Quantcast
Channel: Café Arcadia
Viewing all articles
Browse latest Browse all 711

Turín, el diablo y las sirenas

$
0
0

“Hoy en día ya nadie cree en las sirenas”, leo en un libro de Massimo Polidoro dedicado a desmontar los falsos misterios que tanto juego dan en algunos programas de televisión y en las páginas veraniegas de los periódicos. Hay, sin embargo, muchos testimonios de su existencia y durante el siglo XIX era frecuentes exhibirlas en los circos vivas y saltarinas, mientras que su cadáver momificado se conservaba en los gabinetes de curiosidades científicas. El Museo Municipal de Historia Natural de Milán conserva una de esas momias. Dicen que es una elaborada falsificación: los dientes son de peces y las uñas tal vez de algún pájaro; conserva el pelo y las escamas.
            Es posible que la sirena que yo vi en Turín también fuera una hormonada falsificación, pero no estoy muy seguro. Turín es una ciudad apacible, de amplias calles porticadas, abundante en librerías, cafés y palacios. Su fama, sin embargo, resulta un tanto siniestra: en ella se volvió loco Nietzsche, se suicidó Pavese y dicen que es uno de los lugares predilectos del diablo.
            Yo fui a Turín porque me enteré que allí se conservaba el cadáver de una sirena, no de las que seducían a los marineros en tiempos de Ulises, mitad pájaro, mitad mujer, sino de las que todavía proliferan en las películas populares y en los cuentos infantiles. Al diablo no le tenía miedo, o sí. Siempre recuerdo una frase que oí no sé donde: “Confío en los hombres, pero desconfío del demonio que todos llevamos dentro”.
            Al diablo no lo encontré en Turín y sí a la sirena, salvo quizá al diablo que yo había llevado conmigo. Las cosas ocurrieron de la siguiente manera. Por entonces preparaba yo un estudio sobre el mito de las sirenas en la poesía renacentista. Presenté parte de las conclusiones en un congreso en Roma y, en una distendida charla entre sesión y sesión, una profesora a la que me acababan de presentar me dijo que en la casa de su marido, en Turín, se guardaba, desde tiempos inmemoriales, el esqueleto de una sirena. Yo sonreí escéptico; ella se comprometió a hacer que me lo enseñaran si algún día iba por esa ciudad. Me dio su tarjeta para que la llamara.
            Y no habían pasado ni tres meses cuando, aprovechando un puente festivo, ya estaba yo en Turín. Soy así de obsesivo. No podía dejar de pensar en las sirenas y en ese esqueleto. Llamé a la profesora que conocí en Roma; estaba pasando un semestre en no sé qué universidad de Chicago, pero no importaba, ella advertiría a sus suegros y no tendrían inconveniente en recibirme en su casa y mostrarme la sirena.
            Vivían en el piso principal de un palazzo destartalado cerca del río, casi en las afueras de la ciudad. Quedamos en que los visitaría al día siguiente, a las doce de la mañana. Aquella tarde paseé hasta allí para estar seguro de que no me perdería; me detuve un rato contemplando la fachada; el piso parecía abandonado. La impaciencia me impedía dormir. Casi de madrugada dejé el hotel, al lado de la estación, muy cerca del hotel Roma en que murió Pavese, y salí a tomar un poco el fresco. Había un local abierto, de los que yo no suelo frecuentar, pero no sé, o no sé quién, me incitó a entrar. Tomé una copa y luego otra; llevaba ya tres, y no estoy demasiado acostumbrado a beber, cuando se me acercó una sirena no menos seductora que las de carne y pescado. El resto de la noche lo he olvidado por completo, o eso quiero creer. Me desperté en la habitación de mi hotel ya bien entrada la tarde. Me dolía la cabeza. Tardé en acordarme de la cita. Llamé para disculparme. Nadie cogió el teléfono. Recordé algo y miré en el mío: aparecieron varias fotografías que me había hecho a mí mismo en compañía de un ser seductor, como de otro mundo, tal como yo hasta entonces solo había visto en sueños; nuestras cabezas, juntas y sonrientes. Tuve un mal presentimiento y busqué mi cartera. El dinero en efectivo había mermado algo, pero allí estaban todas las tarjetas de crédito.
            Al día siguiente volvía para Asturias. Llamé varias veces a casa de los familiares de la profesora. Nunca contestó nadie. Quizá habían marchado de fin de semana. Dejé un mensaje disculpándome.
            Al regresar no tenía la sensación de haber perdido el tiempo. Me quedó la sospecha de si, como afirma Massimo Polidoro, cofundador del Comitato Italiano per il Controllo  delle Affermazioni sul Paranormale, todos los restos que se conservan de las sirenas son falsificaciones o si hay alguno verdadero. De lo que estoy seguro es de que las sirenas, mitad carne y mitad pescado, o quizá ni carne ni pescado, existen. Y que yo, en Turín, pasé la noche con una. A veces conviene hacerle caso al diablo que todos llevamos dentro.



Viewing all articles
Browse latest Browse all 711

Trending Articles