ser por causa de fuerza mayor.
            La avería iba para largo. Tardaría unas horas, había que pedir una pieza de recambio a Hervás. Los turistas se encogieron de hombros y pensaron en qué podían emplear el tiempo en aquel lugar en el que ni siquiera había un bar abierto. A ella se le ocurrió ir a darse un baño al río. Me pidieron que fuera con ellos. Yo ya me había bañado y no me apetecía demasiado hacerlo de nuevo, pero no me arrepentí de acompañarles. Se desnudaron entre gritos risueños y se metieron en el agua. Se desnudaron por completo. Yo me asusté. Sabía que aquello era pecado y que además era delito. Si los veía la pareja de guardias civiles del pueblo, se los llevarían al calabozo. Pero era la hora de la siesta y en aquel tiempo (al menos en mi recuerdo) hasta los guardias civiles dormían la siesta. Estábamos solos en el mundo. Chapoteaban en el agua y el sol se reflejaba en sus cuerpos. Parecían Adán y Eva en el paraíso. Un paraíso no sin serpientes porque una se acercó reptando entre la hierba; yo la alejé de allí a pedradas. Tenía muy buena puntería entonces.
            Conté luego la historia de los extraterrestres, no sé por qué. Quizá para no contar lo que de verdad ocurrió, que todavía no me atrevo a contar del todo y que desde entonces ha vuelto a ocurrir en mis sueños incontables veces.



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