Quantcast
Channel: Café Arcadia
Viewing all 718 articles
Browse latest View live

A buen entendedor: Un error necesario

$
0
0

Domingo, 15 de diciembre
REGALOS

Una de esas mañanas luminosas en las que el mundo parece estar bien hecho. Dejo a un lado el mercadillo de Campillín, con su amontonamiento de trastos viejos y de enigmáticas lenguas y de vidas difíciles, y camino por la solitaria parte alta del empinado parque entre los oros del otoño; al fondo, erguida sobre los tejados, sin poder competir con los esbeltos árboles, la torre de la catedral.
            Me dejo acariciar por el sol tibio y busco el camino más largo para volver a casa. De pronto, sin que me dé yo cuenta, el ritmo de mis pasos se acompasa al ritmo del endecasílabo:
            Tengo en las manos todo lo que tuve / y todo lo que quise y no fue mío,
un amor, una casa, un monte, un río, / un cielo muy azul sin una nube.
            Estoy ahora donde nunca estuve / y en el cansado espejo un rostro espío / y le miro llorar mientras yo río / y un frío mortal hasta mi pecho sube.
            Te miro a ti mirarme enamorada / y me sé Dios, el Dios en quien no creo, / un Dios vuelto a ser hombre y sombra y lodo.
            Todo lo tengo entre mis manos, nada / que valga lo que el sueño y el deseo. / Porque la nada vale más que todo.
            Llego a casa, enciendo el ordenador, escribo los versos. “Contad si son catorce y está hecho” me digo con Lope. ¿Tienen algún mérito los versos que se escriben solos? Si lo tienen, no es mío. Yo me limito a recibirlos como un regalo más de este domingo de otoño en que el mundo parece estar bien hecho.


Lunes, 16 de diciembre
LOS PELIGROS DE INTERNET

Hay quienes toman todas las precauciones posibles para proteger su intimidad, pero ni aun así consiguen que le interese a nadie.

Martes, 17 de diciembre
ESTAR DE MÁS

Leo un artículo titulado “La paranoia, un mal menor”. Y recuerdo un libro de Carlos Castilla del Pino, El delirio, un error necesario. Preferimos pensar que nos espían, que nos persiguen porque eso nos resulta más consolador que reconocer la verdad. Que somos insignificantes, que no interesamos a nadie, que no hay quien se preocupa de nosotros.
            Pero yo no soy capaz, como mi buen amigo José Luis Piquero y tanta otra buena gente, de engañarme viendo en Facebook a un Gran Hermano que lee todos los mensajes privados que envío e incluso aquellos de los que me arrepiento y borro antes de enviar.
            Todavía, no. Pero acabaré así, me temo. Envejecer es estar de más. Y qué consolador pensar que Alguien, en la omnipresente red, no nos pierde de vista.

Miércoles, 18 de diciembre
INEVITABLE

Resulta inevitable que los demás siempre nos defrauden. Se empeñan en hacer lo que a ellos les interesa hacer y no lo que a nosotros nos interesa que hagan.


Jueves, 19 de diciembre
CAMINITO DE AVILÉS

“Pero es que a ti nada te gusta más que llevar la contraria”, me dice mi amigo Ángel mientras, en una oscura tarde de perros, me lleva hacia Avilés a una lectura poética minuciosamente organizada por mi amiga Marian Suárez.
            ––Te equivocas. Hay algo que me gusta todavía más: que me lleven la contraria. Así no tengo la mala conciencia de ser yo quien inicia el debate. Porque a la gente eso de que intenten demostrarle que no tiene razón no suele hacerles demasiada gracia.
            ––Especialmente si te empeñas en tenerla siempre tú.
            ––Pues ahora me empeño en todo lo contrario.
            –-No te creo.
            ––Ya sabes que soy un hombre de obsesiones. Antes creía que a los sesenta años dejaba de aprenderse y me angustiaba llegar a esa edad. Ahora que la he rebasado me aterroriza otra idea, la de que llega un momento en que el cerebro pierde toda flexibilidad, es incapaz de cambiar de ideas, los datos de la realidad dejan de afectarle. Es una obsesión bien fundamentada. La pongo a prueba con toda la gente de más edad que yo que conozco. No importa que sean personas activas, brillantes, de muy varios saberes, como mi admirado José Manuel Feito. “Es que hubo un tiempo –me dice tras discrepar yo de un poema suyo contra la llamada “memoria histórica”, esto es, contra la “moda” de enterrar dignamente a los familiares vilmente asesinados– en que ser rojo estaba mal visto, era peligroso. Pero es que ahora hemos pasado al extremo contrario. Ahora lo que no se puede decir públicamente sin que te insulten es que eres de derechas. Y vamos a ver, ¿cómo no va a tener uno todo el derecho del mundo a ser de derechas como otros lo tienen a ser de izquierdas?”. Al principio creí que bromeaba. Luego vi que hablaba en serio y yo le mencioné el gobierno que tenemos, Abc y La Razón, ciertas tertulias televisivas… Pero la siguiente vez que nos encontramos volvió a salir el tema y volvió a repetir la misma falacia: que ahora la gente de derechas  vive tan perseguida como en tiempos de Franco quienes eran de izquierda. Más pronto o más tarde todos nos volvemos invulnerables a la realidad y al rigor de la argumentación, amigo Ángel. Por eso yo ahora, cuando discuto con alguien, presto mucha atención a lo dice, trato de ver si tiene razón y, si la tiene, nada me alegra más que rectificar. Respiro aliviado cuando compruebo que todavía soy capaz de cambiar y reconocer mis errores.
            ––Pues yo no te he visto hacerlo nunca.
            ––Bueno, tampoco es algo que ocurra muy a menudo. Pero ocurre.
            ––Entonces supongo que le pedirás disculpas a Rodrigo Olay por haber sacado su nombre a relucir con motivo del Adonais.
            ––Hombre, no, todavía no he llegado al extremo de fingir que estoy equivocado para rectificar y demostrarme así que aún tengo vida intelectual.
            ––También andas discutiendo en otro blog con José Luis Piquero. ¿Cuántas discusiones eres capaz de mantener a la vez?
            ––No muchas, tres o cuatro. Eso en la vida real no es posible, pero en Internet sí. Es como jugar varias partidas de ajedrez al mismo tiempo. Me divierte. Además en el mundo virtual tienes la ventaja de que, si haces sangre a tu contrincante, la sangre no te salpica.
            ––Creo que José Mateos y Piquero presentaban Internet como una amenaza, como un mundo en el que estamos continuamente vigilados, un riesgo para nuestra intimidad. No entiendo que no estuvieras de acuerdo. No me negarás que lo tuyo, a veces, es discutir por discutir.
            ––Es que una cosa es el aprovechamiento de los “big data”, de los muchos datos que se almacenan en Internet, para fines comerciales o de otro tipo, y otra la intrusión en la intimidad. Yo reservo hoteles con cierta frecuencia en determinadas ciudades y, como consecuencia de ellos, me llega publicidad con descuentos hoteleros. Pero todo es automático. Nadie hay al otro lado, en el centro de la Red, diciendo “hombre, este García Martín ya se va otra vez a Venecia, qué andará maquinando por allí, nada bueno, seguro”. A mí, la verdad, del espionaje que pueda hacer el gobierno norteamericano de mi correo privado me preocupo poco. Claro que puede violarse el secreto de las comunicaciones, pero lo mismo en Internet que en el correo ordinario.
            ––O sea, que a ti no te preocuparía que tu intimidad estuviera expuesta a la vista de todos.
            ––En absoluto. Yo no soy Belén Esteban, y bien que lo siento. En mi caso, nadie se tomaría la molestia de mirar.


Viernes, 20 de diciembre
PASEOS

“Nadie sabe quién es Elena Ferrante” se lee en la solapa de Un mal nombre, segunda entrega del tríptico napolitano que comenzó con La amiga estupenda. No sé si el misterio sobre la autora añade algún interés a esta fascinante historia sobre dos amigas y el Nápoles de los años sesenta. Yo me la imagino como su personaje, Elena Greco, Lenù, la amiga que marcha a estudiar a Pisa y acaba escribiendo una novela, quizá esta que estamos leyendo. Antes de irse, da un paseo que es una despedida de su ciudad: “Crucé la via Garibaldi, subí por los Tribunales y en la piazza Dante tomé un autobús. Fui hasta el Vomero, primero pasé por la via Scarlatti, luego por Villa Santarella. Después bajé en el funicular hasta la piazza Amedeo”. Y yo la sigo en ese paseo y me detengo un rato en el mercadillo junto al Castel Capuano y luego entro a admirar una vez más el Caravaggio del Pio Monte della Misericordia y compro libros en Porta dell’Alba… También yo recorro las calles apacibles y burguesas del Vomero y luego desciendo en el funicular hasta la piazza Amedeo, la única plaza vertical del mundo.
            Sigo siendo el niño solitario que, en cuanto puede, se escapa de casa en busca de aventuras. En las novelas, en las películas, me gusta acompañar a los personajes en su deambular por las ciudades que amo. Y no perdono el más mínimo error topográfico. Antes de llegar por primera vez a Lisboa, Nápoles o Venecia, ya me sabía el plano de esas ciudades de memoria. Para estar en ellas no necesito estar en ellas. Parece que estoy siempre en el mismo lugar y estoy siempre practicando mi deporte favorito: dar la vuelta al mundo en ochenta sueños.

Sábado, 21 de diciembre
EL OJO DE DIOS

Yo también, como cualquier persona, tengo mis paranoias y mis consoladoras fantasías. Cuando era niño, creía en Dios, un Dios que lo veía todo y que nunca dejaba de observarme. Ahora creo en la posteridad. Vivo como si, después de mi muerte, un futuro Ian Gibson fuera a escribir mi biografía en dos tomos de más de mil páginas cada uno, vivo como si mis más mínimos secretos fueran a quedar un día al descubierto. Y por eso me esfuerzo en no hacer nada que pueda avergonzarme. Y por eso agradezco los elogios, pero no los necesito. A mi manera de entender la vanidad los únicos elogios que le interesan son los que pueda recibir dentro de cien, doscientos o mil años.
            La paranoia, un mal menor; el delirio, un error necesario. Pero yo tengo la suerte de que mi paranoia y mi delirio molestan poco (o eso creo) y me ayudan a ser mejor. Y además no hay desengaño posible, nunca tendré ocasión de comprobar lo equivocado que estaba (en caso de que lo estuviera, que no creo).



A buen entendedor: Qué poco me va quedando

$
0
0

Domingo, 22 de diciembre
VOCACIÓN Y HOMENAJE

Algo tengo de periodista, sin serlo. Para escribir no necesito un lugar aislado, sin ruidos, sin nadie que me moleste. Soy una persona tranquila y solitaria por eso no me hacen falta encontrar tranquilidad ni soledad. Las llevo puestas.
            Puedo escribir perfectamente en cualquier parte, siempre que tenga algo de qué escribir, naturalmente. Mis problemas vienen porque con demasiada frecuencia no se me ocurre nada. En cuanto se me ocurre de qué hablar, lo demás viene solo. No soy un purista ni un estilista. Tampoco me preocupa la corrección gramatical, como nunca le ha preocupado a un verdadero escritor ni a un hablante de su lengua materna. “La gramática soy yo”, podría decir parafraseando a Luis XIV.
            ·Escribo estas líneas, casi por inercia, en el Caffè di Roma, del centro comercial Los Prados –entre el barullo de las conversaciones, y el ir y venir de los niños en medio de las mesas, y el llanto cuando se caen al suelo, y el grito de las madres que les llaman la atención–, después de redactar mi colaboración para el homenaje a Ana de Valle que se celebrará en enero.
            Hace ya treinta años de su muerte, en Bélgica, donde vivían sus hijas, y alguno más desde que dejamos de verla, miope y minúscula, ir de un lado para otro por las calles de Avilés.
            Yo sentía más afecto por la persona que admiración por sus versos, y ella lo sabía y no le importaba. Representante de una España que pudo ser, la de la República, antes de tiempo y casi en flor cortada, autodidacta, luchadora, única mujer en un mundo de hombres, el de la intelectualidad avilesina de preguerra, conoció el exilio, la separación de sus hijas (que acabaron adoptadas por otra familia), la vuelta temerosa con todas las alas cortadas. Vivió austeramente de su taller de encuadernación, al comienzo de la calle Galiana, se olvidó de todos sus ideales políticos y reivindicativos, siguió escribiendo para sí misma. Fue descubierta en los setenta por los poetas más jóvenes, volvió a publicar, se creó un premio con su nombre.
            Su recuerdo me lleva a otro, del que nunca hablo, del que todavía no puedo hablar, y escribo un posible epitafio: “No me lloréis. / Solo he cambiado de casa. / Sigo viva en vuestro corazón”.
            Sigue viva en mi corazón. Si estuviera solo, se me llenarían ahora los ojos de lágrimas. Pero soy incapaz de llorar en público, salvo en el cine.
            Guardo el iPad, pago mi café y voy a sacar la entrada para Doce años de esclavitud. Me gusta ser fiel a mis costumbres y la de los domingos, desde que tenía diez o doce años, incluye la sala oscura y la magia de la pantalla grande (las otras pantallas no son menos mágicas, por cierto).
            Sí, seguro que yo tengo bastante de periodista. El desdén por las florituras estilísticas y la falta de imaginación, por ejemplo. Podría haber sido un perfecto cronista municipal.


Lunes, 23 de diciembre
UNA FELICIDAD

Cuando no tengo nada que hacer, hago frases.
            Si no tuviera defectos, ¿quién me iba a querer?
            Si no dijera de vez en cuando alguna solemne tontería, ¿quién me iba a aplaudir?
            Qué deprimente comprobar, tras una larga vida laboriosa, que nadie nos odia.
            Morir es una tragedia; estar muerto, una felicidad.


Martes, 24 de diciembre
CONTRA EL TIEMPO

No me gustan estos días especiales, tan propicios a la melancolía. Creo que a nadie le gustan, pero todos disimulamos como podemos.
            El tiempo y yo libramos un combate desde siempre. Él se empeña en que todo cambie; yo, en que todo siga igual.
            Ganará él, por supuesto, pero yo todavía no me doy por vencido.
            Sigo cenando, como cada año desde hace ya más de medio siglo, en Avilés. Y aún sigue habiendo niños en casa. Aún la navidad sigue siendo navidad.
            Y luego, bajo los solitarios soportales de Rivero, me voy a dormir al hotel Ferrera. Un rito que me he inventado. Ya se sabe que, como escribió Ortega, el hombre es el único animal para el que lo superfluo resulta imprescindible.


Miércoles, 25 de diciembre
CUMPLIR SUEÑOS

Ese fenómeno meteorológico de llamativo título, la ciclogénesis explosiva, sin quisiera asomar por Avilés, me ha hecho un inesperado regalo. Me despierto temprano, como cada día, desayuno solo en el comedor del hotel (me gusta este silencio en días de barullo) y luego salgo a pasear por el parque Ferrera, ya iluminado por un fresco sol. Me sorprende no ver a ninguno de los habituales madrugadores haciendo ejercicio. Pronto compruebo la razón. No han abierto las puertas. El parque inmenso, como en los días de infancia, es un espacio misterioso que a mí solo se me entrega.
            Los lugares no significan lo mismo para todo el mundo. Este parque, antes de ser municipal y abierto a todos, era propiedad de los marqueses de Ferrera y, cuando yo era niño, tenía que bordearlo todos los días, por la llamada calleja del Marqués, para ir al Instituto. Sus altos muros eran una tentación. Alguno de mis compañeros se atrevió a escalarlos, saltar al otro lado, volver luego contando peligros y maravillas. Yo soñé muchas veces con hacer lo mismo, y a veces he creído que lo hice, pero nunca me atreví. Ahora, gracias a la ciclogénesis explosiva, cumplo ese sueño, tengo el parque para mí solo. Soy un hombre paciente y afortunado. Con tal de que se cumplan, no me importa el tiempo que mis sueños tarden en cumplirse.


Jueves, 26 de diciembre
PSICOANÁLISIS

Una de las lecturas más apasionantes de mi adolescencia fueron las obras completas de Sigmund Freud en la edición de Biblioteca Nueva. De ellas me viene mi afición al psicoanálisis. Me gusta psicoanalizarme y lo hago con cierta frecuencia. Cuando mi reacción ante un acontecimiento resulta desproporcionada, trato de averiguar la escondida razón.
            Esta mañana me enteré de la muerte de mi amigo Pendás. Hacía tiempo que había dejado de tener trato con él, pero me afectó como un inesperado mazazo. Al darle la noticia por teléfono a una amiga común no podía contener las lágrimas, la voz se me quebraba por los sollozos. Y no soy yo persona que guste de mostrar sus sentimientos en público, salvo que se trate de sentimientos poco recomendables, como el sarcasmo.
            A Juan Manuel Pendás Benito le conocí cuando yo estudiaba tercero de bachillerato y él cuarto. Luego repitió curso y ya no fue capaz de seguir los estudios. Era muy inteligente, pero había comenzado a manifestarse su enfermedad. Lo leía todo, lo sabía todo y desde que nos conocimos me demostró una admiración tan incómoda como halagadora. Salvo cuando el agravamiento de su enfermedad le hacía desaparecer por un tiempo, me lo encontraba a todas horas y en todas partes. Así, durante veinticinco o treinta años. Escribía continuamente artículos sobre los más variados temas (y yo era uno de sus temas preferidos) que mandaba a los periódicos y que solían publicarle en la sección de cartas al director. Creo que solo Francisco Umbral escribió más artículos. Entre los muchos que me dedicó a mí, todavía conservo uno que comienza de manera espectacular: “Es la figura literaria más cotizada y más solicitada. Su verbo maravilloso, su claridad mental, sus frases certeras, sus comentarios divertidos, amén de otras grandes cualidades, atraen irresistiblemente al contertulio”. Pero pronto incurre en el humorismo, no sé si involuntario: “Comentaba yo con este genio, no hace mucho, que si en lugar de apellidarse tan vulgarmente –García Martín–  se hubiese apellidado más rutilantemente –por ejemplo, Pendás Benito–, su nombre, su talento refulgirían mucho más alto. Pero llamarse de tal modo es prácticamente, en el cotarro nacional, estar condenado al anonimato”. El artículo termina con una pregunta que Víctor Botas, con el que yo discutía de política a menudo, me repetía luego con frecuencia: “Tiene 37 años, pero su obra es frondosa y dilatada. Aunque su ideología es profundamente liberal, simpatiza con el socialismo y disputa en vano, pese a su dialéctica sutil y maravillosa, defendiendo la política de los socialistas. Me pregunto: ¿cómo un hombre tan inteligente y tan discutidor puede comulgar con semejante credo? ¿Cómo puede un hombre inteligente ser socialista?” 
            Y de pronto, de la noche a la mañana, este amigo que no me dejaba ni a sol ni a sombra, dejó se saludarme, no quiso tener nada más que ver conmigo. Y así durante los veinte años últimos. En cuanto le veía por las calles de Avilés, me esquivaba. A veces se asomaba al café donde yo estaba, pero en lugar de entrar a saludarme y charlar, como hacía antes, observaba un rato y luego desaparecía. “¿Qué le has hecho a Pendás?”, me preguntaban mis amigos. “Nada”, respondía yo sinceramente extrañado.
            Si hacía tiempo que había dejado de tratarle, si hacía tiempo que había dejado de ser mi amigo, ¿por qué me ha afectado tanto su muerte? ¿Por qué varias veces, a lo largo del día, me he puesto a llorar?
            Me he tendido en el sofá, he cerrado los ojos, y he dejado que los pensamientos vaguen libremente. Siempre, cuando alguien cercano muere, se nos despiertan los sentimientos de culpa. ¿Qué le hice yo a Pendás para que de un día para otro dejara de saludarme? No puedo recordarlo. Le diría alguna verdad poco amable, según mi estilo, pero a eso debería estar acostumbrado, como todos los que me conocen.
            Y de pronto, en el ir y venir de los pensamientos, en este divagar sin ataduras lógicas, recuerdo que había algo en Pendás que me hacía sentir incómodo. Nuevo Funes el Memorioso, contaba minuciosas anécdotas que yo había olvidado o que no me apetecía recordar. Repetía también el argumento de mis primeros relatos, fantasiosamente autobiográficos. A mí me avergonzaban aquellas historias y siempre trataba de cambiar de conversación. Pero Víctor Botas o Felicísimo Blanco le incitaban a seguir y le decían que algún día debía escribir mi biografía.
            Ahora sé que en el fondo me alegré de su alejamiento. Me comporté como un político que tiene algo que ocultar y se libra de un testigo incómodo. Él debió de notar que, aunque dijera lo contrario, no sentía demasiado que se hubiera enfadado conmigo, que hubiera dejado de frecuentarme. Su alejamiento fue solo una muestra de afecto.
            Eso es lo que me hace llorar ahora. Traté mal –desdeñando su pertinaz devoción– a quien la vida no trató bien. Y con él desaparece para siempre una etapa de mi vida. “Qué poco me va quedando, / de lo poco que tenía…”





A buen entendedor: Natural, saludable, variado

$
0
0

Viernes, 27 de diciembre
EL CORAZÓN Y EL SOMBRERO

Sonetos y sombreros en uno de los salones del hotel Barceló. Extraña mezcla la de hieráticas modelos con sus tocados delicadamente extravagantes y los versos de amor de Shakespeare o Villamediana, Quevedo o Lorca: “Si vieras cómo me cuesta / quererte como te quiero. / Por tu amor me duele el aire, / el corazón y el sombrero”.
            Mientras llega la hora de mi lectura, me entretengo hojeando la rara antología que he traído conmigo, 505 sonetos de 505 autores, publicada por Afrodisio Aguado en 1945. De ese medio millar largo de autores, solo unos pocos forman parte de la historia de la literatura, pero no por eso el resto carece de interés. En “Mi gusto” un ignoto Constantino Gil describe a su mujer ideal. “No la quiero que sea literata” dice el primer verso; la quiere “discreta y sencilla”, que “cosa / y me sepa freír una tortilla”. Otro soneto se titula “El encierramozas” y nos describe una costumbre entonces habitual: “Apostado en los cruces del tranvía / cuando torna la gente del paseo, / más que audaz rondador de galanteo / creyéranle farol o policía. / Mas no hay moza que pase por la vía / que no sufra su estulto mosconeo / o lo lleve detrás, cual cirineo / que acosa a fuer de perro la jauría”. Un soneto (más para gritado que para recitado) de Ramón de Nocedal se titula “¡Firmeza!” y expresa bien la postura de la iglesia católica española: “¡Nada de transigir! ¡Firme en el puesto, / como soldado fiel en la trinchera! / ¡Nada de pacto! ¡Transacciones fuera! / ¿Es esta la verdad? ¡Sigamos esto!”. Animaba Nocedal a la guerra santa contra el infiel: “¡A luchar con valor! ¡Venga el impío, / que el católico brazo se levanta, / airado, a defender con fuerza y brío / los muros santos de la Iglesiasanta. / ¡No haya temor, ni os horrorice el duelo, / que morir por la iglesia es ir al cielo!”
            Qué medievales y remotos parecen estos sonetos y, sin embargo, reflejan un mundo que yo todavía conocí, que quizá aún no ha desaparecido del todo. El poema “Invocación en Ginebra”, que Pere Gimferrer dedicó a José Ángel Valente, comienza con tres versos entrecomillados: “En la protesta –respondió sincero– / se vive con mayor desenvoltura, / mas para bien morir…”. Y luego, ya sin comillas, el resto de la estrofa se entremezcla con los propios versos: “pese a Lutero”, “la católica, madre”, “es más segura”. Jordi Gracia, en su edición anotada de Arde el mar, nos indica que esos versos “proceden del libro escolar de Gimferrer”.
            En esta curiosa antología del soneto encuentro el poema al que pertenecen. La madre de Melanchton, “un sectario de Lutero”, va a morir y le pregunta llorosa a su hijo si es mejor hacerlo como protestante o como católica: “Melanchton, aunque siempre fue embustero, / esta vez contestó la verdad pura. / –-En la protesta –respondió sincero– / se vive con mayor desenvoltura; / mas, para bien morir, ¡pese a Lutero!, / la Católica, madre, es la segura”.
            El soneto lo escribió Fray Ambrosio de Valencina y a Gimferrer se le quedó en la memoria como a mí todos los versos que venían en la vieja enciclopedia Álvarez.
            Quizá en la mala literatura, más que en la gran literatura, permanece la huella del tiempo pasado. Yo me abstraigo viajando en el tiempo con estos sonetos y cuando me toda la hora de intervenir resulta que me he olvidado del poema que pensaba recitar, un soneto de Aleixandre que me gusta mucho, y que ni siquiera he tenido la precaución de traer escrito. Improviso un soneto parecido y nadie se da cuenta, salvo uno de los poetas participantes: “Yo también me sé de memoria el soneto de Villamediana, pero no por eso he dejado de traer una copia”..
            Sonetos y sombreros. Hay sonetos que nunca pasan de moda, pero los otros, como nuestras viejas fotografías, que a veces nos horrorizan, también tienen su encanto.


 Sábado, 28 de diciembre
CONTRA LA IRONÍA

Tendría más amigos, y más lectores, si utilizara menos la ironía, eso que nadie entiende, según afirmó Pessoa, y que tan a menudo se confunde con el sarcasmo. Pero es que hay cosas de las que me resulta imposible hablar en serio, por ejemplo de mí mismo.
            Hojeando al azar Humano, demasiado humano encuentro que Nietzsche hace una curiosa defensa de esa mala costumbre: “La ironía es buena por parte de un maestro en relación con sus discípulos, cualesquiera que sean estos; su finalidad es la humillación saludable que despierta buenas resoluciones y que procura a quien la emplea un respeto y gratitud semejante al que sentimos por el médico”.
            ¿Una defensa? Más bien todo lo contrario. A nadie le gusta que le traten como a un alumno, y menos que nadie a los alumnos. Ahora comprendo por qué resulto tan antipático. Siempre ando sentando cátedra.
            Pero no sé si podré enmendarme. Lo he intentado muchas veces. Y no comprendo por qué me resulta tan difícil. Con un poco de esfuerzo, puedo se tan convincentemente hipócrita como cualquiera. Pero la verdad es que raras veces me apetece hacer ese esfuerzo. Acabaré solo, sin pareja, sin amigos, con la sola compañía de la única persona del mundo que siempre se divierte con mis irónicos dardos: yo mismo.


Domingo, 29 de diciembre
UNA RESPUESTA INDISCRETA

La verdad es que las preguntas indiscretas no me molestan demasiado. Tampoco es que hagan muchas. Cuento tantas cosas de mi vida privada que no abundan las personas interesadas en saber más.
            Pero hoy me llega un correo que me hace sonreír: “Leo sus libros, leo sus blogs, leo todos los días sus Facebook y me extraña que nunca haga referencia a su vida sentimental, quiero decir, sexual. ¿Ha hecho voto de castidad? Mi vida en ese aspecto es tan desastrosa que también lo he intentado, sin conseguirlo jamás. ¿Cómo se las arregla?”
            “Muchas gracias por su buen gusto al escoger lecturas, amigo lector, o lectora. Se habrá dado cuenta de que tampoco hablo de los restaurantes que frecuento ni cuelgo fotos de los platos que me gusta cocinar. No quiere eso decir que no me alimente todos los días. Lo mismo pasa con el sexo y otras actividades propias de los seres vivos. Me parece impropio de un caballero entrar en detalles. Pero puedo decirle que mis preferencias en cuanto al sexo son más o menos las mismas que las que se refieren a la alimentación: me gusta natural, saludable, en pocas cantidades y variado.


Lunes, 30 de diciembre
ELOGIO DE LA PUBLICIDAD

Todavía te queda mucho por conocer del lugar que mejor conoces. Este aforismo no es mío. Lo encuentro anunciando la guía Repsol.
            La publicidad tiene mala fama. Yo disfruto por eso doblemente dejándome seducir por ella. Y nunca me defrauda el paraíso prometido porque tengo la precaución de quedarme fuera. “No es el amor, sino sus alrededores, lo que vale la pena”, decía Bernardo Soares. Yo soy un asceta que puede prescindir de todo, salvo de la tentación.


Martes, 31 de diciembre
LA VIDA MÁS ABURRIDA

Como todo el mundo, yo también tengo mis recurrentes ataques de falsa modestia. Tomo esta tarde en La Corte el último café del año con Silvia, que ahora vive en Colombia, y con Jaime, que pasa este curso en el Trinity College de Dublín, y tras escuchar las aventuras de uno y de otro, se me ocurre decir: “¡Y pensar que yo solo he vivido en Aldeanueva del Camino, en Avilés y en Oviedo! ¿Qué interés puede tener lo que escriba alguien tan provinciano y poco aventurero?”
            ––Bueno, ya afirmaba Oscar Wilde que los escritores de vida más aburrida son los que escriben libros más divertidos –dice Jaime–. Claro que, bien mirado, tu vida no es aburrida.
            ––Ni tus libros divertidos  –concluye Silvia con una sonrisa.
            Los suyos lo son más, seguro, pero ha perdido la costumbre de escribirlos. Esperemos que sus aventuras en Villavicencio, capital del distrito de Meta, territorio de las FARC, le hagan recuperar esa costumbre.


Miércoles, 1 de enero
COMO TODOS LOS DÍAS

Me levanto a las ocho, como siempre (no me gusta madrugar, pero me gusta menos trasnochar, así que a esa hora ya suelo llevar un tiempo despierto). A las nueve me pongo a escribir; a las once, ya he acabado la tarea del día. Contesto algunos correos, actualizo el perfil en mi red social favorita y salgo a tomar un café.
            Hoy no hay periódicos en papel (pero los hojeo en el iPad) y está cerrada la cafetería habitual, así que tengo que entrar en otra, también junto al Fontán. He quedado con un amigo para corregir algunos textos.
            Me divierte ver la mala cara de los que han pasado la noche de fiesta. No divertirme por obligación es una de mis diversiones favoritas.
            El lunes hablé con Abelardo Linares y se ofreció a publicarme un nuevo libro. Esta tarde se me ha ocurrido el título, la división en partes, el título para cada una de ellas, el prólogo. Anoto todo y empiezo a recopilar el material. Antes he leído el guión de El consejero, de Cormac McCarthy. Soy tan poco aficionado al autor como a Roberto Bolaño o a Jesús Carrasco. Me he entretenido analizando sus trucos: una historia confusamente contada para que no parezca un telefilm, impactantes escenas de violencia (la cabeza del motorista cortada por un alambre) alternando con otras de sexo (pretenden ser escandalosas pero la mayoría se quedan en ridículas, como la de la señora que se excita frotándose contra la luna de un coche) y mucho diálogo con pretensiones más o menos trascendentales.
            Tengo tiempo por la tarde para pasar un rato por mi despacho del Milán a terminar de corregir los trabajos de los alumnos, tomar un café tranquilo con una amiga, pasear bajo la lluvia por las calles casi desiertas, aburrirme un poco (para mí no hay día completo sin una saludable ración de aburrimiento). Luego, ya en casa, trato de distraerme con la televisión, pero me puede más la tentación del grueso tomo de David Stevenson 1914-1918 Historia de la Primera GuerraMundial. Aquella carnicería no fue inevitable ni una catástrofe natural; muchos querían la guerra, en un bando y en el otro, y los que pronto iban a ser masacrados inmisericordemente, y sus madres y sus mujeres y sus hijos, aplaudieron jubilosos el inicio del conflicto. Leo este libro para entender un poco mejor la estupidez natural, y cuidadosamente cultivada por la educación, del ser humano.
            Un día como cualquier día, un día como me gustaría que fueran todos los días del nuevo año.


Jueves, 2 de enero
LA CULPA ES MÍA

“Solo he vivido en Aldeanueva, en Avilés, en Oviedo, ¿qué interés tiene lo que puedo contar”, repito a menudo con mi falsa modestia acostumbrada.
            Pero vivas donde vivas tienes el universo a tu alrededor, seas quien seas eres solo una persona entre las demás y a la vez el centro del mundo.
            Si lo que cuentas no interesa a nadie, la culpa es solo tuya por no saber contar. Por no saber mirar. Por no saber sentir. Por no saber vivir (yo tampoco sé, pero me esfuerzo en fingir lo contrario).


Historias de hotel: Un secreto

$
0
0

Un viernes apareció por la tertulia un poeta argentino que estaba haciendo los cursos de doctorado en la Facultad de Psicología. Los poemas, muy derramados y crípticos, me interesaron poco, al contrario que las historias que contaba. Antes de recalar en España, había ejercido mil y un oficios, entre ellos, como no podía ser de otra manera, el de psicoanalista. A mí me vio muy tenso, muy huidizo, con no sé qué tensiones no resueltas y se ofreció a ayudarme. Me atendería gratuitamente, según repitió, pero yo sabía que andaba mal de dinero, así que acepté –me divertía ser psicoanalizado como un personaje de Woody Allen– con la condición de abonarle su trabajo razonablemente.
            Para mí aquello era un juego. Me tumbaba los martes y los jueves en el sofá de mi casa (previamente había que quitar los libros que lo llenaban casi por completo) y el se sentaba, a mi cabecera, en el único sillón que hay para las visitas.
            No tardé en sentirme algo incómodo con aquel juego. Yo le contaba la mezcla de medias verdades y completas mentiras que suelo contar habitualmente cuando escribo de mí mismo (no tengo otro tema), pero él sabía hábilmente separar unas de otras.
            “Encuentro muchas resistencias”, me dijo. “Eso es señal de que estoy poniendo el dedo en la llaga”. Sí, lo estaba poniendo y a mí eso no me gustaba mucho. Me acordé de Rilke, que no quiso someterse al psicoanálisis porque temía que si se libraba de sus conflictos y de sus angustias ya no podría escribir. Un viaje que me surgió por entonces fue un buen pretexto para interrumpir las sesiones, que ya no se reanudaron.
            Recuerdo bien que la última tarde en el sofá habíamos estado hablando de Coimbra y de un encuentro en el parque da Sereia. Él quería seguir indagando, intuía que allí había algo importante, pero yo me negaba a entrar en más detalles.
            Esto fue hace algunos años. Últimamente se me ha acentuado el desasosiego, el malestar, la sensación de que en alguna encrucijada tomé el camino equivocado.
            Decidido a enfrentarme con mis fantasmas, volví a Coimbra. Me alojé en un hotel que siempre me había fascinado, el Astória, cuyo perfil, que algo me recordaba al Flatiron neoyorquino, se recortaba en el Largo da Portagem, entre la calle que bajaba hacia la estación y el río.
Llamaron a la puerta de mi habitación ya bien entrada la noche. No conocía a nadie en aquella ciudad que me había sido tan familiar hacía treinta años y naturalmente me asusté. “Soy yo, abre”. Me levanté a abrir, en pijama, pensando en que sería alguien que se había confundido de habitación. En el pasillo había una mujer muy joven, sonriente, que no se extrañó al verme. Como si no se percatara de mi extrañeza, me dio un beso y entró decidida.
            Yo había llegado a Coimbra aquella misma mañana. Al abrir la ventana de mi habitación me sorprendió un panorama de tejados que iban ascendiendo hasta la poderosa mole de la Universidad, un panorama muy semejante al que vi el primer día tras un interminable viaje en tren. Entonces la ciudad estaba llena de promesas, ahora de recuerdos, reales o inventados.


            Me había pasado el día acariciando los lugares conocidos: la Rua Ferreira Borges, el café de Santa Cruz, la Praçada República, la Sé Velha, la Porta Ferrea, la Via Latina, el Jardín Botánico… Pero tras la ilusión del reencuentro todo me parecía el desconchado decorado de una obra que hacía tiempo que había dejado de representarse.
            Muchas cosas habían cambiado desde que yo fui estudiante en Coimbra. Ya no cruzaba el tranvía la larga calle que iba desde el Largo da Portagem, junto al río, hata la Igreja da Santa Cruz, ya no existía O Mandarim, en la Praçada Republica, ni el Café Arcádia, ni tantos otros lugares. Seguía existiendo, sin embargo, la librería en el Arco da Almedina donde compré aquellas sobrias primeras ediciones de los diarios de Torga, que él mismo editaba.
            La ilusión de la llegada se fue desvaneciendo a lo largo del día, Al final, de regreso al hotel, tras una cena ligera, a la memoria me venían insistentes unos versos: “Donde fuiste feliz alguna vez / no debieras volver”. Y menos si se trababa de resolver enigmas sin solución.
            Me acosté borracho de melancolía. Tardé bastante en dormirme. Apenas había comenzado a coger el sueño cuando llamaron a la puerta. “¿Quién será?”, pensé. Y recordé un poema de Álvaro Pombo: “No tengo aquí ni amigos ni fantasmas”. Amigos no, ni siquiera conocidos, después de tanto tiempo, pero fantasmas tenía muchos. Pero los fantasmas no llaman a la puerta. O sí.
            La mujer se desnudó y se metió en la cama. Con un gesto me invitó a acompañarla. Yo no sabía qué hacer.
            Recordé una escena de treinta años atrás. Yo me alojaba en una pensión de la Rua Antero de Quental, muy cerca de la Praça da Republica, donde los estudiantes de la Universidad se reunían a beber y conversar hasta altas horas, y del parque da Sireia, lugar de encuentros furtivos. Estuve yo charlando aquella noche con algunos compañeros del curso de Férias; poco a poco se fueron yendo todos. No tenía yo ninguna gana de retirarme al estrecho, caluroso cuarto de la pensión. Era una noche hermosa y llena de estrellas, con una gran luna en lo alto. La plaza se había ido quedando vacía.
Una joven pasó a mi lado, me sonrió y, sin decir palabra, se dirigió hacia la entrada del parque, cuyos tres arcos orientales  parecían abrirse a un mundo donde todo era posible.
            Entré inmediatamente tras ella, pero en la avenida que hay ante la gran fuente barroca no vi a nadie. Me extrañó. No había tenido tiempo para llegar hasta el fondo y desaparecer en la oscura arboleda. Miré a mi izquierda, donde se encuentra el busto de Camilo Pesanha, y a mi derecha, sin verla. Noté de pronto algo extraño y me volví: allí estaba, a mi espalda, muy cerca, casi rozándome con su aliento. “¿Te he asustado?”. Sentí de pronto unos bultos que se movían sigilosos entre las sombras del parque y me asusté aún más. Rápidamente me dirigí hacia la salida y ella me miró triste, sin intentar detenerme.
            No la volví a ver. No tardé en olvidarme de ella, o eso creía. Pronto comenzó otra historia, también en el parque, que me tuvo entretenido hasta que llegó la hora de volver a Asturias.
            Desde aquel largo verano de hace más de treinta años no había vuelto a dormir en Coimbra. Alguna vez pasé por ella, camino de Lisboa, de Oporto o de Aveiro, pero siempre tenía prisa por marchar, me resultaba imposible soportar más de unas horas el peso de tanta melancolía.


            El hotel Astória, con su algo marchita elegancia de los años veinte, me pareció el mejor lugar para firmar una tregua con mis fantasmas. Cumplía además un viejo sueño: en mis tiempos de estudiante siempre había querido alojarme en él.
            Me recosté en una esquina de la cama, sin atreverme a acercarme a la mujer. Se acercó ella y me abrazó con fuerza. No era tan joven como me había parecido en la penumbra. Debía de tener unos cuarenta años.
            Volvieron a llamar a la puerta. Esta vez con mayor intensidad. “Abra o llamo a la policía. Sé que mi mujer está ahí”. La historia de fantasmas que yo me imaginaba se convertía de pronto en una comedia bufa. Seguían golpeando, cada vez con más fuerza. Iban a despertar a todo el hotel.
Me levanté a abrir. Un hombre me apartó de un empujón y fue directo hacia la cama. Estaba vacía. Como había visto tantas veces hacer en el teatro de vodevil y en las películas españolas de los años setenta, registró los armarios, apartó las cortinas del ventanal, entró en el baño. Me miraba luego desconcertado. “Habría jurado que estaba aquí”. Salió deshaciéndose en disculpas. Tendría más o menos mi edad, pero conservaba el pelo y se notaba que frecuentaba el gimnasio. Respiré tranquilo cuando abandonó la habitación.
Lo volví a encontrar a la hora del desayuno. Estaba sentado, solo, en la mesa de la redondeada esquina, una especie de proa que avanzaba sobre la plaza. Me hizo un gesto sonriente y me invitó a acompañarle. Todo el resto del salón estaba vacío. Pensé que querría disculparse. “Usted no se acordará de mí”. ¿Cómo no iba a acordarme? “Coincidimos aquí en los tiempos de estudiante, allá por 1980”. De pronto me volvió a la memoria aquella misma sonrisa, con treinta años menos, y no pude evitar ruborizarme. Él lo notó: “Veo que ya me recuerda”.
Recordaba, recordaba, pero no me encontraba muy a gusto con ese recuerdo y prefería hablar de otra cosa. “Siento lo que ha ocurrido esta noche”, dije. “¿Ha ocurrido algo?”, “Usted vino a mi habitación pensando que su compañera se encontraba en ella”, “¿Mi compañera? Yo he venido solo. Dormí de un tirón toda la noche. Entre sueños creí oír que alguien alborotaba y golpeaba una puerta, pero yo seguí durmiendo tranquilamente”. “Yo probablemente también, pero no tranquilamente.  Tuve un sueño raro. Su mujer se metía en mi cama y usted entraba a buscarla. Qué raro que apareciera en mi sueño si es ahora cuando le veo por primera vez”. “Por primera vez no…”, “Bueno, aquello no cuenta”. Volvió a sonreír. “Quizá me vio en algún momento y la imagen quedó grabada en el subconsciente”.
Esa palabra me trajo a la memoria al poeta y psicoanalista argentino. “Tienes que atreverte a bajar al sótano, tienes que atreverte a enfrentarte con lo que allí vas a encontrar”, me dijo en una de las últimas sesiones. Pero yo, como Rilke, el mayor miedo que tengo es a perder mi miedo, librarme de mi angustia, ver las cosas claras. ¿De qué iba a escribir si no tuviera un secreto del que no me atrevo a escribir?




A buen entendedor: Ecos de París

$
0
0

Viernes, 3 de enero
COINCIDENCIAS Y ASOMBRO

Me asomo a la ventana del hotel y veo, a mi izquierda, los árboles secos de una pequeña plaza y, en el centro, una rara construcción sepulcral. A finales de 1936, un anciano escritor español, fugitivo de la guerra civil, se alojó en este mismo hotel: “Desde la ventana del cuarto se atisba algo de la fronda de un jardín –o del ramaje desnudo, si es en invierno–. Ese jardín es el de la Capilla Expiatoria; es decir, un pedazo del antiguo cementerio de la Magdalena, donde fueron enterrados Luis XVI y María Antonia, guillotinados en la cercana plaza de la Concordia. Delcementerio queda una parcela con algunos sepulcros cubiertos de anchas losas blancas; el resto es una amena glorieta con árboles frondosos. Es lugar apacible y frecuentado por vecinos y transeúntes que aquí se sientan a descansar un momento”.
            Cuando el anciano escritor español residió en este hotel, su nombre era Buckingham; ahora ha cambiado por el de la calle, la rue des Mathurins. A mí me gusta su lema, inscrito en un óvalo a la entrada: “Le luxe d’étre chez soi”. Sí, el mayor lujo es estar en casa.
            En cuanto salgo a la calle, camino por las páginas de un libro o entre los estantes de una biblioteca. Hay dos teatros, uno al lado del otro; en uno de ellos, María Casares estrenó la primera obra de Albert Camus, Le Malentendu. Muy cerca, a la vuelta de la primera esquina, vivió Reynaldo Hahn, y al otro lado había un prostíbulo frecuentado por Marcel Proust (y descrito con fantasmagórica precisión en Sodoma y Gomorra).
            El anciano escritor no cuenta estas cosas, pero sí lo hace otro escritor español que siguió sus pasos en París, José Muñoz Millanes. Yo ahora sigo los pasos de ambos.
            Estamos todavía en tiempo de Navidad. Ante los escaparates de los almacenes Printemps, cada uno de ellos un fastuoso espectáculo animado, se amontonan padres y niños. Yo pienso en lo tristes que debieron ser las navidades de aquel remoto 1936.
            El anciano escritor había nacido en Monóvar, en 1873; cuando se alojaba en el mismo hotel en que yo me alojo estos días, cuando se asomaba a la ventana y veía un jardín que era también cementerio, tenía sesenta y tres años, la misma edad que yo tengo ahora. No me lo acabo de creer, vuelvo a echar las cuentas, pero no hay error.
            El Azorín crepuscular que paseaba por París en los días de la guerra civil tenía la misma edad que el aprendiz de escritor que ahora sigue sus pasos. Debería ponerme melancólico, pero no solo no me molesta tener la edad que tengo, sino que me gustaría seguir teniéndola durante los próximos veinte o treinta años.
            A Azorín todavía le quedaban por escribir algunos de sus libros que a mí más me gustan, como la novela El escritor, que me regalaron cuando tenía doce años porque entonces me pasaba el día escribiendo. Todavía recuerdo de memoria su comienzo: “Nada en suma. Absolutamente nada. Nada que se salga del carril cotidiano. La vida fluye incesable y uniforme: duermo, trabajo, hojeo al azar un libro nuevo…”
            Lo que a mí me quede por escribir valdrá, poco más o menos, lo mismo que lo que he escrito. Pero ahora paseo por las calles de una ciudad y por las páginas de un libro; me acompaña la luna sobre las mansardas y luego, cuando yo me detengo sobre un puente, se detiene también para contemplar las aguas negras del río que de pronto se agitan con el paso de una barcaza iluminada.
            Nada que se salga del carril cotidiano. Nada que se salga del cotidiano asombro de estar vivo.


Sábado, 4 de enero
AVENIDA KLÉBER

Recorro la avenida Kléber, desde el Arco del Triunfo hasta el Trocadero, y al cruzar frente al antiguo hotel Majestic, ahora vallado y en reconstrucción, no puedo dejar de pensar en Ernst Jünger y en los días de la ocupación alemana. Cierto que su historia es mucho más dilatada y que a este mismo lugar, pero no a este mismo edificio, llegó un día Galdós a visitar a una simpática anciana que hacía años que era parte de la historia de España y protagonista de la más picante chismografía. Y que en este hotel celebró Proust, que vivía cerca, una de sus últimas fiestas, una cena a la que asistieron Stravinsky y Picasso y no sé si también Cocteau.


            Pero lo que a mí me viene a la memoria son los días en blanco y negro de la ocupación, cuando era la sede de la Comandancia alemana. Aquí tenía su despacho Jünger, que se alojaba en el cercano Raphaël. Un día, a última hora de la tarde, fue a verle el teniente coronel Von Hofacker. Sospechaba que había escuchas y le pidió que bajaran a la calle para charlar tranquilos. Mientras iban y venían del Trocadero a la Étoile, le ha dado algunos detalles contenidos en informes de gente de confianza que trabaja para los generales en el alto mando de las SS. Ya no es posible evitar la catástrofe, pero sí atenuarla y para ello la condición previa es la desaparición de Hitler (al que Jünger en sus diarios denomina Kniébolo) al que hay que hacer saltar por los aires en alguna de las reuniones del Gran Cuartel General.
            Escuadrillas aéreas han sobrevolado la ciudad a última hora de la tarde; en el patio del hotel Majestic han llovido del cielo cascos de metralla. Una de esas incursiones aéreas la observa Jünger desde la terraza del hotel Raphaël, a la hora de la puesta del sol, con un vaso de borgoña en la mano –“en el que flotaban fresas”–, como un gran espectáculo de luz y sonido: “La ciudad con sus torres y cúpulas rojas se extendía a mi alrededor en toda su poderosa belleza, semejante al cáliz de una flor sobrevolado por insectos metálicos para recibir una fecundación letal”.
            No deja de anotar las lecturas de cada día y a mí se me ha quedado en la memoria su definición de las rubaiyatas de Omar Jayyam: “tulipanes rojos brotados de la tierra blanda de un cementerio”.
            La atmósfera sombría de la ocupación desaparece al llegar al palacio del Trocadero, donde hay una gran exposición titulada “1925, quand l’art déco séduit le monde”. Y yo me dejo seducir por la minuciosa elegancia –preludio de la catástrofe– de los bibelots y de los rascacielos, de los paquebotes y de los hoteles de lujo.


Domingo, 5 de enero
PARC MONCEAU

Avenidas desiertas, perezosa luz de la mañana de domingo. La hermosa verja dorada que rodea al parque parece que no ha sido suficiente para contener el avance de la ciudad. Tras ella me encuentro con la calle Murillo. Me dan ganas de buscar el número 5, de subir al 4º D y llamar a la puerta. ¿Quién me abrirá? ¿Quién será el desconocido que comparte mi dirección?
            Luego, el arbolado óvalo del parque, a esta hora ocupado solo por gente que corre y por las decimonónicas estatuas de músicos y escritores. Saludo primero a Gounod, un poco más allá a Guy de Maupassant. Para mejor pasar la eternidad todos están acompañados de su musa, voluptuosamente desnuda o envuelta en los ropajes de la época, pero siempre humildemente a los pies.
            Admiro, al fondo de la avenida central, la antigua casa de la aduana, que algo me recuerda al tempietto romano de San Pietro in Montorio. Busco luego los restos del “jardín de los sueños” imaginado por Louis Carmontelle en los años finales del Antiguo Régimen: el estanque con su isla, la columnata corintia, la pirámide, la artificiosa cascada… Pero lo mejor son los grandes árboles, que dibujan su ramaje en tinta china sobre el cielo invernal, y las mansiones a uno y otro lado de la verja. La más hermosa está en la avenida Van Dyck; tiene un modernista mirador de hierro y cristal que da al parque y un par de briosos caballos sobre el dintel de la puerta principal; en alguna parte he leído que la construyó un fabricante de chocolate; basta mirarla para darse cuenta de que conocía perfectamente lo que era la sabrosa dulzura de vivir.
            Nunca antes había estado aquí, pero algo en este lugar me resulta familiar. Y de pronto recuerdo un pasaje de los diarios de Jünger, que estos días me vienen continuamente a la cabeza. Habla en él de una sesión de trabajo en uno de los edificios de la Avenida Van Dyck. Frente a sus ventanas se alzaba un gran castaño en flor, quizá el mismo que, ya sin flores, tengo yo ahora delante: “A pleno sol sus flores se destacan del cielo azul por su luminoso color rojo coral; en la sombra resaltan del follaje verde como modeladas en cera rosa. Cuando se marchitan, sus pétalos caen con tal profusión que el tronco queda rodeado por un círculo de sombra intensamente rojo, es como un vestido de flores que el árbol se ha quitado”.


Lunes, 6 de enero
EL MISMO CIELO

De pronto, caminando al azar por los alrededores de la Bolsa, tras cruzar Les Halles, ahora en obras, y entrar en San Eustaquio, donde Rameau comparte la eternidad con Molière y la madre de Mozart, me encuentro la entrada de las galerías Vivienne, ese mágico espacio que en “El otro cielo” de Julio Cortázar enlazaba, a través del tiempo y del espacio, con el pasaje Güemes, en Buenos Aires, muy cerca de la calle Florida.
            Las figuras alegóricas que alargan las manos para ofrecernos una guirnalda son las mismas de cuando vivía, en el número 13, el enigmático Vidocq, el primer detective, que fue ladrón antes que fraile, el Vautrin de Balzac, protector de ambiciosos y guapos jóvenes provincianos. Siguen aquí las librerías de viejo y las agencias de viaje que parecen vender billetes para países fuera del mapa y del calendario.
            Me detengo en el mismo lugar en que el protagonista de “El otro cielo” conoció a Josiane “bajo las figuras de yeso que el pico del gas llenaba de temblores (las guirnaldas iban y venían entre los dedos de las Musas polvorientas)” y cierro un momento los ojos. Noto entonces una presencia ardiente y cercana. No sé si se trata de Josiane o de Laurent, de la víctima o del asesino. Todo parece posible en estas galerías.  
            Los caminos que yo prefiero son los que llevan de la vida a los libros. Recorrerlos y luego cerrar la puerta –cerrar el libro– y quedarse dentro.


Martes, 7 de enero
JARDÍN Y BIBLIOTECA

La primera vez que estuve en los jardines del Luxemburgo no fue a mediados de los setenta, durante mi primer viaje a París, sino muchos antes, cuando de la biblioteca Bances Candamo, en Avilés, saqué Los últimos románticos y luego, al día siguiente, Las tragedias grotescas. Las dos recreaciones barojianas del París del segundo imperio comienzan en este mismo lugar: “En aquel momento, una hora antes del anochecer, diluviaba. El agua caía de una manera torrencial en grandes gotas; sonaba en las aceras como un chasquido metálico y mojaba las hojas nacientes de los árboles del Luxemburgo, en cuyas enramadas verdes piaban los pájaros con algarabía estrepitosa”.        
            Ha dejado de llover. Me acerco hasta la fuente de Medici. Antes admiro al fauno danzante en el paseo que corona la cúpula del Panteón. La bella Galatea, “más suave / que los claveles que tronchó la aurora”, cierra voluptuosa los ojos en brazos de Acis, mientras sobre ellos acecha Polifemo. Las ramas de los árboles tiemblan en el agua del estanque, donde flotan todavía algunas hojas doradas.
            Miro el mundo y solo veo una edición ilustrada de la historia de la literatura.


Miércoles, 8 de enero
AUTORRETRATO ENCONTRADO

Abro al azar un libro y lo primero que leo me hace sonreír: “Admiro el orden y la precisión de su pensamiento, su ingenio volteriano y a la vez como de gato, que tiende ágilmente la zarpa hacia hombres y cosas, les da la vuelta como jugando y también les causa dolorosas heridas con sus arañazos”.
            Me gustaría merecer un elogio semejante; de momento ya coincido en causar, como jugando, y no siempre sin darme cuenta, dolorosas heridas a quienes más quiero.




A buen entendedor: El orgullo de ser español

$
0
0

Sábado, 11 de enero
CAMINOS FORESTALES

No conoceremos a nadie mientras no sepamos cuál es su idea de la felicidad. Por eso me gustan los libros en los que el autor comienza tratando de precisar la suya. Para Logan Pearsall Smith la felicidad está al alcance de la mano aunque resulte inalcanzable: “Los jugadores de críquet en el parque, los campesinos recogiendo el heno al sol del atardecer, las pequeñas barcas que navegan empujadas por el viento, todas estas cosas crean en mí una ilusión de felicidad, como si un reino de placer luminoso, un fragmento del paraíso perdido, estuviera oculto no en mares lejanos o tras montañas inaccesibles, sino en un valle cercano. Ciertos caminos forestales cubiertos de hierba parecen llevar allí; los pájaros del bosque hablan de ello entre los árboles”.
            También yo, en mis paseos solitarios, he creído a veces entrever ese valle. Afortunadamente nunca he llegado hasta él. Por eso lo sigo buscando y esa búsqueda es lo más parecido a la felicidad que encontraré nunca.


Domingo, 12 de enero
REPETICIONES Y VARIACIONES

“Perdona que te lo diga, pero hace tiempo que he dejado de leerte. Te repites mucho”, me reprocha un conocido al que le acabo de comentar, no demasiado favorablemente, un libro inédito de poemas.
            Hablamos luego de otras cosas, pero cuando vuelvo a casa no dejo de pensar en esas palabras. De sobra sé que las dijo solo para fastidiarme, un tanto molesto por mis observaciones a sus versos. No por ello deja de tener razón. Me temo que me he convertido ya en uno de esos ancianos que repiten una y otra vez las mismas anécdotas. ¿Cuántas veces habré contado en la tertulia esta o aquella aventurilla erótica (siempre frustrada) de Víctor Botas? ¿Cuántas aquel rocambolesco primer viaje a París cuando todavía en la aduana registraban el equipaje en busca de libros prohibidos? La única disculpa es que los contertulios se renuevan y siempre hay alguno que escucha las viejas historias por primera vez.
            ¿Se renuevan también los lectores? No estoy yo tan seguro. Pero no todos tienen la buena memoria de aquel amigo que un día, cuando yo comencé a recitar un poema de Li Po (“¿Cuánto podrá durar para nosotros / el disfrute del oro, la posesión del jade?”) lo terminó él diciéndome que, por favor, no lo repitiera más porque en la tertulia todo el mundo había acabado sabiéndoselo de memoria.
            “Lo mismo de siempre” tituló un crítico su reseña de una obra de Somerset Maugham y él, aceptando el reproche, usó ese título para su siguiente libro. En el prólogo anota con melancolía: “Llega un momento (si el escritor es lo suficientemente imprudente como para vivir hasta una edad madura) en que advierte que los lectores se alejan de él con cansancio. Demostrará sensatez si se da cuenta de que, habiendo dicho todo lo que tenía que decir, le toca resignarse a guardar silencio”.
            Pues yo no pienso resignarme todavía. A fin de cuentas, la repetición también tiene su encanto. De repeticiones y variaciones está hecha la música. Y también la literatura. Y mi vida, y cualquier vida.


Lunes, 13 de enero
HABLA EL GATO DE WISLAWA SZYMBORSKA

“Hay cosas que uno no se merece. ¿Qué puede hacer un gato en un piso vacío? Restregarse contra los muebles, subirse por las paredes. Nada ha cambiado, pero nada es como antes. Nada ha cambiado de sitio, pero nada está en su sitio. Anochece y nadie enciende la luz. Se oyen pasos en la escalera, pero nadie abre la puerta. Alguien estaba aquí desde siempre, y de repente desapareció y se empeña en no estar. He buscado en los armarios, he recorrido los estantes, incluso he roto la prohibición de revolver los papeles. ¿Qué más puedo hacer? Solo dormir y esperar. Pero pobre de ella cuando regrese, pobre de ella cuando aparezca. Se va a enterar de que estas no son maneras de tratar a un gato. Cuando quiera acariciarme, me alejaré muy despacio, sobre unas patitas muy, muy ofendidas. Y por supuesto nada de brincos ni de ronroneos ni de frotarme contra sus piernas. ¡Dejarme solo en un piso vacío! Eso es algo que no se le hace a un gato”.
            Dejar a alguien solo en un piso vacío, en un mundo vacío… Eso es algo que no se le hace a un hombre, compañera.


Martes, 14 de enero
FORMAS DE LA FELICIDAD

Un corto viaje en tren y una novela de Simenon: Maigret y el caso Nahour. Me gustaría que el viaje fuera más largo para poder terminarla entera. Pero mejor así. Mejor solo la sugerencia del comienzo. A Maigret, que está teniendo una pesadilla. consecuencia de una copiosa cena en casa de su amigo el médico Pardon, le despierta el timbre del teléfono. Es ese mismo amigo quien le pide que vuelva urgentemente. Y entonces descubro una curiosa coincidencia: “Estaban a 14 de enero y la temperatura de París había sido, durante todo el día, de doce grados bajo cero. La nieve, que había caído en abundancia durante los días anteriores, se había endurecido hasta tal punto que había sido imposible quitarla, y a pesar de la sal esparcida por las aceras, quedaban trozos helados por los que resbalaban los transeúntes”. Acompaño a Maigret, bien abrigado, por las calles ateridas. Le acompaño también, al día siguiente, hasta un hotelito de la avenida del Parc-Montsouris, en el distrito catorce: “La circulación era lenta y difícil. Por aquí y por allá se veía, inmovilizado en la calle, un coche que había resbalado, y por las aceras los peatones andaban con muchas precauciones. El Sena estaba de un verde oscuro, sembrado de carámbanos que se deslizaban lentamente por la corriente”. El hotelito había sido construido a finales de los años veinte y mostraba la elegante geometría y los adornos dorados del art déco; delante tenía un pequeño jardín con un gran árbol descortezado.
            La mujer herida de bala que, muy avanzada la noche, se presenta en la consulta del médico amigo de Maigret acompañada de “un guapo muchacho, suave en apariencia, un poco melancólico, sin duda español o sudamericano”; el cadáver bajo una mesa de caoba en una villa alquilada a un pintor cerca del barojiano Montsouris… No necesito más para no seguir leyendo y fantasear yo mi propia novela mientras el tren sigue su marcha. La de Simenon la termino luego, antes de dormirme. Pronto solo recordaré de ella un viaje en tren y el helado París de otro 14 de enero.


Miércoles, 15 de enero
CAFÉ LA CORTE

Termino de hojear los libros que he traído conmigo. No aparece nadie por el café a hacerme compañía, así que saco mi cuaderno y me pongo a anotar ocurrencias que, muy probablemente, si tienen algún interés, ya se le han ocurrido antes a otro.
            Sin un gramo de locura. el guiso de la sensatez resulta insípido.
            Una mala reputación aumenta el atractivo de cualquier persona.
            Llegó a los noventa años y el único disgusto que dio fue el de morirse.
            Me gusta mostrar mi corazón al desnudo. Pero es un corazón falso; el verdadero lo escondo en casa y no se lo enseño a nadie.
            Lo malo de ser rico es que casi nunca se es lo bastante rico.
            Los amigos están para escuchar nuestras quejas no para aburrirnos con las suyas.
            Más importante que lo que un escritor quiere decir es lo que dice sin querer.
            Un poco de buen gusto no hace daño a nadie, el exceso resulta mortalmente aburrido.
            Hace más daño la bondad que las armas de fuego.
            Nadie es verdaderamente serio si no sabe hacer payasadas.
            Los amores no correspondidos son los únicos que no acaban mal.
            Solo hay dos cosas que se me dan verdaderamente bien: perder paraguas y perder amigos.


Jueves, 16 de enero
HABLA LOGAN PERSALL SMITH

"La gente dice que lo importante es vivir, pero yo prefiero leer".

Viernes, 17 de enero
NO TODO ESTÁ PERDIDO

–-Pero vamos a ver, Martín, el hecho de que tú pienses una cosa y el resto del mundo otra, ¿no te lleva a sospechar que puedes estar equivocado?
            –-Pues claro, y me lleva a revisar mi razonamiento. Pero para cambiarlo necesito algo más que el hecho de que la mayoría piense otra cosa. En el calamitoso vodevil de François Hollande, por ejemplo, creo que la única persona que no ha hecho lo correcto ha sido su compañera, Valérie Trierweiler.
            ––¡Eso! Encima de cornuda, apaleada.
            ––Si uno decide no casarse, lo decide con todas sus consecuencias. También a mí me han roto el corazón más de una vez, pero siempre ha sido una cuestión estrictamente privada. En mis asuntos de cama, no quiero que se meta nadie. Por eso no me he casado. En los de Hollande, otro solterón, tampoco debería meterse nadie. Que tenga una compañera sentimental y luego la cambie por otra, tras un período más o menos conflictivo, como siempre ocurre, es asunto suyo. Pero si a la primera le ponen un despacho en el Elíseo y utiliza fondos públicos solo por acostarse con el presidente, entonces la cosa cambia, adquiere trascendencia política. O sea que Valérie Trierweiler, mujer adulta, independiente, y con profesión propia, no debía haber aceptado que su relación sentimental la convirtiera en “primera dama” (esa institución un tanto ridícula). Por cierto, no hay “primeros damos”.
            ––¡Pero es que también estás de parte de los tres diputados catalanes que rompieron la disciplina de voto! ¡Eso me parece impropio de un demócrata!
            ––Al revés. Ya sabes que yo, que no he estado afiliado nunca a ningún partido, desde 1982 he votado socialista. Últimamente, en asuntos clave, estoy cada vez más alejado de los propuestas oficiales de ese partido. Los tres diputados catalanes me han demostrado que se puede ser socialista y ser demócrata. El resto dan la impresión de que, antes que demócratas, se consideran españoles. Están en su derecho. Otra cosa es que Pere Navarro, con su decisión de negar a sus electores el derecho a decidir, ha acabado con su carrera política en Cataluña. A partir de ahora, y lo veremos en las próximas elecciones, a lo más que puede aspirar es a un cargo político en Madrid.
Los tres diputados catalanes que votaron de acuerdo con sus irrenunciables principios democráticos y no de acuerdo con las directrices del partido, me han devuelto el orgullo de ser socialista. ¿Y quién crees que me ha devuelto el orgullo de ser español? Pues no solo el juez Castro sino muy especialmente, quién lo iba a decir, el pseudosindicato (como lo llama habitualmente El País) Manos Limpias, el único que representa la acusación popular en el caso de la infanta Cristina.
            ––¡Tú ya das por sentado que es culpable!
            ––-Yo lo único que doy por sentado es que, si no hay razones para imputar a quien forma parte como vocal de una sociedad dedicada al saqueo de fondos públicos, entonces no habría razón para imputar –ni quizá para condenar– a nadie. Para mí los socialistas que están en contra de que los ciudadanos de Cataluña expresen su opinión sobre cómo deben organizarse políticamente no es que sean malos demócratas es que son malos españoles, como son malos españoles (de los que le hacen avergonzarse a uno de tenerlos por compatriotas) los que, cuando algo huele a podrido en una determinada familia, miran para otro lado. Pero, en fin, aún quedan diputados capaces de enfrentarse a los prejuicios nacionalistas, aún quedan jueces como José Torres y “pseudosindicatos” como Manos Limpias. No todo está perdido.


A buen entendedor: Cuanto más te conozco

$
0
0

Sábado, 18 de enero
HISTORIAS DE LA NOCHE

Generalmente duermo bien, de un tirón, sin sueños, y me despierto como recién nacido. Pero de vez en cuando hay excepciones. Yo, que tiendo a mirarlo todo desde el lado optimista, pienso que esas ocasionales malas noches sirven para que aprecie más las otras, para que las aprecie como un don, como un reiterado regalo y no mera rutina fisiológica. También las malas noches me permiten tener algo que contar. La felicidad no tiene historia o, si la tiene, es mortalmente aburrida.
            La pasada noche tarde en dormirme y cuando lo hice alguien abrió la caja de Pandora y comenzaron a revolotear a mi alrededor viejos fantasmas que me susurraban historias que creía olvidadas para siempre. Creo que no llegué a dormirme nunca del todo, o quizá sí estaba dormido cuando oí una voz lastimera que me llamaba. Me levanté sin pensarlo dos veces, me vestí y salí a la calle. El frío de la noche me hizo reaccionar. “Pero ¿a dónde vas?”, me dije. Caminaba muy deprisa, más de lo habitual, como si fuera con urgencia a alguna parte. No iba a ninguna, pero de pronto me apetecía caminar. Quizá así me entrara el sueño y pudiera luego dormir bien, sin incómodas telarañas. En la calle de La Luna se abrió un antro de mala muerte (a cuya puerta siempre me encuentro los desechos del fin de semana cuando cada mañana de domingo me dirijo hacia el Fontán) y una mujer desdentada, muy atrozmente maquillada, me invitó a pasar. Al fondo de la escalera se adivinaba un barullo de música, humo y luces agrias. La mujer me había agarrado del brazo y me empujaba dentro. Me costó librarme de ella. Me alejé de allí rápidamente. “¿No te acuerdas de mí?”, me gritó. “Creí que estabas muerta”, le respondí desde lo alto de la calle. Llegué hasta la plaza de la catedral, que me parecía inmensa a aquellas horas, y luego descendí por la calle del Águila. En la esquina con Jovellanos había un tipo con mala pinta. Me asusté un poco, pero ya estaba demasiado cerca como para retroceder. Aceleré el paso. Me miró al pasar y yo creí reconocerle. De pronto echó a andar tras de mí. Yo me quedé quieto y le hice frente. No sé de dónde me vino el valor porque soy la persona más asustadiza del mundo. Le reconocí de inmediato, habíamos sido los mejores amigos del mundo, pero luego cada uno siguió su camino. Y ahora, después de treinta años, volvían a cruzarse en una noche fría de enero en la que yo no sabía muy bien si estaba dormido o despierto. Sigo sin saberlo en la tarde del sábado cuando escribo estas líneas en medio del doméstico ajetreo de Los Prados. Creo recordar que bebimos algo, que volvimos juntos a casa, que le escuché algún reproche (“conmigo no te portaste bien”), que luego dormí profundamente, que me levanté tarde, que no había ninguna señal de que nadie más hubiera estado en casa. Los viejos fantasmas habían regresado al sótano y yo me apresuré a dar otra vuelta más de llave a la cerradura. A veces pienso que soy yo mismo quien los dejo salir de tarde en tarde solo para darme el gusto de tener algo que contar. La felicidad carece de historia.


Domingo, 19 de enero
OTRA HISTORIA

Comienzo a ver La gran belleza, la película de Sorrentino estrenada tardíamente en Oviedo, y de inmediato siento que vuelvo a casa, a una de mis casas dispersas si no por todo el ancho mundo. Son las doce de la mañana de un día de verano. Estoy en el Gianicolo. Escucho el disparo del cañón que suena siempre a esa hora, la ciudad entera en torno mío. Sobre una terraza cercana ondea una bandera conocida. Ahí está la embajada y, muy cerca, la Academia de España, donde me he alojado algunas veces, las suficientes para hacer que este barrio de Roma sea también mi barrio. La habitación daba en unas ocasiones al jardín y a la huerta del convento cercano; me despertaban los pájaros “con su cantar suave, no aprendido”, como en el poema de Fray Luis; en otras, al claustro que separa la Academia de la iglesia de San Pietro in Montorio. Delante de mí, tenía el tempietto, casi podía tocarlo con la mano.
            Cuando Jep Gambardella lo visita en la película, hay una niña escondida en la cripta; la madre la llama a gritos. No sé qué sentido tiene esa escena; quizá ninguno, como tantas otras. Son solo un pretexto para mostrar lugares hermosos de Roma.
            De todas las veces que he estado en ella, pocas veces he disfrutado tanto de su magia como esta tarde en el cine. Yo también, como el protagonista, he visitado intrincados palacios cerrados al público, pero en mi caso no fue porque me los mostrara ese inverosímil hombre de confianza de las viejas princesas que guarda todas las llaves, sino porque uno de mis viajes coincidió con un día de puertas abiertas de monumentos habitualmente cerrados.
            a película de Sorrentino hay que verla como quien escucha un bonito cuento, adormecido cualquier espíritu crítico. ¿Qué periodista es ese Gambardella que una vez escribió una novela y puede vivir en un ático fastuoso frente al Coliseo? El cuento de hadas de Vacaciones en Romaresulta más creíble que esta pretenciosa denuncia del vacío de la sociedad contemporánea? Pero qué importa eso. Vuelvo a pasear por el Lungotevere, la melena de la larga hilera de plátanos inclinada sobre las aguas del río; vuelvo a escuchar, al igual que aquel amanecer, el incesante y fresco rumor de la fontanona, de la Fontana Paola… Como en el poema de Alberti “las campanas del Transtevere / van y vienen por mis sueños”. Aunque solo lo hicieran una noche, quizá la única noche de mi vida que pasé despierto y feliz deambulando por la ciudad, subiendo luego hasta el Gianicolo para ver amanecer: “Solos tú y yo en el mundo, cogidos de la mano / por el Campo dei Fiori. Solos tú y yo en el mundo / por Via del Babuino, por el Corso, al pie / del viejo Arco de Tito, bajo las rotas bóvedas / del Foro de Trajano…”
            Pero esa es otra historia. Que recordar no quiero. Y que olvidar no puedo.


Martes, 21 de enero
EL ENEMIGO ACECHA

El azar es un buen asistente, siempre dispuesto a ofrecerme la lectura adecuada en el momento oportuno. Antes del café de la tarde paso por la librería del Campillín porque no me apetece la compañía de ninguno de los libros recién llegados. Me llama la atención Carta a mi madre sobre la felicidad, de Alberto Bevilacqua. ¿Es una novela? Si es una novela, no me interesa, salvo que sea una obra maestra; si es un texto autobiográfico, me interesa mucho, aunque sea una obra menor.
            No es una novela, sino una kafkiana historia verdadera. Los hechos son los siguientes: un divorcio problemático y las intimidades del caso que acaban haciéndose públicas; una mujer que se presenta en una comisaría con la inverosímil denuncia de que Bevilacqua, el conocido escritor, el director de cine, el incansable polemista, es nada menos que “el monstruo de Florencia”, un asesino en serie que ejecutaba a las parejas mientras hacían el amor en el interior de un coche; una periodista que decide hacer caso a la denunciante y se dedica a propagar las acusaciones contra el escritor y a confirmarlas con fragmentos de sus obras que, en su opinión, dejan a las claras su carácter sádico. Y por si todo eso fuera poco, el teléfono que suena continuamente con amenazas de muerte, llamadas a la puerta a altas horas de la noche, el gato del escritor que aparece con la cabeza aplastada en la calle… Me interesa esta absurda historia verdadera; me interesa mucho menos los edulcorados recuerdos de infancia, el retrato idealizado de la madre, las recetas para ser feliz en medio del mayor infortunio.
            ¿Cómo puede un escritor transformarse de pronto para la opinión común en el más célebre asesino de la Italiacontemporánea? El “perverso mecanismo” que permite esa metamorfosis se explica así: “Al principio hay una mujer de treinta años, odontóloga genovesa, que escribe poesías y me pide opinión sobre ellas. Son situaciones engorrosas con las que suelen encontrarse los escritores… El escritor recibe a la mujer en su casa ‘durante media hora’, como ha explicado a los magistrados. La mujer dice que se acostaron y que él le confesó ser ‘el verdadero monstruo’, pero sin llegar a especificar que era ‘el monstruo de Florencia’. En ese momento aparece en escena la otra mujer, que es periodista y dirige un seminario”.
            No importa que la policía no encontrara convincente la acusación ni que contra la acusadora se iniciara un proceso por calumnias; la periodista está dispuesta a explotarla al máximo esa noticia.
            Leo el libro de Bevilacqua saltándome los pasajes líricos; solo me interesa la historia del falso culpable, que hace realidad una de mis más recurrentes pesadillas. En el principio hay siempre una mujer, un determinado tipo de mujer: “Se ponen en contacto manteniéndose al principio en el anonimato, para lo cual utilizan un diminutivo o un pseudónimo. Escriben mensajes y cartas, a veces también poemas, en los que reflejan sus obsesiones, sus manías y sus ardientes fantasías. Las cartas llegan primero por correo. En un segundo momento, las depositan furtivamente en el buzón o bajo el felpudo. Por último, la mujer se presenta de pronto en la puerta”.
            La actuación de estas presuntas admiradoras se manifiesta siempre en tres fases: la del intento de captura; la del despecho, si no consiguen su objetivo; la del rencor y el odio, cada vez más acentuados y vengativos, hacia la persona antes idealizada.  
            Yo hasta ahora he sabido dar un salto atrás a tiempo, no me he dejado enredar por ninguna telaraña. Pero uno se va haciendo viejo y cada vez se acentúan más la vanidad y el miedo a la soledad, cada vez me vuelvo más vulnerable. El enemigo acecha. En las noches de insomnio oigo su respiración anhelante. Pero yo sigo en guardia. De momento solo logra derribar la puerta en mis pesadillas.


Miércoles, 22 de enero
LA RUTINA DELA RESURRECCIÓN

Deprisa, deprisa. Me gusta que con los años el tiempo se acelere. Antes cada curso duraba, como el embarazo, nueve meses; ahora dura apenas cuatro. Mañana otra vez cambian las caras de los alumnos, las asignaturas, los horarios. Esa expectativa me tiene todo el día de buen humor. El comienzo de curso se relaciona siempre para mí con el mito de la resurrección; el tiempo lineal se vuelve circular, todo recomienza y yo participo un año más de ese nuevo comienzo.
            Me gustan tanto las rutinas que hago colección de ellas. En el paraíso que yo me imagino todos los días son iguales y ninguno está repetido.


Jueves, 23 de enero
SILENCIOS ESCOGIDOS

En el libro de aforismos de José Mateos, que acabo de recibir, encuentro este: “Cuando hablo de mí mismo, me oculto. Solo hablo de mí cuando hablo de los demás”.
            Por eso yo me paso la vida hablando de mí mismo. Para esconderme mejor.


Viernes, 24 de enero
POR NADIE

“¿Pero es que a ti nunca te han roto el corazón?”, me pregunta mi amigo Luis cuando yo trato de frivolizar un poco con sus cuitas amorosas. “¿Y qué fue lo más duro que te dijeron en una ruptura?”, añade. Sonrío. Yo no hablo de esas cosas. Que me cuente si quiere sus problemas que yo no pienso contarle los míos. Pero recuerdo perfectamente lo que me dijeron. Y todavía me duele: “Cuanto más te conozco, menos me gustas”. Quizá por eso desde entonces no me dejo conocer por nadie.


A buen entendedor: Por quién doblan las campanas

$
0
0

Sábado, 25 de enero
AUTORRETRATO EN LOS PRADOS

Soy de esas personas que necesitan caer mal para sentirse bien.
            La bondad nos vuelve invisibles.
            Al hombre lo creó Dios, pero a Dios lo inventó el diablo.
            Tener razón es el deporte que más me gusta.
            Podría vivir sin leer, podría vivir sin escribir, podría vivir sin amar, pero no podría vivir sin vivir.
            No me importaría ser feliz si ser feliz no fuera tan aburrido.
            La soledad no está al alcance de cualquiera.
            Nunca he estado enamorado, pero con los años he aprendido a fingirlo a la perfección.
            Juego a menudo a no decir la verdad, pero mentir, lo que se dice mentir, no miento nunca.
            Ningún llanto tan conmovedor como el que no es sincero.
            Las religiones son la mejor explicación de lo que no tiene explicación.
            Qué aburridos los días sin nadie a quien odiar.
            Hay también el odio platónico, el odio puro, que se recrea en sí mismo y no pretende causar ningún daño en la persona odiada.
            La bondad, si no se acierta a disimular, siempre resulta un poco zarrapastrosa.
            De noche todos los gatos son diablos.
            Vivir es un malentendido.
            Para estar de verdad solo se necesita más de una persona.
            Dicen que nadie sabe lo que le espera después de muerto, pero en realidad nadie lo ignora.
            Los misterios cuando se resuelven dejan de ser misterios, y de tener gracia.
            El éxito siempre resulta excesivo para los demás e insuficiente para uno mismo.
            Ser o no ser se convierten en sinónimos en cuanto pasa un poco de tiempo.
            Nos quiere quien nos quiere y no quien nosotros quisiéramos que nos quisiera.
            La vida, como un traje mal cortado, siempre resulta demasiado corta o demasiado larga.
            No me importa lo largo que sea un viaje siempre que punto de llegada coincida con el de partida.
            Nada existe, nada existe de verdad, salvo la nada.
            Me gusta jugar con los dobles sentidos para intentar ocultar que nada tiene sentido.


Lunes, 27 de enero
LOS VIEJOS SOBRAMOS

Cuando cumplió setenta años, a Lord Kelvin, sus amigos le hicieron un curioso regalo. Reunidos con él en Glasgow, redactaron un telegrama de felicitación y lo enviaron a Terranova; de Terranova fue reenviado a Nueva York; de allí, a Chicago; de Chicago, a San Francisco; de San Francisco, a Los Ángeles; de Los Ángeles a Nueva Orleans; de Nueva Orleans, a Washington, y de Washington volvió otra vez a Glasgow, donde llegó a manos del maestro siete minutos después de haber sido emitido. Corría el año 1896 y William Thomson, a quien se acababa de conceder el título de Lord Kelvin, era el creador de la telegrafía trasatlántica. Le preguntaron al sabio por sus nuevas teorías; eran tan nuevas que a sus discípulos les costaba seguirlas. No tenían tantos años como él, pero eran mucho menos jóvenes.
            Cuenta esta historia Xenius en su Flos Sophorum, un libro que yo leí deslumbrado en mi adolescencia y que ahora vuelvo a leer para consolarme de la queja de las autoridades académicas por lo envejecido que está el profesorado de la Universidad de Oviedo; no se quejan de que seamos malos profesores, sino de que seamos viejos, y eso al parecer pone en riesgo la calidad de la docencia. ¿Debería haber hecho como tantos colegas y, a los sesenta, irme para casa y seguir cobrando el sueldo íntegro sin hacer nada? Subo a mi despacho del Milán teniendo buen cuidado de no tropezar en la escalera a oscuras (porque ahora, para ahorrar, las luces se encienden tarde, mal y nunca), con mala conciencia por superar, nada menos que en diez años, la media de edad del profesorado.
            Sigo leyendo a Eugenio d’Ors: “¡Bienaventurado, no me cansaré de repetirlo, quien ha conocido maestro! Porque ese sabrá pensar según cultura e inteligencia. Habrá gozado, entre otras cosas, del espectáculo, tan ejemplar y fecundador, que es el de la ciencia que se hace, en lugar de la ciencia hecha, que los libros nos suelen dar”.


Miércoles, 29 de enero
UN POCO DE AUTOCRÍTICA

¡Cuántas tonterías acabamos escribiendo los que nos dedicamos a escribir todos los días! Hoy le toca el turno a Juan Cruz, experto en ambas cosas. Para elogiar a José Emilio Pacheco, en la necrológica que publica El País, no se le ocurre otra cosa que comenzar denigrando a otros escritores: Azorín, Unamuno, Oscar Wilde. De Azorín dice que no era más que “un señor cursi que llevaba paraguas rosa cuando iba al cine”.
            El famoso paraguas rojo de la juventud anarquista y escandalosa de Azorín, cuando todavía no era Azorín, se metamorfosea en un paraguas rosa utilizado por el anciano que acostumbraba a pasar las tardes de la negra posguerra en una sala de cine.
            Ese paraguas rojo aparece en el prólogo a Las confesiones de un pequeño filósofo: “Lector: yo soy un pequeño filósofo; yo tengo una cajita de plata llena de fino y oloroso polvo de tabaco, un sombrero grande de copa y un paraguas de seda roja con recia armadura de ballena”. Y también vuelve a aparecer en el epílogo: “Yo, pequeño filósofo, he cogido mi paraguas de seda roja y he montado en el carro para hacer, tras largos años de ausencia, el mismo viaje a Yecla que tantos veces hice en mi infancia. Y porto también como viático una tortilla y unas chuletas fritas”.
            José Emilio Pacheco, al contrario que Azorín, Unamuno y Oscar Wilde era un hombre bueno que nunca habló mal de nadie, en opinión de Juan Cruz. No era como esos escritores, sino como Claudio Rodríguez, José Hierro, Ángel González, Francisco Brines o como ese otro sabio de una manera de ser, Caballero Bonald, quien, por supuesto, tampoco habla mal de nadie, ni siquiera en sus indiscretas memorias.
            Si hacemos caso de las necrológicas, solo se muere la buena gente. Es un consuelo saberlo. Si eso es cierto, yo seré inmortal.

Jueves, 30 de enero
MALA CONCIENCIA

Termino el día escuchando Don Giovanni en el Campoamor. El enredo familiar, la música conocida, me ayuda a pensar en otra cosa, a hacer recuento de mi vida. Mientras desayunaba, me llamó mi amigo José Luna Borge desde Sevilla: “Ha muerto Fernando Ortiz”. Luego, a la salida de la primera clase, en una entrada de Facebook me entero de la muerte de Félix Grande. Busco la noticia en Google y solo encuentro referencias a un Félix Grande de Salamanca que ha muerto a los ochenta y cuatro años. Pienso que quizá solo sea un rumor de esos que con tanta rapidez se propagan en las redes sociales. Pero no, la segunda noticia es tan cierta como la primera.


            A Félix Grande le conocí incluso antes que a Fernando Ortiz. Fue en 1971, en Burgos, a donde acudí para recibir mi primer (y único) premio literario, el que me dieron por el libro Marineros perdidos en los puertos. Él dio una conferencia sobre la nueva poesía española. Una conferencia muy brillante, como todas sus intervenciones públicas. Nos vimos luego con cierta frecuencia y él correspondió con generosidad a mi admiración de entonces. Una admiración que, como ocurre a menudo, no tardó en comenzar a decrecer. Incluso llegamos a tener un educado enfrentamiento público en las páginas de la revista El Ciervo. Me siguió mandando sus publicaciones, pero a mí me resultaba cada vez más indigesto su estilo enfático y retóricamente desgarrado. Lo último que me envió fue Libro de familia. Me habría gustado que me gustara, pero me enseguida me echó para atrás su desmesura y visceralidad. En un poema, “El madrigal del odio muerto”, hace una especie de ajuste de cuentas con la madre, a la que al parecer odió en vida y a la que perdona ya muerta: “Acomódate en tu mecedora de tierra. / Aparta de las cuencas de tus ojos / los gusanitos, los escarabajos, / la mansa podre de la eternidad / y mírame despacio, con amor: lo necesito / ya soy viejo / y no quiero morirme sin explicarte cuánto te he querido / chapoteando en aquel charco de odio”. El poema continúa, en prosa y verso, durante páginas y más páginas, impúdicamente desgarrador. Lleva, al final del volumen, una nota. Comienza así: “Hacia las nueve de la noche del día 12 de marzo del año 2000, el señor José María Aznar, ayudado sin duda por su cara de mala hostia, ¡Váyase, señor González! (los antropólogos no ignoran que, al homo sapiens le fascinan las triquiñuelas correosas, las certidumbres fulminantes y la cara de mando de los líderes… mucho más que los razonamientos democráticos de un programa político), le ganó las elecciones legislativas al Partido Socialista Obrero Español”. Me pareció demasiada indigesta esa mezcla y no seguí leyendo. En lugar de la reseña que pensaba hacer (donde tendría que decir la verdad), le escribí una larga carta elogiosa; me respondió muy agradecido. No me arrepiento de esa mentira. Hoy, después de la noticia, he leído Libro de familia con la mejor voluntad, como un homenaje al amigo muerto, y se han confirmado con creces mis expectativas. Afortunadamente, Félix Grande cuenta con el suficiente número de devotos seguidores como para no necesitar mi admiración. Pero estos pensamientos, que no le digo a nadie, me hacen sentirme mal, un desagradecido y una mala persona en un mundo, el literario, tan lleno de santos y beatos, si hemos de hacer caso a las necrológicas.


            A Fernando Ortiz también le conocí muy pronto, en los tiempos de Jugar con fuego, y fui uno de los valedores de su poesía, tan ligada a la mejor tradición de la poesía elegíaca. Participamos juntos en muchos combates literarios, contribuimos a arrumbar la entonces omnipresente estética novísima. Pero, como me ocurre siempre, mi admiración por la poesía de Fernando Ortiz comenzó pronto a decrecer. Sus libros últimos me parecieron amanerados, repetitivos o simplemente blandengues. Me imagino que no se lo diría tan claro, pero a mí lo que pienso se me nota en la cara. He aprendido a mentir, pero sigo siendo (al menos en lo que a cuestiones literarias se refiere) incapaz de engañar.


            A Fernando Ortiz me lo volví a encontrar, hace muy poco tiempo, en Sevilla, con motivo de un homenaje a Luis Cernuda. Nos volvimos a saludar, estuvo muy cordial conmigo, olvidadas al parecer las viejas rencillas. Solo al parecer. Cuando regresó a casa escribió, y publicó en su blog, un romancillo contra mí y contra Abelardo Linares, su gran amigo de los primeros tiempos, al que había llegado a detestar casi tanto como a mí (pero en el caso de Abelardo, al contrario que en el mío, sin motivo alguno).
            Cierro los ojos. Trato de no pensar en nada. Pero ni siquiera la música de Mozart me reconcilia conmigo mismo en este día. Félix Grande, Fernando Ortiz fueron un tiempo generosos amigos; su obra me fue interesando cada vez menos. Y ahora siento ese desapego como una traición irremediable. Pero el verbo admirar, como el verbo amar, no admite el imperativo.
            Un día triste este en el que hago recuento de mi vida, que ya avanza hacia su epílogo, y no encuentro demasiados motivos para sentirme orgulloso de mí mismo.



A buen entendedor: Leña al fuego

$
0
0

Sábado, 1 de febrero
TAMPOCO HAY QUE EXAGERAR

Soy la persona más falsa del mundo (bueno, una de las más falsas, tampoco hay que exagerar). Siempre ando por ahí presumiendo de defectos que no tengo (para ocultar mejor los que sí tengo, por supuesto).

Domingo, 2 de febrero
CUALQUIER TIEMPO PASADO

Siempre alegra escuchar en boca de otro las obviedades que uno se pasa la vida repitiendo. “Se escucha mucho entre el profesorado eso de que cada año llegan peor los alumnos. ¿Está usted de acuerdo con que su formación es cada vez más deficiente?”, le pregunta Andrés Montes al historiador José Álvarez Junco, recién jubilado.
            Y este responde haciendo uso de algo tan insólito como es el sentido común: “Ese es un discurso propio de viejos. Desde que tenemos relatos humanos, todos los mayores se ha quejado de que la juventud no tiene valores, no sabe expresarse, no tiene inquietudes. Los que ahora son jóvenes probablemente reproducirán llegado el momento ese mismo discurso que ahora sufren, del que no me fío nada”. Y luego añade: “En la Universidadespañola ha ocurrido una cosa clarísima, indiscutible, en los últimos cincuenta años: ha pasado de tener cincuenta mil estudiantes, los que había cuando yo accedí a ella, a tener un millón y medio. Para saber si ha disminuido el nivel habría que comparar aquel grupito selecto de los cincuenta mil con los cincuenta mil mejores de ahora, que, desde luego, son mucho mejores que los de entonces”.
            Pero seguiremos escuchando el tópico (del que ya se burlaba Manrique) de que cada vez estamos peor. Y es que, cuando nos hacemos viejos, siempre sale perdiendo en la comparación el confuso presente con el idealizado tiempo de nuestra juventud.


Lunes, 3 de febrero
CERCAS Y OTRAS TRAPACERÍAS

Hay temas en los que prefiero no entrar, nunca me ha gustado añadir más leña al fuego. Pero leo a Javier Cercas y no puedo no dejar constancia de mi asombro ante cómo nublan el entendimiento los enraizados prejuicios del nacionalismo propio, invisible para los que han decidido demonizar presuntamente todo nacionalismo. Cercas, él cree que muy razonadamente, arremete así contra buena parte de los catalanes:
“En vez de pedir la secesión con claridad y limpieza como hacen en Quebec, los nacionalistas han decidido que la única forma de llegar a ella consiste en engañar con trapacerías como el derecho a decidir y, agitando la bandera de la democracia, en intentar saltarse la ley, que es la principal garantía de la democracia, en vez de intentar cambiarla”.
            O sea que los independentistas no piden la secesión “con claridad y limpieza”.  No sé lo que entenderá Cercas por limpieza, pero Oriol Junqueras, y miles y miles de manifestantes, no la pueden pedir más alto ni más claro. Otra cosa es que la pida también la mayoría de los catalanes. Pero para saber si la piden o no la única manera posible es preguntárselo. Resulta, sin embargo, que preguntárselo es una “trapacería”. La verdad es que mi respeto por Javier Cercas como persona y como espléndido narrador, sigue intacto; pero mi aprecio por su capacidad para el razonamiento lógico ha decrecido bastante.
            Pedir permiso para hacer una consulta a los catalanes no es saltarse la ley, sino todo lo contrario, respetarla escrupulosamente. Lo que no cabe en ninguna cabeza es que los catalanes no puedan opinar sobre si desean formar un estado propio o seguir formando parte del Estado español. Cuando, además, lo cierto es que sí pueden (legalmente) crear partidos políticos que propugnen la independencia y darles su voto. ¿Y no se les puede consultar sobre ese punto? Pues de una manera o de otra va a haber consulta. Directa, mediante un referéndum no vinculante (que sería legal en cuanto lo autorizara el gobierno) o indirecta, sumando el voto de los partidos que en las próximas elecciones llevan ese punto en su programa.
            Todavía no está claro, amigo Cercas, que la mayoría de los catalanes quiera la independencia (como los españoles más pusilánimes dais por sentado), ni tampoco que, en caso de que la quisieran, el resto de los españoles se opusiera a ella impidiendo con su voto los cambios legislativos necesarios. Ser español, admirado Cercas, es un honor, no un castigo; la primera condición para ser español es querer serlo. Y somos mayoría los españoles que queremos serlo sin necesidad de que la Constitución nos obligue a ello; y con una pedagogía adecuada –que nada tiene que ver con el adoctrinamiento nacionalista de uno u otro signo– serán también mayoría los españoles que no quieran obligar a nadie a ser español contra su deseo.
            Pero este es un tema en el que resulta difícil razonar sin ofender los sentimientos de otras personas. Y conste que yo no tengo especial relación con Cataluña (de hecho, mi mejor amiga catalana es muy vehementemente contraria a la independencia); yo lo único que defiendo es la racionalidad y el derecho de los ciudadanos a expresar su opinión sobre los asuntos que les conciernen. Pero ya se sabe que, como dijo Ernst Jünger, “es más fácil liberarse de la cárcel de un tirano que de las cadenas de una idea”.


Martes, 4 de febrero
UNA HISTORIA DE AMOR

“Diarios, epistolarios: la quinta rueda del carro, y quizá la única que sigue girando póstumamente”, anota Jünger en El autor y la escritura. Y yo no puedo estar más de acuerdo. Hace tiempo que me resulta bastante ajena la poesía de Aleixandre, pero no deja de fascinarme el personaje, aquel caballero que escondía –a la vista de todos– tantos secretos. Leo ahora su epistolario con un joven de veinte años, el poeta portugués Albano Martins, muy precisamente anotado y prologado por Blas Sánchez Dueñas, y descubro una tácita y sutil historia de amor en la que la realidad es solo un mínimo pretexto para la fantasía.


Miércoles, 5 de febrero
NO HE DE CALLAR

“Ten mucho cuidado con lo que dices”, me advierte un amigo. “No vaya a ser que te pase lo que a los Morancos”.
            “Pues no tengo ni idea de lo que les ha pasado a esos señores, que no se encuentran precisamente entre mis humoristas favoritos”.
            Me lo explica mi amigo y luego, al llegar a casa, veo que hablan de ellos en mi programa de televisión favorito, El Intermedio. Resulta que los cómicos actúan en Barcelona y, con ese motivo, les entrevistaron en no sé qué emisora. Sale en la conversación la situación catalana y ellos, informalmente, opinan lo que cualquier persona con buen criterio y no mediatizada ideológicamente opinaría, algo así como que para saber lo que quieren los catalanes lo mejor es preguntárselo. Las descalificaciones, los insultos (aterra escuchar a Jiménez Losantos) no se hicieron esperar. Y uno de ellos se vio obligado a pedir disculpas por el otro, a hacer autocrítica, como Padilla en la Cuba de Castro: “Mi hermano es demócrata y por eso dijo lo que dijo, pero no ha leído la Constitución y por eso no sabía que prohíbe preguntar a los catalanes”.
            Yo, al escucharle, sentí vergüenza de compartir nacionalidad con los que le obligan a humillarse de esa manera. No, amigo, la Constitución no prohíbe hacer preguntas a los catalanes ni tampoco procesar al ciudadano Juan Carlos de Borbón si, en su vida privada, incurre en algún delito, aunque esto último lo afirmen –contra toda evidencia– incluso los catedráticos de derecho constitucional. La inviolabilidad del rey solo se refiere a sus actividades como Jefe del Estado, a aquellas que son refrendadas por el presidente del gobierno o por algún ministro. De sus actividades privadas la Constitución no dice nada y, por tanto, están sujetas al código penal y a un tribunal ordinario como las de la infanta Cristina o cualquier otro ciudadano.
            “¿Y no tienes miedo –me pregunta mi amigo– de que al decir esas cosas te pase lo que a los Morancos y te veas amenazado en los medios, boicoteado y obligado a retractarte públicamente?”
            “Pues claro que tengo miedo”, le respondo. “Pero me perdería el respeto a mí mismo y no podría dormir tranquilo si en asuntos que afectan a los derechos de los ciudadanos me callara por cobardía.  Tampoco puedo callar antes los sofismas, y con mayor motivo si quien incurre en ellos, no es el buen señor de la calle que opina en un café, sino personas tan admirables (y tan admiradas por mi, aunque últimamente me lo estoy pensando) como Javier Cercas o Fernando Savater”.

Jueves, 6 de febrero
INTELIGENCIA MILITAR

“A veces leo libros solo con el fin de tener más motivos para despreciar a sus autores”.
            Este aforismo podría ser de Oscar Wilde o podría ser mío, pero es –quién lo iba a decir– de Sabino Fernández Campos.


Viernes, 7 de febrero
PREFIERO CALLAR

“Me sorprende, Martín, no encontrar en tu diario ninguna referencia a los trapos sucios sobre el Niemeyer que están sacando a la luz estos días en la comisión de investigación. Está visto que también sabes callar cuando te conviene”.
            “Cuando me conviene, no; cuando conviene. A mí el Niemeyer me parece una hermosa idea, y hermosamente realizada en un tiempo récord. Quizá lo más duradero de la labor de Areces, lo que quedará para la historia. Eso lo saben de sobra sus detractores y llevan años tratando de impedirlo. Pero no parece que lo vayan a conseguir. Lo que no fue capaz de conseguir el tándem Álvarez Cascos-Crabiffosse no lo va a conseguir ninguna presunta comisión de investigación por mucho empeño que ponga en ello.
            “¡Menudo demócrata que estás tu hecho! Así que descalificas una comisión de investigación que representa la voluntad popular…”
            “A mí me parece que las comisiones de investigación con conclusiones predeterminadas por la aritmética parlamentaria se descalifican ellas solas. Conozco maneras más provechosas de perder el tiempo”.
            “O sea que tú crees que la gestión del Niemeyer ha sido perfecta, que no se han cometido delitos”.
            “Todo lo contrario, creo que hay indicios de irregularidades administrativas e incluso de presuntos delitos. Ante eso lo que hay que hacer es presentar la denuncia en el juzgado correspondiente y esperar a que la justicia decida, algo que ya ha hecho esta administración, no la anterior, que parecía preferir los periódicos a los juzgados y denunciar la mala calidad de las fotografías de Jessica Lange, de las esculturas de no sé quién o incluso del Shakespeare de Kevin Spacey que detectar, como era su obligación, posibles irregularidades en la gestión administrativa. Pero del Niemeyer, ya te dije, ahora prefiero callar, no echar más leña al fuego. Lo mejor es esperar a que escampe, dejar que pase la tormenta (minúscula, por cierto, en relación con los escándalos del Guggenheim bilbaíno). Llegará el día en que todos los asturianos (incluidos los políticos) estén orgullosos de él. Tiempo al tiempo.





A buen entendedor: Pequeños placeres sin importancia

$
0
0

Sábado, 8 de febrero
SER COMO TODO EL MUNDO

En uno de los intermedios de Rusalka, la ópera de Dvorák que retransmiten esta tarde desde Nueva York, le cuento a mi amiga Catarina que estoy un poco preocupado por algo que me ha ocurrido al cruzar el parque mientras me dirigía al centro comercial. Pone cara de susto y me pide que se lo cuente. Al principio no entiende nada y luego, cuando se lo repito, comienza a reírse a carcajadas.
            “Vamos a ver, Martín, resulta que tú venías distraído caminando hacia el cine y de pronto una pelota llega rodando hasta tus pies. Los niños que jugaban con ella te piden que se la devuelvas y es lo que haces de una patada. ¿He entendido bien? Y ellos siguen jugando y tú sigues camino de la ópera. No entiendo qué problema ves en eso”.
            Naturalmente no lo entiende, y ya me arrepiento de habérselo contado. ¿Cómo va entender que yo jamás he jugado al fútbol? Menos por desinterés que por cabezonería y por ganas de llevar la contraria. Y que cuando otros jugaban y por azar llegaba la pelota a mis pies me hacía el distraído, miraba para otro lado y seguía mi camino sin atender a las voces de los que me pedían que se la devolviera.
            Cambio de conversación y hablamos de la ópera de Dvorák, un maravilloso cuento de hadas. No conocía la historia y lo que más me sorprendió es que, a poco de comenzar, el personaje principal, que interpreta Renée Fleming, se queda mudo. ¡Una protagonista muda! ¿A qué libretista se le puede haber ocurrido una cosa así? Afortunadamente, recupera la voz.
            Pienso que no debí contar nada. Una trivialidad, sí, darle una patada a un balón. ¿Habrá algo más frecuente? Pero no lo es tanto hacerlo por primera vez pasados los sesenta. El hecho me deja preocupado. ¿Me estaré convirtiendo en una persona normal?
            “Martín, Martín, a veces tengo la impresión de que eres un marciano de incógnito”. “Eso también pensaba yo”, le respondo, “pero me temo que estaba equivocado. Comienzo a sospechar que soy tan vulgar, anodino e insignificante como cualquiera”.
            Y lo que más me sorprende es que no es tan terrible. También tiene su gracia ser como todo el mundo.


Domingo, 9 de febrero
DISCREPAR

De pocos temas se dicen tantas tonterías como de Internet y las redes sociales. A mí me gusta irlas coleccionando y repasarlas cuando me entran dudas sobre mi capacidad intelectual (cosa que no ocurre a menudo, para qué nos vamos a engañar).
            Hoy leo la entrevista que, en El Cultural, le hace Daniel Arjona a Frank Schirrmacher, un ensayista alemán doctor en filosofía y literatura, autor de libros de éxito. El último se titula Ego, las trampas del juego capitalista y es, al parecer, un demoledor análisis de la sociedad contemporánea. Cuenta y no acaba las maldades de Google y Facebook y, para terminar de meternos miedo, añade lo siguiente:  “Cuando Amazon desarrolla un programa que hace paquetes y les pone la etiqueta de su domicilio antes de que usted mismo sepa siquiera que va a comprar el libro, puede que le parezca inofensivo e incluso fascinante. Pero ¿qué ocurre si su jefe de personal ya calcula su finiquito para el año 2020?”.
            Pues no, señor Schirrmacher, doctor en filosofía y en literatura, a mí no me parece ni inofensivo ni fascinante; a mí me parece simplemente estúpido que un doctor en esto y en aquello pueda pensar que existe un programa (o incluso que pueda llegar a existir) que antes de que yo sepa siquiera que voy a comprar un libro retire ese libro de las estanterías de Amazon, lo empaquete y le ponga mi dirección. ¿Cómo me va asustar a mí Internet si ni siquiera me asusta que una presunto experto que vende muchos libros pueda afirmar en serio tal cosa, como otros afirman no menos seriamente que las pirámides las levantaron los extraterrestres?
            No, no me asusta, todo lo contrario, me hace sentirme más inteligente que tantos sabios pontificadores sobre esto y aquello. También a mí me gusta pontificar sobre lo que ignoro, como a todo el mundo, pero no creo que nunca pueda hacer afirmaciones semejantes. Soy alérgico al pensamiento mágico, mi maestro es Sherlock Holmes.


Lunes, 10 de febrero
SER UN POCO SECTARIO

En estos casos, siempre recuerdo una viñeta de Mingote publicada hace años en el ABC. “¿Qué le parece la nueva fuente que ha colocado el alcalde?”, le pregunta un personaje del pueblo a otro de fuera. Y la respuesta: “Espere usted a que me entere de a qué partido político pertenece el alcalde”.
            Por razones burocráticas, he de visitar la consejería de cultura del Principado. Se encuentra encaramada a la altura de un decimoquinto piso, pero sin ningún piso debajo y sin ninguna razón, salvo el capricho del arquitecto. Quizá lo hiciera para tener buenas vistas, pero desde el despacho del alto cargo al que visito solo veo feas fachadas y a la señora del piso de enfrente tendiendo la colada en la terraza.
            En alguna parte tiene que haber escaleras, pero yo no las veo. La secretaria del alto cargo, a la que le pregunto (me asusta que se declare un incendio y no se pueda utilizar el ascensor), no sabe dónde están.
            “Sé que las hay, pero yo no las he visto nunca”.
            “¿No han realizado nunca ningún simulacro de emergencia?”
            “Yo no he participado en ninguno”.
            Me empiezan a entrar deseos de escapar pronto de aquella previsible ratonera. “Si yo fuera inspector de trabajo, cerraba de inmediato estas oficinas”, le digo al alto cargo en cuanto le veo, con mi falta de diplomacia habitual. Él si sabe donde están las escaleras, a ambos lados, en el interior de las diagonales que sostienen en alto el bloque de oficinas. “Si tienes vértigo, mejor que no las veas”. Pero a mí me gustaría observarlas algún día y seguir vivo para contarlo.
            El edificio, por supuesto, lo ideó Calatrava, ¿A quién si no se le podía ocurrir semejante disparate? Pero lo que a mí me fascina es que hubiera responsables políticos que lo dieran de paso. Galdós, en los tiempos de la primera restauración borbónica, habló de la “locura crematística”. En la segunda restauración, parece que hubo algo más que locura crematística, un despilfarrador entontecimiento colectivo.
            Salgo a la calle con una sensación de alivio. Pienso en los pobres funcionarios que tienen que pasar horas y horas encaramados allá arriba. Y pienso también en la viñeta de Mingote. Porque este costoso y peligroso disparate lo promovieron los de un partido (todavía recuerdo al alcalde de entonces, un alcalde-Calatrava, alardeando el día de la inauguración), pero lo apuntalaron los de otro, el que yo voto. Criticar sería como tirar piedras contra mi propio tejado. Por eso callo. De vez en cuando tampoco está mal ser un poco sectario.


Martes, 11 de febrero
CAFÉ CON VERSOS

Ninguno de los libros que han llegado hoy a la redacción de Clarín me resulta particularmente atractivo, así que, mientras tomo un café en los Porches, me entretengo recreando, o inventando, epigramas.
            Epitafio de un perro: “Delaté a los ladrones, pero no al amante. / Complací así a mi amo, tan avaro, / y a mi dueña de dulce corazón. / Con igual amor los dos ahora me lloran. / Aprende, caminante, que el silencio / tan útil es como callar a tiempo”.
            Eruditos a la violeta: “Doctos tan solo en el lugar común, / ¿a qué perder el tiempo con vosotros? / Jamás dijisteis cosa alguna / que no dijeran antes otros, y mejor”.
            Fugaz eternidad: “Cuando tu boca está bajo mi boca / y mis ojos están sobre de los tuyos / con envidia me miran desde el cielo / Dios y su corte de bienaventurados, / aunque su dicha dure una eternidad / y la mía tan solo unos pocos instantes”.


Miércoles, 12 de febrero
HACER LA COMPRA

Después de leer, tomar un café y charlar un rato, si se presenta algún amigo, todas las tardes entro en algún supermercado. Es parte de mi rutina. Me relaja. Los encuentro al paso, al regresar a mi casa desde el centro. Una tarde toca Mercadona, otra Alimerka, otra El Árbol, otra Masymas, otra el Día. Los sábados son para Carrefour, en Los Prados. Aunque siempre con libros y aparentemente en las nubes, he acabado convirtiéndome en un experto en ese cotidiano prosaísmo. Sé dónde tienen la mejor fruta y qué productos están a mejor precio en cada uno de ellos. También sé dónde todavía te regalan la bolsa y dónde las cajeras (o los cajeros) son más amables. En unos sitios te entregan la bolsa ya abierta, en otros te colocan en ella los productos y hay uno en que te la arrojan de cualquier manera y te miran displicentes mientras tú te esfuerzas en abrir el prensado plástico.
            Por supuesto, solo y parco como un eremita, no necesitaría comprar todos los días, así que procuro comprar poco de cada vez, para tener motivo para el juego diario. Compro siempre lo mismo y de la misma marca, salvo un producto que ha de ser distinto cada vez (conviene poner un poco de aventura en el día a día).


Viernes, 14 de febrero
FINGIR, FINGIR

El poeta es un fingidor, ya se sabe, y a mí lo que más me gusta fingir es que estoy enamorado: “Amor me vuelve un nuevo Prometeo / al que el buitre devora sin descanso, / un insecto que muere fascinado / por la luz que le llama y que le abrasa. / Soy el más desdichado de los hombres, / y el más feliz solo con que me mires”.


Sábado, 15 de febrero
NO ESTAR ENAMORADO

A las personas que viven solas les suele deprimir un día como el de ayer en el que todo nos recuerda lo bonito que es estar enamorado. Pero a otro perro con ese hueso. Si he de hablar por mi propia experiencia, los únicos amores que no acaban mal son los que no empiezan. El amor es un préstamo con intereses usurarios. Pronto hay que devolverlo, si no con sangre, sudor y lágrimas (que a veces también), sí con prolongadas sesiones de tortura en las que no se utilizan más que las palabras o, lo que es peor, los silencios. Yo, a fuerza de tropezones, creo que he aprendido a no caer en esa trampa. Pero no por eso dejo de estar alerta. Los que se han librado de una adicción saben que la recaída siempre es posible, que no hay que darle ni un sorbo a la copa –a la boca– que la vida nos brinda sonriente.
            Paso el día feliz pero luego, por la noche, me cuesta dormirme. ¿Realmente he estado enamorado tantas veces como he creído estar enamorado?
            “Tú no trabajas, juegas a que trabajas” me dijo una vez un amigo. Quizá también solo he jugado a estar enamorado para tener algo sobre lo que escribir.
            A veces pienso que la única persona de la que de verdad he estado enamorado ha sido de mí mismo. Lo demás fue solo un juego, un deporte de riesgo, la ruleta rusa.
            La última bala me pasó muy cerca. No quisiera volver a repetir.


A buen entendedor: Un hombre, solo un hombre

$
0
0


Domingo, 16 de febrero
SAVIANO SAVATER

Nunca me he creído todo lo que se cuenta, aunque lo hagan periódicos presuntamente serios y no los apresurados correveidiles de las redes sociales. La historia de Roberto Saviano, el valiente periodista que se enfrentó a la camorra napolitana con un libro y desde entonces vive escondido y protegido por la policía, siempre me ha parecido un poquito sospechosa. Leo hoy una entrevista con él y esas sospechas se confirman.
            Pase que la mafia, tras la publicación de Gomorra, amenace de muerte a su autor y con ello consiga que un libro que apenas había sido leído llegue a vender diez millones de ejemplares. Ser criminales, engañar a la policía y hacer turbios y rentables negocios en todo el mundo no siempre tiene por qué ir acompañado de una gran inteligencia. Las amenazas de la camorra convirtieron a Saviano en una estrella mundial, con colaboraciones en los más importantes diarios del mundo y un programa de televisión. Sin esas amenazas no sería nadie. Puedo aceptar que a los camorristas les ha salido el tiro por la culata; pretendían acallarle y le han regalado un altavoz de alcance mundial.
            Pero resulta que ahora publica otro libro de denuncia, CeroCeroCero, “un viaje de casi quinientas páginas por el negocio de la cocaína a uno y otro lado del Atlántico”. Y el volumen está dedicado “a todos los carabineros de mi escolta. A las treinta y ocho mil horas pasados juntos. Y a todas las que todavía hemos de pasar”. Y yo no me imagino cómo se pueden investigar los negocios secretos de la droga rodeado de una escolta de carabineros. El libro comienza –explica el autor en la entrevista que hoy publica El País– “con una lección que da el capo italiano a los latinos de Nueva York”. La lección es de filosofía de calendario, de mala pelicula de serie B: “Si vosotras queréis el poder, tenéis que saber que algún día lo pagaréis”.
            ¿Y quién le contó a Saviano esa conversación? ¿El capo italiano? ¿El mafioso latino? ¿Y qué hacían mientras tanto sus escoltas? Quizás se trata únicamente de que quienes investigan son otros y él solo pone el nombre, como Fernando Savater en más de uno de sus libros. En cualquier caso, un porcentaje alto de sus ingresos se los debería abonar el escritor napolitano a la camorra, ya que a ella se los debe.
            Umberto Eco dice que Saviano es un héroe, y no es el único que afirma tal cosa. Yo creo que es un bluff, que su historia sirve para vender como valiente periodismo de investigación lo que no es más que literatura “basada en hechos reales”, y no siempre buena literatura, al contrario de lo que ocurría con los hirientes y estridentes libros de Curzio Malaparte.


Lunes, 17 de febrero
VANIDAD, DULCE VANIDAD

Sonrío cuando alguien me reprocha ser vanidoso. Y nunca se me ocurre replicar. La vanidad es para mí una de las formas de la cortesía. Rechazar un elogio trae como consecuencia que vuelvan a insistir en él; decir que lo que uno escribe vale poco suele obligar al amable interlocutor a afirmar lo contrario.
            Cuando recibo algún elogio, prefiero no hacer alardes de modestia, ni falsa ni verdadera; simplemente doy las gracias y cambio de conversación. El interlocutor lo agradece, porque la mayoría de los elogios son solo una forma de cortesía. Negarse a aceptarlos es obligar a repetirlos.
            Antes, más joven e ingenuo, cuando alguien me decía que le había gustado un libro mío, siempre preguntaba cuál, y la respuesta solía ser desoladora: “Uno creo que azul, que se titulaba… No recuerdo cómo se titulaba, que hablaba de libros o de un viaje que había hecho, no sé bien”.
            Y lo peor fue aquella vez en que una admiradora me dijo que le gustaban tanto mis artículos que incluso a veces los recortaba y me enseñó uno que llevaba consigo y que no era mío, sino de un colega periodístico por el que yo no siento particular admiración.
            Finjo ser vanidoso para evitar los elogios que tanto buscan los escritores modestos, y no porque a mí no me gusten los elogios, sino porque me deprime comprobar que casi nunca son sinceros y nunca son suficientes.

Martes, 18 de febrero
CHARLAS DE CAFÉ

“¿Lees todos los libros de los que hablas? –me pregunta Fernando Albuerne en Los Porches– ¿O solo los hojeas?”
            Los que reseño los leo enteros, por supuesto, y si son de poesía siempre más de una vez. Pero la mayor parte de los libros que pasan por mis manos solo los hojeo, y con eso tengo más que suficiente. Unos quedan descalificados para siempre, otros son valiosos y permanecen a la espera de su momento (aunque a veces no llegue nunca), y hay algunos que simplemente no me interesan, aunque puedan ser muy valorados por la crítica y tener los más importantes premios. Estos dos libros que me acaban de llegar –y señalo los dos que están sobre la mesa– apenas he tenido tiempo de hojearlos, pero ya tengo opinión formada sobre ellos. Del autor de Un viaje a la India, Gonçalo M. Tavares dice Saramago en la contraportada: “Ganará el Premio Nobel en menos de treinta años. Estoy convencido. No tiene derecho a escribir tan bien con solo treinta y cinco años. Dan ganas de pegarle”.
            ¡Menudo elogio! No apetece ni abrir el volumen después de un elogio así. Pero lo he abierto y lo que me he encontrado ha sido una novela en verso, miles de versos distribuidos en diez cantos. Un viaje a la Indiaes una especie de recreación de Os Luisiadas, el poema de Camoens. ¿Miles de versos? No sabemos cómo sonarán en portugués, pero en español parecen prosa cortada arbitrariamente y distribuida en párrafos numerados de ocho líneas que recuerdan a las octavas reales de los poemas épicos: “No vamos a hablar de la roca sagrada / donde se construyó la ciudad de Jerusalén, / ni de la piedra más respetada de la Antigua Grecia, / que está en Delfos, en el monte Parnaso, / ese Ónfalo –el ombligo del mundo– / hacia el que debes dirigir la mirada, / a veces los pasos, / siempre el pensamiento”. Y así durante más de cuatrocientas páginas. Sospecho que se trata de uno de esos libros “transgresores y provocadores” que los críticos no tienen inconveniente en elogiar con tal de que no les obliguen a leerlos. Comparado con semejante mamotreto, Kassel no invita a la lógica, de Enrique Vila-Matas casi parece el Quijote. Comienza como uno de sus artículos periodísticos explicándonos lo que es un McGuffin y poniéndonos algunos ejemplos, todos bien conocidos. Luego nos cuenta un disparatado viaje a la famosa feria de arte que se celebra en la ciudad de Kassel (en ella tuvo Félix de Azúa la revelación de que el arte había muerto un día preciso del siglo veinte y a una hora concreta). Autoficción, parodia y reflexión sobre el sentido del arte en general y de la literatura en particular. Muchas alusiones literarias y muchas citas ingeniosas, reales o inventadas. Una lectura agradable, sin duda, pero que se puede interrumpir en cualquier capítulo sin tener la sensación de que nos perdamos nada. Uno de esos libros sobre los que uno puede hacer una excelente reseña sin más que picotear acá y allá. Yo creo que esa es la razón por la que abundan más las reseñas elogiosas que las negativas. Para ponderar un libro no hace falta leerlo; para destrozarlo, sí. Y a mí me gusta más lo segundo, qué le vamos a hacer. Por eso los libros que reseño tengo que leerlos y releerlos antes de hablar de ellos. Otra cosa son las charlas de café, amigo Fernando.


Miércoles, 19 de febrero
ORTEGA Y LA VIOLENCIA DE GÉNERO

Me gustan las afirmaciones provocadoras. “¿Qué tienen en común un proxeneta y Julián Marías?”, pregunté una vez en un congreso literario para escándalo de todos. Mi respuesta dejó a la audiencia aún más estupefacta: “Que ambos son orteguianos”.
            Sí. Detrás de un proxeneta, de un explotador de mujeres, de un maltratador de su pareja, de quien incurre en la violencia de género, no hay más que alguien que se toma la filosofía de Ortega demasiado al pie de la letra. En su “Esquema de Salomé”, incluido en El Espectador, afirma este que la esencia de la feminidad consiste en que solo “cuando entrega su persona a otra persona” su destino se realiza plenamente: “Todo lo demás que la mujer hace o que es tiene un carácter adjetivo y derivado. Frente a ese maravilloso fenómeno, la masculinidad opone su instinto radical, que la impulsa a apoderarse de otra persona. Existe, pues,  una armonía preestablecida entre hombre y mujer; para esta, vivir es entregarse; para aquel, vivir es apoderarse, y ambos sinos, precisamente por ser opuestos, vienen a perfecto acomodo”.


Jueves, 20 de febrero
UN MAL NEGOCIO

Como no entiendo nada de economía, me fascina todo lo que tiene que ver con la economía. Leo la noticia de la compra de WhatsApp por Facebook. Resulta que ha pagado nada menos que catorce mil millones de euros por una empresa que tiene poco más de cincuenta empleados y apenas produce beneficios, si es que los produce. Por mucho menos, por muchísimo menos, por pagar un sobreprecio infinitamente menor al comprar un banco en Florida, el juez Elpidio José Silva metió en la cárcel a Miguel Blesa. Suerte tiene Mark Zuckerberg de no ser español.
            Y es que hacer negocios tiene mucho que ver con los juegos de azar (claro que en España se prefiere apostar con dinero público, no con el propio). Se compran empresas no por su valor actual, sino por el que se cree que pueden tener en un futuro. O para evitar la competencia. Y a veces se hace el ridículo. Para evitar la competencia, a pesar de que ya tenían dos centros en Oviedo, unos grandes almacenes españoles se instalaron en el Calatrava. Y desde el primer día perdieron más dinero del que podrían haber perdido si allí se instalara una empresa rival.
            ¿Puede ser rentable una empresa que te cobra al año por miles de mensaje poco más de lo que cualquier empresa de telefonía te cobra por un solo mensaje? Eso es algo que yo no me puedo imaginar. Pero Mark Zuckerberg piensa de otra manera y por muy buena opinión que tenga de mí mismo debo reconocer que, de estos asuntos, sabe más él que yo. A pesar de todo, me atrevo a profetizar que no ha hecho un buen negocio.


Viernes, 21 de febrero
INTIMIDADES

“¡La intimidad ha muerto!” claman los profetas del Apocalipsis ante el avance de las redes sociales. Pero yo cierro los ojos cada noche y, para conciliar el sueño, dejo a un lado los problemas del día y me subo a una barca, en la noche estrellada, y me deslizo río abajo, como un personaje de Mark Twain o de Walt Whitman, hasta una isla en medio de la corriente. Allí enciendo una hoguera. Me suelo quedar dormido mientras contemplo el chisporroteo de las llamas. Esta es una de mis fantasías favoritas. Otras veces me pongo a pasear por la Venecia escondida de los campisolitarios, los soportales oscuros, los estrechos canales a los que se asoma una terraza llena de flores. Siempre hay una voz que canta tras una ventana y yo me adentro en el portalón gótico…
            No, la intimidad sigue vivita y coleando. De lo que pasa dentro de mi cabeza nadie sabe nada más que lo que yo quiero contar. Mis fantasías son mías, con Facebook o sin Facebook, y a nadie le muestro de ellas más que lo que quiero. Y con frecuencia las fantasías que cuento nada tienen que ver con mis verdaderas fantasías, no siempre tan poéticamente presentables como la barca, el río, la isla y Venecia.


Sábado, 22 de febrero
UNA CITA DE ORTEGA

“Yo no soy un libro hecho con reflexión: / soy un hombre, solo un hombre, con su contradicción”.

A buen entendedor: Lágrimas de papel

$
0
0

Sábado, 28 de septiembre
NADIE ESTÁ DE MÁS

“Hay un raro placer en no ser comprendido ni por los que te aman ni por los que te detestan”, escribió Nietzsche. Pero según pasan los años uno tiene la impresión de que todos le comprenden demasiado bien. Y sin misterio nos volvemos transparentes y prescindibles.
            Vuelvo a Nietzsche, siempre vuelvo a Nietzsche, ahora el pretexto es la selección de sus aforismos que acaba de publicar la editorial Renacimiento. Dos de los que más me impresionaron en mi adolescencia, y que no he olvidado desde entonces, no los he vuelto a encontrar:
“Nadie está de más en el mundo, pero sobramos todos”.
“Si Dios bajara a la Tierra y viera lo que había hecho, no podría perdonárselo jamás”.

Domingo, 29 de septiembre
COMO UN MAL SUEÑO

También se miente con la verdad, y yo soy especialista en ello. Dar la impresión de que se cuenta todo, incluso lo que menos nos beneficia, pero callar lo más importante, lo que no nos atrevemos a confesar ni a nosotros mismos. O sí, pero solo en las noches de insomnio, y luego tratamos de olvidarlo como un mal sueño.
            Eso fueron, un mal sueño, los días en la isla, cuando yo había decidido romper con todo y tú no tenías nada con lo que romper. El olor y el sabor del verano, las aguas tan azules, el velero con el que recorríamos los dispersos islotes, las calas escondidas, la ermita remota y blanca en lo alto de una colina, el rebaño de ovejas virgilianas.
            Los días en la isla, la súbita tormenta que estuvo a punto de hacernos naufragar, el sabor de los higos, de las uvas, del queso y de la miel, de la soledad lentamente saboreada en las noches claras en que brillaban todas las estrellas.
            Incluso cuando llegaron los días desapacibles del invierno, cuando soplaba el ventarrón y la lluvia era un látigo helado, era grato quedarse en casa, junto al fuego, que a veces tardaba en encenderse y llenaba de humo toda la gran cocina aldeana. O salir al jardín, cuando la lluvia cesaba, a tratar de arreglar un poco los desperfectos.
            Leíamos mucho aquellos días, había tiempo para todo. Recuerdo que tú siempre volvías a un largo poema de Lord Byron, su Don Juan, y de vez en cuando te entretenías en traducir al castellano una octava que te parecía especialmente brillante. “Amo el amor y soy correspondido”, comenzaba una de ellas, al menos en tu versión.
            Recuerdo aquellos días en la isla, los días más felices de mi vida. No teníamos teléfono, todavía no se había inventado los teléfonos móviles, solo había un teléfono público en la isla, apenas si teníamos noticias del mundo, la radio la encendíamos solo para escuchar música.
            Todos los días eran iguales y ningún día era igual a otro. Antes de cerrar los ojos cada noche, para ser consciente del prodigio, para no darlo por consabido, me repetía, a modo de oración, unos versos: “Tantos años que pasaron / con mis soledades solo / y hoy tú duermes a mi lado”. Y al despertar, por unos interminables segundos, siempre temía que todo hubiera sido un sueño. Pero no, ahí seguías, durmiendo feliz (siempre te despertabas mucho después que yo).
            No, tú no eras un sueño y, sin embargo, todo fue un sueño.
            Un mal sueño. Todavía no me explico cómo pudo ocurrir semejante metamorfosis.
            La vida es un mago bromista que gusta de hacer esos trucos, de gastarnos esas bromas.


Lunes, 30 de septiembre
SOBRE EL AMOR

Según he ido perdiendo la capacidad de estar enamorado, he ido perfeccionando mi capacidad de fingirlo.
            No me gusta enamorarme a menos de estar seguro de que no voy a ser correspondido.
            Yo no le doy más importancia al sexo que a beber un buen vaso de agua cuando se tiene sed.
            ¡Aquel vaso de agua fresca y perfumada una sofocante tarde de verano, cerca de la casa en que vivió Leopardi, tras volver de una excursión al Vesubio!
            Pero según van pasando los años, hasta el agua fresca parece que pierde sabor.
           
Martes, 1 de septiembre
VOY CONTRA MI INTERÉS AL CONFESARLO

Nadie mínimamente decente puede ser feliz, y yo lo soy a menudo.        
            Tener razón es una vulgaridad, pero a mí me encanta.
            En los duelos verbales nunca tiro a matar, me conformo con hacer sangre.
            Hablo para no tener que escuchar.
            Cuanto más me conozco a mí mismo, más me gusta mi gato.
            Odio el silencio: está lleno de ruido.
            Mi deporte favorito es decir lo contrario de lo que pienso.
Cuando quiero hacer el bien, todo me sale mal.
            Tener éxito es otra vulgaridad igualmente encantadora.
            Nada me divierte más que, después de una buena noche de sueño, observar la cara de los que han pasado la noche divirtiéndose; soy así de sádico.
            Puedo prescindir de cualquier cosa, salvo de mis caprichos.
            Sin espolvorearla con un poco de tontería, la inteligencia no sabe a nada.

            
Miércoles, 2 de septiembre
NEGOCIOS RAROS

Al llegar a las siete en punto de la tarde a la cafetería de costumbre a tomar el café de costumbre, la encuentro cerrada. ¿Avería, cierre definitivo? No veo ningún cartel, pero no me extrañaría nada esto último. Mis amigos se ríen de mí porque dicen que cierro todos los locales que frecuento (el más reciente, de esta misma cadena, hace pocos meses en la calle del Rosal). Y lo que ocurre es que, como soy tan rutinario, siempre sigo a bordo hasta que el barco se hunde.
            El naufragio de hoy se veía venir desde hace tiempo. El nuevo gestor parecía empeñado en espantar a los clientes, abundantes hasta hace bien poco, hasta que se hizo con el negocio. Recurrió a todas las artimañas, la más eficaz poner dos televisores enfrentados, cada uno en un canal distinto y siempre en marcha y con estridente sonido aunque nadie los mirara (nunca nadie los miraba) y, por supuesto, acompañarlos con un no menos disonante hilo musical. Recuerdo que un día de verano sofocante, más sofocante todavía el local que la calle, al entrar a la hora en punto para comenzar la tertulia, preguntamos: “¿No funciona el aire acondicionado?” Y el camarero respondió: “Funciona, pero el dueño nos ha prohibido ponerlo en marcha”.
            “Qué raro personaje empeñado en tirar piedras contra su propio negocio”, pensé yo, no menos raro que él, empeñado en ser fiel a mis rutinas contra viento y marea.
            ¿Y cómo soportas una vida tan monótona?, me preguntan a veces quienes me conocen poco. Yo sonrío y no digo nada. Pongo todo mi empeño en evitar el más mínimo cambio y aún, en ventitrés mil ciento dos que llevo de vida, no he conseguido un día igual a otro.
            Nada más cotidiano que el asombro y la aventura, nada más imposible que la monotonía.


Jueves, 3 de septiembre
ILUSIONISMO

Me divierte el programa Brain Games, de National Geographic, y me enseña a conocerme un poco mejor. Viendo lo fácil que resulta engañar a nuestro cerebro –al menos para Apollo Robins, “especialista en el engaño”–, lo extraño es que alguna vez estemos en lo cierto, seamos capaces de conseguir que la realidad no nos dé gato por liebre.
            No se puede ser realista sin mucha imaginación. Y la imaginación nos gasta a veces malas pasadas.
            Yo hago recuento de mi vida a menudo y el resultado pocas veces es el mismo. Hay días en que el saldo resulta negativo, hay días, como hoy, en que llego a la conclusión de que, si no en todo (tampoco hay que exagerar), sí que me he equivocado en todo lo verdaderamente importante.
            Sabemos que ahí fuera hay algo, pero no sabemos qué. Lo que pasa dentro de las cabezas de los otros es un misterio. Cuando esperamos una sonrisa, nos encontramos con un mordisco. Y quien parecía no poder prescindir de nuestra compañía cualquier día, cuando menos lo esperamos, se aleja sin despedirse.
            También es un misterio para mí lo que pasa dentro de mi cabeza, ese laberinto de espejos. Esta noche me siento estafado y yo mismo soy el estafador. Me he creído todos los cuentos que me contaba.
            Los días más felices de mi vida no han existido nunca.


Viernes, 4 de septiembre
LLORO SOBRE TU HOMBRO

Van y vienen las lecturas. Tenía olvidado a François Mauriac, que leí con pasión en la adolescencia, y ahora una película de Claude Millar, Thérèse Desqueyroux, me hace volver sobre los tomos de tapas azules de sus obras completas. Abro al azar uno de ellos y me encuentro con la siguiente anotación del Diario de un hombre de treinta años: “Tarde chorreante de lluvia, tenebrosa y solitaria. Si quisiera telefonear a un amigo para que viniera a acompañarme, no hallaría un solo nombre”.
            ¿Lo hallaría yo? La verdad es que siempre estoy dispuesto a dejar que alguien llore sobre mi hombro,  pero no me veo llorando sobre el hombro de nadie.
            Soy incapaz de abrir en privado mi corazón, pero en público no tengo ningún problema.
            Lo que no le cuento a nadie, con un papel por delante se lo cuento a todos.
            Mis lágrimas son siempre lágrimas de papel.








A buen entendedor: Cercanías

$
0
0

Domingo, 23 de febrero
STEVE JOBS Y YO

¿Cómo voy a saber lo que busco si todavía no lo he encontrado? La frase se la escuché a un niño, pero podría ser de Unamuno. O de Steve Jobs. Leo el pequeño volumen en que Walter Isaacson resume las razones de su liderazgo.  “La gente no sabe lo que quiere hasta que no se lo enseñas”, afirmaba. Otra frase suya que a mí me gusta mucho: “Nuestra tarea es leer cosas que todavía no están en la página”.
            Coincido con casi todas las ideas de Steve Jobs. Coincido en que decidir lo que no hay que hacer es tan importante como decidir lo que hay que hacer. Coincido en que todo lo que no es imprescindible estorba. Coincido en hacer lo que creo que tengo que hacer aunque nadie sea capaz de apreciarlo. Coincido en que nadie es lo suficientemente sensato sin un punto de insensatez.
            Me asombra comprobar tantas coincidencias. En realidad, entre Steve Jobs y yo, si prescindimos de su genialidad, apenas hay diferencias.


Lunes, 24 de febrero
UN LIBRO EN BLANCO

Cruzo la calle Antonio Machado y sigo por Leopoldo Lugones hasta el colegio público de La Ería. Meda la impresión de que estoy recorriendo a la vez un capítulo de la historia de la literatura y otro de mi propia vida. Desde el fondo del aula, escucho al alumno de Magisterio en prácticas que les habla a los alumnos de Egipto mientras les proyecta imágenes del país. Los niños y niñas –de unos diez años– escuchan absortos y de vez en cuando hacen alguna ingenua exclamación o preguntan algo. Y yo recuerdo aquel curso en que tuve que dar clase a cuarenta niños –entonces eran solo niños– de seis o siete años en el colegio de Ventanielles. No eran tan dóciles como estos. Cuando ya no había manera de mantener el orden mínimo –y especialmente los viernes por la tarde, cansados de toda la semana, resultaba imposible–, recurría a un sistema que siempre me dio resultado: contar un cuento. Los cuentos los leía de un gran libro que tenía bien a la vista sobre mi mesa. Al final, me bastaba hacer el ademán de coger el libro para que se hiciera el silencio en clase. Un silencio expectante. Porque aquel era un libro mágico. Lleno de historias inagotablemente seductoras y de ilustraciones maravillosas. Pero no todos las podían ver. En realidad era un volumen de hojas en blanco que había preparado yo mismo cuando asistí a un taller de encuadernación. Yo lo abría por cualquier parte y sentía que todos aquellos ojos muy abiertos y fijos en mí. No podía fallar como narrador o los angelitos se convertirían otra vez en inquietos diablos. “Érase una vez…” Me gustaba empezar siempre con la fórmula consabida. Y a continuación venía la acostumbrada sucesión de enredos y maravillas. Si la atención parecía decaer, una trampilla se habría en el suelo de la habitación del pequeño héroe o un tiranosaurio asomaba la cabeza por la ventanilla del coche y la clase se unía en un unánime grito de asombro. Al final del curso el libro mágico que yo había inventado se volvió verdaderamente mágico. Los niños me pedían a menudo que se lo enseñara y se asombraban de que aquellas páginas en blanco pudieran contener tantas historias. Pero de pronto uno de ellos me señaló el dragón que aparecía en una de las páginas y comenzó a describirme sus siete cabezas que arrojaban fuego. Y otra tarde el más listo, el que mejor leía, me pidió que le dejara el libro y comenzó a leer una historia, la misma que yo había contado la semana pasada. “Me tomas el pelo”, le dije. “Estás haciendo como que lees”. “No, maestro, ya sé leer sin equivocarme. A mi padre le leo el periódico”. Y luego otros niños se ofrecieron a leer ellos. Y las historias que encontraban en aquel volumen en blanco elegantemente encuadernado ya no eran variaciones de las que habían escuchado otras tardes. Quizá el libro era verdaderamente mágico y el único que no podía ver lo que en él estaba impreso era yo.
            En el colegio de la Ería, he vuelto a revivir la sensación de aquellas tardes, que hacía tiempo había olvidado. Como a Sherezade, a mí también me salvó una vez el arte de contar historias. Un arte que he perdido, como tantas otras cosas.


Martes, 25 de febrero
EL ARTE DE QUEDARSE SOLO

En el reverso de una hoja de calendario que aparece en un libro de segunda mano (Días ejemplares de América, de Walt Whitman), encuentro esta frase de Ramón y Cajal: “Considero la afición a la soledad, tan común en los viejos, como el fruto amargo del conocimiento de los hombres. Al final de una larga travesía por mar se ansía, más aún que pisar tierra, perder de vista a los harto conocidos compañeros de viaje”.
            No estoy yo muy de acuerdo. Los viejos no tienen ninguna afición a la soledad. Todo lo contrario. Por eso se ponen a charlar con cualquiera, conocido o desconocido, al menor pretexto. Se queda solo quien ya no es útil para nadie, quien ya no sirve para nada.  Pero resulta menos deprimente, para los viejos y para los jóvenes, pensar como Ramón y Cajal, pensar que si están solos es por su gusto, no porque no encontremos ni un momento libre para ir a hacerles un rato de compañía.


Miércoles, 26 de febrero
ANTES DE FREUD

El Walt Whitman de Días ejemplares de América, apuntes y anotaciones que muchas veces parecen escritos a vuela pluma, con descuidada espontaneidad, no es el memorable poeta de la democracia, pero está lleno de encanto. Habla de sus lugares favoritos de Nueva York, que en más de un caso son también los míos. Union Square, por ejemplo, y el tramo de la calle Catorce entre Broadway y la Quinta: “Todo ese espacio es amplio y libre, inundado por el oro líquido del poderoso sol de las horas últimas. A las cinco de la tarde la zona se llena de mujeres hermosas, abundantes jóvenes y niños con sus ayas”. Para mí esa zona la delimitan dos librerías: Barnes & Noble al norte y Strand al sur. En el laberinto de la segunda se encuentran más tesoros, pero en la cafetería de la primera, con hermosas vistas a la plaza, puede uno pasar la tarde leyendo o charlando sin prisas.
            A Walt Whitman le gustaba ir a los muelles: “La partida de los grandes vapores, al medio día y por las tardes. No existe mejor medicina cuando se está deprimido o con ánimo melancólico”. También pasear, a pie o a caballo, por Central Park. Allí se ha hecho muy amigo de un joven policía; “bien plantado y de tez curtida”, precisa. El lector actual sonríe ante la ingenuidad y el candor con que Whitman manifiesta su particular imagen del paraíso: “De nuevo a bordo del Minnesota. El teniente Murphy vino amablemente en mi busca con su bote. Me gustan estos breves viajes en barco –los marinos bronceados, fuertes, de miradas tan brillantes e inteligentes, moviendo los remos con largas brazadas mientras me conducen a través de las aguas. Veo a los marineros, en grupo, aprendiendo el manejo de armas cortas. A las doce todos estamos reunidos para el almuerzo alrededor de una gran mesa en el salón de guardia; una alegre, concurrida y cordial reunión; mucho para comer y de lo mejor; me relaciono con los nuevos oficiales, charlo con algunos de los muchachos”.
            Todavía Freud no se había dedicado a rebuscar en el sótano de esa alegre camaradería viril.


Jueves, 27 de febrero
 REGALOS

Soy de esas personas que se pasan la vida quejándose, pero sospecho que no soy de las que tienen más motivo para ello. Con los recortes, se contratan menos profesores y cada vez es más el trabajo, y peor el horario, de los que quedamos. Este año, además de las clases habituales, tengo que visitar a algunos alumnos que hacen sus prácticas de Magisterio en diversos colegios de Asturias. Comodón y rutinario, lo tomo como engorro. Me doy cuenta ahora de que, en realidad, se trata de un regalo.
            Esta mañana estuve en el colegio público de Muros del Nalón. Cuando llegué, estaba a punto de terminar el recreo y desde las calles próximas se oía esa discorde algarabía infantil que es una de las bandas sonoras de la felicidad. Al entrar en el patio, vi que no todos los niños daban patadas al balón. En una esquina, había uno leyendo absorto y, junto a la puerta de entrada, otro, de unos seis años, sentado en el suelo, tocaba la flauta mientras seguía atentamente la partitura desplegada sobre sus piernas cruzadas. Parecía uno de esos ángeles músicos que hay en el pórtico de las catedrales. El alumno al que vengo a calificar da clase de lengua. Pide a los niños que lean un texto en voz alta. Lo hacen con una dicción tan perfecta que no puedo por menos de comentarlo con la maestra. “Es que todos los días leemos algún poema. El otro día leíamos un poema de Berta Piñán y como antes habíamos hablado de la historia de Dafne que se convertía en laurel les gustó mucho encontrársela en el segundo verso”. Y yo siento envidia de estos niños y niñas que a los diez años ya leen en clase a los mejores poetas y conocen y reconocen a los héroes de la mitología.
            Los periódicos no traen más que malas noticias, pero el mundo se sostiene porque está lleno de gente que hace con amor su trabajo, de héroes anónimos que no son noticia.
            La visita al colegio no es el único regalo de este día. Hay también un plácido café en la plaza de Muros del Nalón, con su campanario de piedra, el ayuntamiento decimonónico (1876 es la fecha que se lee en la fachada), el busto bigotudo del prócer y su tranquilidad de otro tiempo. Y las casas llenas de misterio y grandes jardines, muy cuidadas o desvencijadas, cada una susurrando un secreto. Y está el mirador del Espíritu Santo con su mínima ermita blanca que a mí, no sé por qué, me trajo el recuerdo de las islas griegas; el azul del mar era el mismo, pero no el verdor de la tierra. Y el otro mirador, el de la Atalaya, donde han colocado unos muy ripiosos versos de Alfonso Camín: “Yo nací en una cumbre cerca del cielo / donde ruge el valiente mar de Cantabria, / donde van a galope de las galernas / con la cruz de Pelayo vientos de España…”


            Desde lo alto había visto la barra de San Esteban que marca la desembocadura del Nalón; luego paseé por primera vez por la orilla del puerto, con sus viejas grúas y las vías del ferrocarril carbonero que allí termina. Parecía un pueblo desierto, un escenario fantasma por el que solo el tibio sol de la mañana paseaba sus melancolías.
            Aún tuve tiempo, antes de regresar a casa para comer a su hora, para descubrir la villa de Pravia, en la que nunca había estado. Uno suele desdeñar, o postergar, lo que tiene demasiado cerca. Nos pasa con los lugares y con las personas. Pero como yo soy optimista –hoy por lo menos– eso también tiene sus ventajas. ¿Cómo si no podría hacer tantos descubrimientos en una sola mañana?


Viernes, 28 de febrero
JUGAR LIMPIO

Interviene, desde Sevilla, mi amigo Abelardo Linares en la tertulia de los viernes. Es curioso cómo cambian las cosas. Anda ahora polemizando, en su blog y en el mío, con un poeta barcelonés y yo soy quién le aconseja que no siga, que mire para otro lado, que ciertos debates ensucian (como citar, en una reseña displicente, el pasaje villeniano de El invitado amargo, amigo García Pérez). Tengo fama de polemista, de agresivo, de malintencionado. Y quizá bien ganada. Pero me gusta jugar limpio, o lo que yo entiendo por tal. Arremeter contra el poetastro o el infautado personaje, pero dejar a salvo la persona. Reírme de las declaraciones de quien dice que está contra el realismo en poesía porque “el realismo es el lenguaje del poder” mientras le abraza el presidente del gobierno y le besa el ministro de cultura. Pero solo de las declaraciones, no del valetudinario y entrañable anciano. Claro que para muchos las heridas en la vanidad son siempre ataques personales, y los más dolorosos. Creo que no es mi caso, aunque yo soy tan vanidoso como cualquiera. Le recuerdo a Abelardo que, en una revista que él dirigía, un crítico de cuyo nombre no quiero acordarme (pero me acuerdo perfectamente) escribió: “Las opiniones sobre la poesía de García Martín están divididas: unos opinan que es un mal poeta; otros, que no es un poeta”. A mí me hizo mucha gracia esa observación, y la repito con frecuencia (lo que no estoy tan seguro es de habérsela perdonado al autor).




A buen entendedor: Un golpe de timón

$
0
0

Sábado, 1 de marzo
LA VIEJA RUSIA

Escojo mis lecturas para cada ocasión con el mismo cuidado que los elegantes dedican a su indumentaria. Esta tarde he traído conmigo, además de los habituales suplementos literarios, el manual de historia de Rusia que acaba de publicar mi primo Pedro García Martín, catedrático de Historia en la Universidad de Madrid, y también novelista y hombre de muy variados saberes. Me parece lo más adecuado para los intermedios de El príncipe Igor.
            Los largos descansos de la ópera, que tanto me aburren en el Campoamor, los aprovecho, en las retransmisiones neoyorquinas de Los Prados, para tomar un café y leer un poco. A la música de Borodin, a su exaltación de la vieja Rusia, le pongo como contrapunto unas líneas de Gogol que se citan en el manual: “Cuanto más se adentraban en la estepa, más hermosa se volvía. En aquel entonces, todo el Sur, hasta el Mar Negro, era un territorio virgen. Nunca el arado había atravesado las inmensas olas de vegetación salvaje. Solo los caballos, ocultos entre ellas como en un bosque. Toda la superficie de la tierra parecía un océano verde y dorado sobre el que hubieran salpicado millones de flores distintas. Mezclados con los tallos finos y delgados de las altas hierbas, se veían muchos cardos de color azul celeste, azul oscuro y lila; la retama erguía su pirámide de flores amarillas; el trébol blanco, con caperuza en forma de paraguas, resaltaba en lo alto; una espiga de trigo traída de Dios sabe dónde maduraba al sol; entre las gruesas raíces corrían las perdices estirando el cuello…”
            Y se escucha el canto de un millar de pájaros distintos, los halcones se mantienen inmóviles en el cielo con las alas extendidas, una bandada de gansos salvajes se alza sobre un distante lago. Ese es el paisaje que sigo viendo luego mientras escucho la música y me invade la melancolía. “Gime la tierra rusa y ruega por los tiempos pasados y por los antiguos príncipes”, como dice uno de los versos del Cantar de la hueste de Igor.
            ¿Quién ganará en la partida de ajedrez que ahora se juega en Ucrania? Mis simpatías, aunque me cuide de reconocerlo para no despertar demasiadas antipatías, se inclinan hacia Rusia. Yo creo que, si aprovecha bien sus bazas, el golpe de Estado propiciado por la Unión Europea, le brinda en bandeja la ocasión para arreglar el entuerto de Crimea, ese regalo de un dictador soviético, como si los países pudieran regalarse. 


Lunes, 3 de marzo
PRETEXTO PARA VOLVER

Salgo de la librería de Valdés con dos viejos números de Revista de Occidente, disfrutando por anticipado el placer de hojearlos mientras tomo un café. El primero es de mayo de 1925 y está, como era de esperar, lleno de maravillas, ya desde la colorista y primaveral viñeta de Bores. 


Fernando Vela habla de cine y Jorge Guillén publica por primera vez sus décimas, que tanto asombro causaron, entre ellas la del beato sillón en que se afirma que el mundo está bien hecho. No faltan ni Benjamín Jarnés ni Antonio Espina ni Díez-Canedo. Pero no me admira menos, y me sorprende más, el otro número, de 1966, de los años oscuros del franquismo. Comienza con unos poemas de Salvador Espriu, en catalán por supuesto, titulados “Pais basc”. Eran otros tiempos, entonces los intelectuales de izquierda aún no habían demonizado el nacionalismo.
            Tras los versos de Espriu, unas páginas de Julián Gállego sobre Venecia que enseñan a mirar de otra manera las fachadas barrocas tan denostadas por Ruskin: San Moisé, Santa Maria Zobenigo, el Ospedaletto. Son fachadas menos arquitectónicas que pictóricas y están hechas para ser vistas de cerca, de abajo arriba, tal como propicia el estrecho lugar en que fueron construidas. La Calle Ancha del 22 de Marzo no existía cuando se construyó San Moisé y por eso la vemos deformada.
            La revista trae muchas cosas más (entre ellas las famosas notas sobre lo “Camp”, de Susan Sontag, que tanto juego darían luego a Castellet y los novísimos), pero a mí “La visualidad veneciana”, de Julián Gállego, me ofrece un buen pretexto para regresar a Venecia a la primera ocasión y comprobar su teoría.


Martes, 4 de marzo
DEBATIR POR DEBATIR

––Martín, Martín, deja ya de meterte con Savater, a quien antes admirabas tanto. El que apoye un partido político distinto al que tuyo no me parece motivo suficiente para que le descalifiques de esa manera.
            ––No le descalifico por eso, ni tampoco porque avale con su nombre material intelectual averiado, como el famoso libro Las ciudades y los escritores.
            ––-Desde que te conozco has actuado igual. ¿Cuánto tardaste en arremeter contra Aleixandre o contra Bousoño o contra Villena? A ti lo que te fastidia de Savater es que desmonte, con muy buenas razones, los argumentos de los nacionalistas.
            ––¿Con muy buenas razones? Eso es que le has leído poco. Vamos a ver lo que dice en el enésimo artículo que dedica a la materia, “Otra asignatura pendiente”, que hoy mismo publica en El País. En el debate actual echa de menos “la elucidación de la cuestión de fondo: en qué consiste la ciudadanía misma”. Y continúa: “Porque desespera ver que en la disputa actual los protagonistas siguen siendo Cataluña, Andalucía, Euskadi y demás territorios, con sus agravios o exigencias, pero nunca los ciudadanos con los derechos y deberes que los configuran como tales. Es la confusión entre pertenencia (prepolítica, acrítica, sentimental e intelectualmente irrefutable) y la participación basada en derechos civiles y leyes, en acuerdos institucionales y en la deliberación de cada cual. O si prefieren entre ‘identidad’ que es una construcción esencialista a base de rasgos culturales o folclóricos, y ‘ciudadanía’, que es la titularidad del ejercicio democrático moderno para la que no cuentan particularismo previos religiosos, raciales o regionales”. Creo que cito lo fundamental de su pensamiento, sin desnaturalizarlo ni caricaturalizarlo para rebatirlo más fácilmente.
            ––Citas bien, citas bien. Yo también he leído ese artículo. Y ahora me gustaría saber en qué no estás de acuerdo.
            ––Estoy de acuerdo en todo lo que acabo de citar, y me atrevo a suponer que, no ya Artur Mas u Oriol Junqueras, estarían de acuerdo, sino hasta Arnaldo Otegui. En Cataluña lo que se pretende (y se trata de impedir por todos los medios) es preguntar a los ciudadanos de Cataluña con derecho a voto cual es su opinión sobre un asunto político de especial importancia. Preguntar a los ciudadanos de Cataluña, sean cristianos, musulmanes o judíos, bailen o no la sardana, les guste o no el pan con tomate, hayan nacido en Cataluña, en Andalucía (no olvidemos que un andaluz fue presidente dela Generalitat) o en Mozambique. No es necesario que compartan ninguna construcción ‘esencialista’, basta que estén empadronados en Cataluña y tengan derecho al voto. Savater combate un espantajo que él mismo se ha formado, no el derecho de los ciudadanos de Cataluña a decidir su futuro político. Detrás de sus razonamientos presuntamente racionales hay un dogma nacionalista, esencialista, de la peor especie, un dogma que expresó de la mejor manera José Antonio Primo de Rivera: “España es una unidad de destino en lo universal” y Cataluña ha de formar parte de España porque sí, lo quieran o no los catalanes. Y cómo da igual cuáles sean los deseos de los ciudadanos de Cataluña, ¿para qué preguntárselo? Hacer una consulta es perder tiempo y dinero, aunque el noventa por ciento quisiera formar un Estado propio no se lo íbamos a permitir. Esa es la razón última de Savater, la razón de la fuerza, del porque no nos da la gana y si estás a disgusto pues te jodes. Y su habilidad retórica le sirve de poco, solo engaña con ella a los previamente convencidos.
            ––Hombre, en ese asunto, algo tenemos que decir también los demás españoles.
            ––Mucho tenemos que decir, por supuesto. Pero lo que no podemos es obligar a una región o nacionalidad (sea o no histórica) a ser española contra su voluntad. A eso no se puede obligar ni a los gibraltareños. Para que el Reino Unido salga de la Unión Europea basta que sus ciudadanos así lo quieran, no hace falta que también lo aprueben los alemanes y los griegos y el resto de los europeos. Para formar parte de una asociación hace falta que el resto de los miembros nos acepte; para salir, basta la voluntad propia libremente expresada. 
            –-Tú no tienes en cuenta la ley.
            ––Si hay una ley que impide a los ciudadanos de una comunidad expresar su opinión sobre una cuestión de capital importancia, esa ley debe cambiarse. Pero no hay ninguna ley que impida un referéndum meramente consultivo, no vinculante. No te dejes engañar, amigo Ángel. Ni todos los savateres del mundo pueden hacer que lo blanco sea negro. No hay ninguna ley que impida colocar una terraza frente a un local, pero hace falta el permiso del Ayuntamiento. Lo mismo pasa con las consultas. Basta con que el gobierno central la autorice para que sea perfectamente legal. Pero el gobierno central no está por la labor, su intención es ponerles una mordaza en la boca a los ciudadanos de Cataluña para que no digan lo que piensan. Empeño inútil porque lo que no digan de una manera lo dirán de otra: las elecciones autonómicas no se pueden prohibir, aunque sospecho que a más de uno le gustaría.


Sábado, 8 de marzo
TUVE UN SUEÑO

Soy una persona muy racional, tan racional que, a la hora de tomar cualquier decisión, jamás dejo de tener en cuenta mis sueños. Anoche dormí poco y mal, atormentado por borrosas pesadillas. Antes de despertar, y quizá ya medio despierto, tuve sin embargo un sueño claro y preciso. Navegaba, cerca de la costa, en un velero que se parecía mucho al barco-escuela de un pasado verano, pero que en el sueño, con su gran biblioteca, recordaba al Nautilus de alguna edición decimonónica de La isla misteriosa. En la biblioteca, parte de la tripulación y algunos polizontes bebían, fumaban, jugaban a las cartas. Los pasajeros se habían ido bajando en los diversos puertos. Solo yo, el capitán, seguía a bordo tras el motín. Pensé arrojarme al agua, nadar hasta la orilla y construir un nuevo barco.
            Me desperté de la ensoñación pensando que era hora de dar un golpe de timón a la vieja tertulia que se viene reuniendo todos los viernes desde hace treinta años. Convertirla de nuevo en un lugar de descubrimientos. La próxima semana presenta su último libro de poemas Lorenzo Oliván en el Club de Prensa, el mismo lugar en que en 1988 –hace más de un cuarto de siglo– presentó sus Cuatro trazos, editado precisamente por la tertulia Oliver. ¿Podríamos descubrir hoy a un nuevo Oliván o a un nuevo López-Vega, que tardaría todavía algunos años en llegar? Me temo que no. Entonces publicábamos una revista (primero Cuadernos Óliver, luego Escrito en el agua, finalmente las más longeva Reloj de Arena), habrá que volver a hacerlo. Se me ocurre un título: Los Nuevos. Poemas del grupo de la tertulia y de autores que admiren, solicitados por ellos. La literatura siempre ha avanzado así.
            Después de la mala noche, el amanecer me llena de optimismo. El día parece que va a ser soleado y luminoso. De las dos tertulias de los viernes, la primera, a las siete de la tarde, será solo para gente esté dispuesta a trabajar. Gente joven, la única capaz de aprender.
            El problema será cómo decir estas cosas a los habituales de los últimos tiempos sin que se sientan como el lastre que hay que soltar para que el barco pueda seguir navegando. Tendré que ser muy discreto y sumamente diplomático. Pero ya se sabe que a discreto y a diplomático no me gana nadie.






A buen entendedor: Vuelta a empezar

$
0
0

Domingo, 9 de marzo
CITAS

Escribe Andrés Barba al comienzo de una reseña: “Hay un hermoso proverbio chino (que más de uno ha atribuido a Borges) que asegura que Dios inventó el gato para que el hombre pudiera acariciar al tigre”.
             Yo siempre creí que ni era chino ni era de Borges, sino de José Emilio Pacheco. Lo he citado como suyo incontables veces. Y no creo que mi memoria me engañe. En seguida lo encuentro en mi edición de Tarde o temprano, comprada en los ochenta, leída y releída con admiración y asombro. El poema “Gato” dice así: “Ven / acércate más. / Eres mi oportunidad/ de acariciar al tigre / –y de citar a Baudelaire”. Me doy cuenta de que parte del poema está en cursiva; quizá sea efectivamente un proverbio chino que José Emilio Pacheco se limita a copiar, añadiéndole una culta coletilla.
            El poema que yo más veces he citado es también de José Emilio Pacheco. Se titula “Antiguos compañeros se reúnen” y dice exactamente lo que mi memoria recuerda: “Ya somos todo aquello / contra lo que luchamos a los veinte años”.
            Mi memoria no suele ser tan fiel. Le gusta corregir, cambiar, retocar. Y a mí me gusta respetar esos arreglos. Casi todas mis citas son inexactas, o simplemente inventadas.  Cualquier ocurrencia parece siempre más ingeniosa cuando se la atribuimos a Oscar Wilde: “La gramática es el esqueleto de la poesía”, “Los grandes poetas, como las mujeres enamoradas, están siempre ciegos”, “En una pareja siempre hay alguien que falta, o que sobra”.
            Para compensar, muchos de mis páginas más personales y más confidenciales las han escrito otros. El poema mío que más me gusta es de Manuel Altolaguirre: “No me has querido y huyes por tus años / hacia un país en donde yo no existo”. Se titula “Despedida” y todos los poemas de amor que yo he escrito glosan ese poema.

Lunes, 10 de marzo
CONFESIONES PERSONALES

Como a los políticos, me gusta más hablarle a la gente que hablar con la gente.
            Yo no soy una persona normal; yo soy como todo el mundo.
            No he estado nunca casado, no sé lo que es odiar de verdad a alguien.
            Si toda la mala gente desapareciera de pronto, el mundo dejaría de funcionar.
            Quizá a veces sea un mal amigo, pero siempre soy un buen enemigo.


Martes, 11 de marzo
ANTES DE LO PREVISTO

Vierten este día periódicos y televisiones ritualizadas lágrimas de cocodrilo por los muertos de hace diez años. Pero a mí no me duelen ya esos muertos (y creo que a los políticos que componen el gesto mirando de reojo al electorado, tampoco). Uno no manda en su dolor. Me aterra hoy el naufragio de Avilés, la desaparición de un avión en Malasia. Salió el Santa Ana en la madrugada de un puerto que conozco bien. Sus tripulantes se fueron a dormir. Uno se quedó al mando. Ninguno sabía que el puerto de destino estaba muy cerca, frente al Cabo Peñas, en un lugar bravío y hermoso que a mí me gusta contemplar. Un amigo mío, Manuel Ferreira, ha viajado incontables veces con los pescadores de Asturias para hacer fotografías. En invierno y en verano, con buen y con mal tiempo. Hace unos días me llamaba para decirme que había estado en el Gran Sol, como el novelista Ignacio Aldecoa. Y me dijo que si no me apetecía embarcarme a mí también, que él podía hablar con algún patrón de pesca. Y yo soy tan temerario que pensaba aceptar, a pesar de mi edad y de que ni sé nadar ni he practicado jamás ningún deporte. Uno de los desaparecidos en ese barco si sabía nadar y era un gran deportista. Se llamaba Marcos del Agua Chacón, y el nombre ya parece una predestinación. Ahora está bajo el agua, en el estrecho camarote, con forma de nicho. Ojalá a él, como a los otros desaparecidos, no le diera tiempo a despertarse.
            Y en el cielo de Malasia un avión desparece, con más de doscientas personas a bordo, sin dar el más mínimo aviso, sin dejar rastro, como raptado por extraterrestres. Si pasa el tiempo, y siguen sin encontrarse sus restos, nada me extrañaría que algún experto ufólogo fuera al programa Cuarto Milenio a contarnos peregrinas teorías.
            No más peregrinas que las que otros contaron, y muchos interesadamente creyeron, a propósito de aquellos muertos de hace diez años. Que nunca importaron a nadie, salvo a sus familiares y amigos, sino como arma arrojadiza contra el contrincante político. Creo que ya va siendo hora de que se los deje en paz.
            Hoy me aterra ese barco que se desvió en el mar en calma, ese avión volatilizado, los tripulantes y los pasajeros que creían ir hacia un destino y en realidad iban a otro. Al mismo al que vamos todos. Pero ellos llegaron antes de lo previsto.


Miércoles, 12 de marzo
ANÉCDOTAS

Leo lo que cuenta Armas Marcelo de su admirado Jorge Semprún: “En una ocasión, Pasionaria lo llamó a París y le ordenó que tomara un tren hasta Moscú. Cuando Semprún llegó, Pasionaria estaba a punto de salir para el balneario del Mar Negro y le dijo que la acompañara. Por fin, tras muchas horas de viaje, llegaron al balneario del Mar Negro, a la ciudad de Constanza, donde Augusto desterró a Ovidio. Pasionaria tomó el coche que la estaba esperando y Semprún la acompañó hasta la dacha. Cuando llegaron, Pasionaria le dijo que no bajara del coche, que volviera a la estación y que allí tomara el tren para Moscú y luego de inmediato volviera a París”.
            Si la anécdota es cierta –Armas Marcelo afirma que se la contó el propio Semprún durante “una noche gloriosa” en la Rumanía de Ceaucescu–, el afamado escritor no solo merecería el calificativo de “cabeza de chorlito” con que le obsequió Pasionaria cuando lo expulsó del Partido, sino el más entrañable de “perrito faldero”. Pero ya se sabe que las anécdotas que los escritores cuentan de sus amigos suelen ser un vengativo género de ficción.
            La anécdota que yo suelo contar de Aleixandre creía haberla leído en Los encuentros, pero cuando he querido citarla textualmente no he sido capaz de dar con ella.
            Poco después de que le concedieran el Premio Nacional de Literatura por La destrucción el amor, fue a su peluquería habitual. Como su nombre había salido en los periódicos, el barbero le recibió con zalamería, mostrándose muy orgulloso de contar entre sus clientes con alguien tan importante. Luego le dijo que también cortaba el pelo a otro señor que escribía versos. “No es un personaje como usted, pero dicen que escribe versos, es un señor mayor”. “¿Ah, sí? ¿Y recuerda usted como se llama?”, preguntó Aleixandre por decir algo. “Usted no le conocerá, no es famoso como usted, pero también escribe versos. Creo que da clase a niños. Se llama don Antonio”. Se trataba –lo supo después– de Antonio Machado.
            Creo recordar ahora que esa anécdota, que yo creía tomada de Los encuentros, me la contó Carlos Bousoño cuando era profesor en los cursos de verano de la Universidad de Oviedo y yo le acompañaba, después de las clases, hasta su hotel, en el edificio de La Jirafa.
            Antonio Machado no era importante para nadie; ni siquiera para su peluquero. Solo lo era para quienes le habían leído. Eso es lo que distingue a un escritor de un figurón.


Jueves, 13 de marzo
METAFÍSICO ESTÁIS

Tras la presentación del último libro de Lorenzo Oliván, Nocturno casi, le acompañé un momento al hotel, mientras los demás amigos esperaban en el café, y aproveché para ponerle algunos reparos, como en los años de la tertulia. “¿No crees que imprimir como prosa poemas escritos en verso no añade nada, sino que dificulta la lectura?”, “Juan Ramón lo hacía, y Valente”. “Y Unamuno”, añado yo. “Y este último fue el único que dio razones convincentes de esa práctica. Resulta que en su tiempo los periódicos pagaban los artículos pero no los poemas, así que él –que era muy tacaño– escribía los versos todos seguidos, como si fuera prosa, para poder cobrarlos”.
            Otro reparo mayor le pongo y pronto nos ponemos a discutir, como en los viejos tiempos. Le acuso de utilizar lo que yo llamo “el efecto Gamoneda”, esto es, de emborronar el poema, eliminar referencias concretas, para hacerlo parecer más profundo. “¿Y cuándo he hecho yo eso? Lo que pasa es que a mí no me interesa el realismo en poesía, y en eso sí coincido con Gamoneda, yo soy un poeta metafísico; a mí, de lo que se ve, lo que más me interesa es lo que no se ve”. “Pues a mí a veces me da la impresión de que haces lo que se cuenta que hacía Eugenio d’Ors. Cuando escribía un artículo, antes de enviarlo al periódico, se lo leía a su secretaria, y le preguntaba si lo entendía. Si esta respondía que sí, él añadía: Pues oscurezcámosle un poco”.
            Le leo el comienzo de su poema “Una alucinación” (el título remite a José Hierro): “Entraste en el recinto de lo cuadrado. La paleta metálica, repleta de cemento, golpea en lo cuadrado, precisa de un sonido seco, cortante, duro para alzar lo cuadrado”. Se habla luego de “visión cuadriculada”, de “alrededor cuadrado”, de “lapidación de la contemplación”, de “la razón suprema de todo lo cuadrado”.
            “¿Y no entiendes de qué hablo? Vaya, Martín, estás perdiendo facultades. Pues ¿de qué voy a hablar? De un cementerio. Lo cuadrado se refiere a los nichos; en el poema cuento, bueno, no cuento, dejo que el lector la adivine, una cosa que me ocurrió cuando era niño en el cementerio de Castro”.
            (En el fondo, lo que me fastidia es que Oliván, el poeta de la tertulia que ha llegado más lejos en el escalafón literario y ha ganado más importantes premios, deba sus éxitos en buena parte a no hacer ningún caso de mis consejos.)


Viernes, 14 de marzo
NUEVO DESCUBRIMIENTO DEL MEDITERRÁNEO

La tertulia de los viernes, iniciada allá por 1980 primero en el bar La Perla, frente al Campoamor, y luego en la cafetería Oliver, en la Avenida de Galicia, inicia una nueva etapa en el café del Paraíso, junto a los restos de la antigua muralla.
            Decía Borges que la batalla de Junín, uno de esos episodios gloriosos de la historia argentina, “son dos civiles que en una esquina maldicen a un tirano”. Pues del mismo modo la historia viva de la literatura tiene menos que ver con premios Planetas, sesiones solemnes en la Real Academia o lectura de tesis doctorales que con un grupo de jóvenes que, en el rincón de una cafetería, comentan apasionadamente los Mediterráneos que acaban de descubrir, los poemas recién escritos.

Sábado, 15 de marzo
ELOGIO DE LA REPETICIÓN

¿Llega uno a una edad en que ya ha dicho todo lo que tenía que decir y solo le queda repetirse? Es posible, pero cuando unos lectores y unos interlocutores nos abandonan, llegan otros a los que todo les suena a nuevo.



A buen entendedor: Elogios, terrores y cautelas

$
0
0

Domingo, 16 de marzo
ELOGIO DEL TURISTA

Al anciano Maurice Barrès le preguntaron qué deseo pediría y él respondió: “Tener veinte años y viajar a Italia por primera vez”.
            Lo leo en las Cartas de Italia, de Josep Pla, uno de esos libros a los que uno, como a Italia, nunca se cansa de volver. Su idea de la felicidad se parece mucho a la mía: “Llegar a una ciudad desconocida, dirigirme al hotel, tomar un  baño, vestirme y salir a la calle al azar, a curiosear y a hacer de franco forastero”.
            Quien ha vivido largos años, o toda la vida, en París, Venecia o Nueva York no conoce lo mejor de París, Venecia o Nueva York. El secreto de una ciudad está a la vista de todos, pero solo sabe verlo el viajero de paso.
            Las ciudades hechas de historia y de literatura a menudo se muestran ceñudas con sus habitantes, pero siempre sonríen al enamorado que las visita por primera vez, o que vuelve continuamente a ellas, pero siempre con la ilusión de la primera vez.


Lunes, 17 de marzo
MIS TERRORES FAVORITOS

Siempre he vivido lleno de temores, pero no siempre han sido los mismos. Ahora me angustia el miedo a quedarme sin ideas, a que no se me ocurra nada a la hora de escribir.
            Un miedo absurdo, porque nadie se ha muerto de no escribir y lo que sobran son escritores en el mundo. Si me ganara la vida escribiendo, resultaría preocupante, pero no teniendo ninguna obligación, ¿por qué me preocupa no ser capaz de cumplir con una obligación que no tengo?
            Cierto que siempre bromeo con eso de la posteridad, con que me gustaría ser leído dentro de cien o de mil años, y la verdad es que no me molestaría demasiado pasar a las páginas de la historia de la literatura (que para mí es como la historia de mi familia). Pero no me parece que la posteridad se vaya a ocupar mucho de mí, siga o no siga escribiendo. No es cierta, o solo lo es en muy pequeña parte, la afirmación de que el tiempo es el mejor juez y arregla los entuertos de los contemporáneos. El tiempo lo único que hace es añadir más paletadas al olvido. No hay gran nombre de la historia de la literatura que no fuera reconocido como tal por sus contemporáneos. ¿Y Pessoa? ¿Y Bécquer? ¿Y Cervantes?, me replicará alguno. El reconocimiento no siempre es inmediato; a veces se retrasa. Ni Pessoa ni Bécquer vivieron lo suficiente para ver publicada su obra, y Cervantes conoció el éxito con su Quijote, y las burlas de algún envidioso coetáneo, como Lope, no hacen sino acrecentar ese éxito. Cuando un escritor llega a los sesenta años y publica desde los veinte todo lo que escribe, no hay sorpresa posible post mortem.
            Estas cosas las pienso, pero no se me ocurre decirlas en público. Por una doble razón: porque parecen una petición para que alguien las refuten, y porque hay otros escritores –y de más talento-  a los que todavía se les ha hecho menos caso que a mí.
            En realidad, yo no tengo la sensación de que se me ha hecho poco caso, aunque me queje a menudo de ello. He disfrutado siempre del mayor de los lujos, el de decir lo que quería, sin preocuparme demasiado de si molestaba o no.
            La verdad es que no estoy demasiado a disgusto con mi destino literario. “Yo he hecho lo que he podido, / fortuna lo que ha querido”, y si los que escriben los manuales del futuro no me tienen en cuenta, pues qué se le va a hacer, pero seguro que no me van a quitar el sueño en la plácida eternidad.
            Y no sería muy grave que no escribiera más. ¡Hay tanta gente con talento en el mundo! Podrá no ocurrírseme nada a la hora de escribir, pero de lo que estoy seguro es de que no me faltarán maravillas a la hora de leer.
            O sea que no debería estar preocupado, pero el hombre es un animal paradójico. Y hay noches de insomnio, demasiadas noches, que me aterra el miedo a no ser capaz de escribir una línea más. Para probarme lo contrario, nada más levantarme, antes de desayunar, todavía no sé si dormido o despierto, acostumbro a pergeñar un soneto como quien hace una crucigrama, doy luego a la tecla de borrar y me voy a la primera clase recuperado el buen ánimo.
            Esta mañana, por juego, he decidido conservar esos versos y los releo antes de ir a acostarme para evitar que se repita la absurda pesadilla de ayer.
            La lluvia que en la calle cae callada / y desterrada del oscuro cielo, / el llanto que en mis ojos pone un velo, /el corazón que corre hacia su nada,
            la realidad que sigue ensimismada / y la verdad que súbita alza el vuelo: / es tarde ya para cualquier anhelo / y todo es soledad y sombra helada.
            A mi lado respiras todavía / --ayer no eras, no serás mañana--, / eternidad que dura un solo día.
            Un dios cansado mira a su criatura / --tras de tanto fervor tanta desgana--, / simple ejercicio de literatura.


Miércoles, 19 de marzo
LOS QUE NO VALEMOS PARA OTRA COSA

Abro el correo que me envían desde el Vicerrectorado de Profesorado y Ordenación Académica indicando la capacidad docente para el curso 2014-1015: “Carga inicial: 320 horas. Reducciones de la carga docente (total 0 horas). Carga final: 320 horas”. Debería sentirme un poco avergonzado. En la Universidad, como bien dijo el ministro Wert, hay que reducir la carga docente a los mejores para que se dediquen a la investigación y a la gestión, y aumentársela como castigo a los que no sirven para la política universitaria o no son capaces de conseguir un proyecto de investigación homologado.
            Debería sentirme avergonzado de ser –tras dar clases durante cuarenta y dos años (y no ya sin ningún año sabático, sino sin ningún día de baja)– uno de los profesores con más docencia. Debería sentirme avergonzado, pero me siento orgulloso, y espero que el señor ministro me disculpe por ello.


Jueves, 20 de marzo
ESTAFAS JUAN RAMÓN, S. A.

Me llega hoy, obsequio de la editorial, un libro que estaba deseando leer. Nada menos que una obra mayor e inédita de Juan Ramón Jiménez, Vida, la autobiografía que comenzó a escribir en 1923 y que quedó sin concluir, como tantas otras cosas suyas. El otro sábado el suplemento cultural más leído subrayaba el acontecimiento dedicándole la portada, y mi amigo Andrés Trapiello, uno de los grandes conocedores del poeta, lo glosaba encomiásticamente.
            El volumen, de mil páginas, encuadernado y en formato de bolsillo, es un hermoso objeto que uno no se cansa de acariciar. Picoteo acá y allá disfrutando por anticipado de las horas de placer que me esperan.
            Pero debería haberme limitado a acariciarlo y a hojearlo, como cualquier reseñista que se precie. Solo así sería capaz de escribir con el entusiasmo de mi buen amigo Andrés y tantos otros periodistas culturales. He cometido el error de leerlo, página tras página, y aunque todavía voy solo por la mitad, ya he podido darme cuenta de que se trata de otra estafa.
            Este no es un libro de Juan Ramón Jiménez, aunque casi la mitad de lo que incluye lo haya escrito él. Este es un libro que avergonzaría a Juan Ramón Jiménez.
            Mercedes Juliá y Mª Ángeles Sanz Manzano han realizado un trabajo minucioso durante largos años. Tan minucioso como el de quien construye con palillos de dientes una réplica de la torre Eiffel, y exactamente con el mismo valor intelectual: ninguno.
            Estas cosas, por supuesto, no las diría yo en público, ¿para qué? Se enfadaría demasiada gente. Renuncio a hacer una reseña. Pero alguien, con más valor que yo, debería ser capaz de decir que hay formas más agradables de despilfarrar el dinero público (el libro está subvencionado y, por supuesto, a las profesoras que se dedican a prepararlo se les reduce su carga docente) que manosear los papeles de Juan Ramón y enturbiar su obra.
            Juan Ramón Jiménez y Fernando Pessoa son dos de los mayores poetas del siglo XX y, además, un inagotable venero para la investigación universitaria. Cada poco un nuevo investigador avanza unos pasos en su escalafón publicando el enésimo libro inédito de cada uno de ellos. ¿Y cómo se hacen esos libros? Con mucha paciencia y un desconocimiento completo de lo que es una obra literaria, con material ya publicado y con cualquier borrador inédito, que se encuentre por ahí o que otros investigadores hayan desdeñado. Y si hay varias versiones de un mismo texto, no se escoge la más acabada, sino que se ponen una tras otra para aumentar páginas.
            Vida, la magna obra autobiográfica de Juan Ramón Jiménez que se anuncia como un magno acontecimiento, lleva el subtítulo de “Volumen I. Días de mi vida”, y el primer fragmento que incluye dice “Mis hados orientales” (escrito con mayúsculas) y el segundo “Abrí los ojos, vi un mundo, etc”. Las correspondientes notas nos indican que ambos fragmentos son  inéditos y que están escritos “en el reverso de un menú del Washington Sanitarium & Hospital”.
            Los tres últimos capitulillos de la primera parte, titulada “Niñez, mocedad, juventud”, vale la pena copiarlos íntegros. El que lleva el número CCXLIV dice así: “Mi letra / Juan R. Jiménez / Juan R. Jiménez / Juan Ramón Jiménez”. El numerado CCXLV: “El Imparcial / Luis López Ballesteros, generoso y noble conmigo”. Y el siguiente: “El Imparcial / López Ballesteros / Escelente conmigo / Agradecimiento”. Y no son las únicas llamativas piezas de este mosaico. Otro ejemplo: “Blanco y Negro / (Navarro Ledesma)”. El siguiente lleva título “Colaborador” y ofrece esta variante: “Blanco y Negro, ABC. / Navarro Ledesma”.
            ¿No hay entonces ningún texto de interés en estas mil páginas? Por supuesto que los hay, incluso podría editarse con ellos un sugerente volumen juanramoniano de casi un centenar de páginas, pero pocos no han sido ya publicados en otros volúmenes.
            En las notas, las editoras distinguen entre “texto” (“prosa publicada por el poeta”) y “ante-texto” (prosa inédita o publicada en ediciones póstumas, confudiendo mero borrador inacabado con texto completo, aunque inédito). En el cuerpo del libro no; con el mismo tipo de letra y al mismo nivel aparece una maravillosa página juanramoniana que una simple palabra garabateada en un trozo de papel.
            Como tantos investigadores literarios, las editoras de este volumen han olvidado lo que es una obra literaria, la confunden con un trabajo de investigación (o lo que en la Universidad se entiende por tal). Este nuevo volumen juanramoniano no va destinado a los lectores, sino a los profesionales académicos de Juan Ramón, sirve para hacer carrera académica, no para dar a conocer una nueva obra del poeta. Al poeta le parecería una ofensa y una estafa a los lectores que se dejen engañar por los suplementos. Pero no seré yo quien diga estas cosas. Buscaré otro libro para la reseña de la próxima semana.
           
Viernes, 21 de marzo
SIGO SIN SER EL MÁS VIEJO

En la tertulia de hoy, que cambia de sede, nos dedicamos a buscar nombre para una nueva revista literaria. Será la cuarta que publica la tertulia, tras los irreverentes Cuadernos de Oliver, la efímera Escrito en el agua y la añorada Reloj de Arena. Cuando preparamos la primera, creo que ninguno de los contertulios de esta tarde había nacido. Me divierte comprobar que, a pesar ello, sigo sin ser el más viejo.




A buen entendedor: Menos que nunca

$
0
0

Sábado, 26 de octubre
YO ESCRIBO VERSOS

Hablábamos de historias de miedo y yo recordé uno de mis últimos viajes en taxi. Comparado con él, incluso aquel viaje en Nápoles al aeropuerto, cuando una manifestación cortaba el tráfico, resultó un juego de niños. Cierto que fuimos a veces en dirección contraria, que adelantamos coches invadiendo la acera o cruzando a toda velocidad entre dos vehículos en marcha y que el taxista, después de cada disparatada maniobra, se volvía para preguntarme sonriente: “¿Hai paura?”.
Pero todo eso resultó un juego de niños comparado con lo que me ocurrió el otro día en Lisboa. Claro que, bien mirado, no ocurrió nada. El taxista que me recogió a la puerta del hotel para llevarme al aeropuerto conducía con prudencia, teníamos tiempo de sobra. Y sin embargo...
            Atravesamos Restauradores y, antes de entrar en la Avenida da Liberdade, se volvió hacia mí y comenzó a hablar con educada voz y en un español más que aceptable:
            –-¿Sabe usted cuál es la enfermedad mental más frecuente, junto con el narcisismo? Es la psicopatía. Hace poco he visto un video en youtube al respecto. Se trata de individuos muy amables, muy encantadores en apariencia, pero que carecen de empatía, que no sienten el sufrimiento de los demás y que disfrutan haciendo daño. ¿Sabía usted que el setenta por ciento de la población de las cárceles está formado por psicópatas? Delinquen una y otra vez, son incapaces de arrepentimiento, no tienen curación posible. Tampoco piden nunca ayuda. Ellos no se creen enfermos, sino solo más listos que los demás.
            (El taxista comenzó a darme ejemplos, yo comencé a asustarme cuando llegaron casos de asesinos en serie cuyas actividades se describían con minuciosidad; varias veces traté de cambiar de conversación, pero él entonces me decía: “Deje, deje que termine”).
            –-Los psicópatas son la plaga de la humanidad y no tienen cura. ¿Y sabe usted por qué la ciencia no puede hacer nada por ellos? Porque tienen la marca del demonio, sus características son rasgos demoníacos. En el video de youtube que le dije, tomado de un programa de la televisión brasileira, aparecía una doctora diciendo que quizá, con la intervención en los genes, algún día podamos curar la psicopatía. Ya sabe usted cómo son los científicos. Tienen la verdad delante y son incapaces de verla. Se ríe el demonio en sus narices y son incapaces de darse cuenta. Han llevado a la humanidad al desastre y son incapaces de reconocerlo. ¡Los científicos son peores que los psicópatas! Unos nos alejan de Dios, otros nos acercan a él, aunque sea a través del terror al demonio. No es con ciencia como se arregla el mundo, sino con rezos. ¿Usted reza mucho?
            (Si yo tuviera esa costumbre, seguro que en aquel momento estaría rezando todo lo que supiera. El taxista hablaba y hablaba y de vez en cuando se volvía sonriente hacía mí, pero su sonrisa iba poco a poco adquiriendo un matiz que a mí me parecía amenazador.)
            –-Si alguien acabara con todos los científicos que niegan a Dios y alejan al hombre de su verdadero destino, haría algo bueno para la humanidad, ¿no cree usted? Y como Dios escribe derecho con renglones torcidos yo espero que alguna vez uno de esos psicópatas que cada vez abundan más, en lugar de asesinar niños, criaturas inocentes, se dedique a exterminar científicos y ateos. ¿No cree usted que le haría un gran bien a la humanidad?
            (Yo le daba la razón en todo mientras comprobaba ansioso si seguía las señales de la carretera que marcaban el camino del aeropuerto. Y las seguía hasta que, de pronto, en lugar de continuar de frente, como indicaba la flecha, tomó una desviación… Lo único que acerté a decir en aquel momento, con un hilillo de voz, fue: “Yo no soy un científico; yo escribo versos”.)


Domingo, 27 de octubre
INCONTINENCIAS

Los admiradores tienen rápida fecha de caducidad. Al menos, los míos. Pero eso, que me fastidia un poco, no me extraña nada. Yo soy igual. Del entusiasmo por la poesía de Aleixandre pasé al desdén absoluto. Y ahí sigo.
No siempre tienen explicación esos cambios. Pero algunas veces sí. Desde que lo leí por primera vez, en la Coimbra de 1980, he admirado y me ha acompañado Eugénio de Andrade. No ocurrió lo mismo con otro descubrimiento de entonces, Antonio Ramos Rosa. Pronto dejaron de interesarme sus borrosas y abstractas vaguedades. Llegué a conocerlo personalmente; José Bento me llevó a su casa.
Ahora en el diario de Jorge Listopad que publica semanalmente el Jornal de Letras encuentro una explicación de ese desinterés: “Una vez Antonio Ramos Rosa me contó cómo pasaba sus días: Por la mañana, al levantarme, me siento a la mesa y escribo un poema. Luego bajo las escaleras, voy a tomar un café y leo el periódico. Después vuelvo a casa y leo literatura”.
Escribía un poema todos los días y publicaba todos los poemas que escribía: tres o cuatro libros al año. Poemas aguados, desleídos, vacuas palabras sobre la página. La maquinita que funciona sola.
            Todos los poetas deberían venir provistos de interruptor y aprender pronto a hacer buen uso de él.

Lunes, 28 de octubre
EN LITERATURA

En literatura, y quizá en todo lo demás, solo hay una cosa que valga todavía menos que el éxito: el fracaso.


Martes, 29 de octubre
DE BUEN CONFORMAR

Los amigos, malévolos, siempre que se publica una antología, un número monográfico de una revista, un artículo en el que yo podría estar citado y no lo estoy, se apresuran a señalármelo. Y yo finjo que me indigna esa desatención.
            Pero me indigna poco. En primer lugar, porque sé de sobra cómo se consiguen las cosas. Los poetas, al contrario que otros escritores más comerciales, no tienen jefe de prensa y han de preocuparse ellos mismos por lograr alguna visibilidad. Sé lo que hay que hacer para que te reseñen  en tal o cuál sitio o para ganar tal o cual premio, pero hay cosas que solo me apetecen si son regaladas (los premios, ni regalados). El éxito es una de ellas; el amor, otra (bueno con el amor puedo hacer alguna excepción).
            El éxito, por otra parte, es como el agua salada. No calma la sed, da más sed.
            (Y además, para qué nos vamos a engañar, no sé si tengo todo el éxito que merezco –creo que tengo más–, pero desde luego tengo todo el que necesito. Y lo mismo me pasa con el amor o el dinero. Soy un hombre de buen conformar.)

Miércoles, 30 de octubre
MENTIRAS VERDADERAS

He aprendido a fingir tan bien que soy feliz que hasta yo mismo he acabado creyéndomelo.


Jueves, 31 de octubre
EL ORO DE NÁPOLES

Siguen siendo las librerías el lugar de los mejores encuentros, donde empiezan los viajes más fascinantes. Paso por Ojanguren y lo primero que me llama la atención es el campanile de San Gregorio Armeno, inconfundible, ocupando por completo la estrecha calle llena de puestos con figuritas del Belén. Luego me fijo en el título del libro, El oro de Nápoles, y en el autor, Giuseppe Marotta. Ya conocía la película, con Sofía Loren y Vittorio de Sica, Totó y Eduardo de Filippo, pero el libro no había tenido ocasión de hojearlo nunca. Lo traduce y lo edita ahora Pío Caro-Baroja en una colección de nombre muy barojiano: “Vitrina pintoresca”.
            Con qué placer me adentro en estas páginas, llenas de esplendor y miseria, como el mismo Nápoles. Están escritas en los años cuarenta, los años más duros, por un napolitano exiliado en el otro extremo del mundo, en Milán. Y comienzan con una visita al cementerio de esa ciudad, donde está enterrada su madre, a quien dedica el libro: “Llevamos a mi madre a Musocco, desde la otra punta de Milán; lloré en Porta Venecia y lloré en Corso Sempione; pero cuando finalmente la depositaron en la fosa ya no me quedaron más lágrimas; me llegué a odiar en aquel rostro serio de invitado que tal vez escrutara ella por última vez. Nunca hago nada en el momento oportuno, soy un hombre torpe y lo sé”.
            Cada uno tiene sus ciudades del alma y Nápoles es para mí una de las principales, no sé bien por qué razón. Cierto que basta con que amemos a uno de sus habitantes para que una ciudad se convierta en el centro del mundo. Por eso yo ya amaba a Nápoles antes de haber puesto el pie en ella. Nunca me ha atraído demasiado el pintoresquismo de la miseria, pero en Nápoles me siento en casa lo mismo en el patio suntuoso de algún palacio barroco o en una capilla deslumbrante en sus oros que en la gusanera del centro histórico, esa madeja de callejuelas cortada por la larga cuchillada de Spaccanapoli.
            Con Giuseppe Marotta vuelvo a recorrer la Via Toledo observando con fascinación y temor las estrechas calles que ascienden por la colina hasta la Certosa de San Martino y el Castel Sant’Elmo: “Hormiguean los gatos y la gente; y son incontables los banquetes de boda que a todas horas se celebran, como las enfermedades hereditarias, los ladrones, los prestamistas, los abogados, las monjas, los artesanos honestos, las casas de citas, las cuchilladas y las administraciones de lotería. Dios creó los quartieri para que allí lo alabasen y lo ofendiesen el mayor número de veces en el menor espacio posible”.
            He visto a Nápoles en todas las estaciones, con buen y con mal tiempo. Sin desdeñar sus espléndidos otoños de vieja cortesana que se las sabe todas, mis preferencia coinciden con las de Giuseppe Marotta: “En junio Nápoles explota como una rosa dentro de un jarrón; no tiene paredes o si las tiene es solamente para otro momento. Las casas pertenecen exclusivamente a las arañas y a las mandolinas somnolientas; que nadie busque a su San Giuseppe bajo el fanal o en la cómoda, hasta San Giuseppe ha salido”.
            Una vez en Nápoles me alojé en un caserón ennegrecido que algún tiempo había sido palacio y ahora era ruidosa casa de vecinos. Pero el cuarto en que me alojaba conservaba los dioses y las ninfas pintados al fresco en sus altos techos y las ventanas daban a un descuidado jardín con una especie de templete en el centro y una estatua mutilada. Nunca fui capaz de encontrar la puerta que me llevara a ese jardín, donde nunca vi a nadie, salvo a un gran gato arlequinado que a menudo se quedaba quieto mirándome fijamente mientras yo le miraba.


Viernes, 1 de noviembre
LLEGAR A CASA

Después de andar todo el día hablando con unos y con otros, qué agradable llegar a casa y encontrarse solo.

            Pero esta noche, en la penumbra silenciosa de la casa, me encuentro menos solo que nunca.


A buen entendedor: De un hombre y de un país

$
0
0

Sábado. 22 de marzo
NO QUIERO SER FELIZ

Como me gusta llevar cuenta de todo, repaso mis apuntes y llego a la conclusión de que perder la cabeza, lo que se dice perder la cabeza por amor, solo la he perdido siete veces. Las otras veces jugaba solo a perderla, hacía literatura, buscaba únicamente tener algo que contar.
            Y ahora me miras, y sonríes, y qué ganas me entran de arrojarme de nuevo al agua. Pero recuerdo a tiempo que no sé nadar. Y además, a cierta edad, da un poco de pereza ser demasiado feliz.
           
Domingo, 23 de marzo
TINTÍN EN ZUBROWKA

Juguetona, tintinesca, con su inteligente mezcla de parodia, nostalgia y folletín, El Gran Hotel Budapest, de Wes Anderson, me recuerda que sigo siendo un niño al que nada le gusta más que el que le cuenten una buena historia.
            Una historia de iniciación, que son las que a mí más me gustan, la historia de cómo llegar a ser un hombre cabal.
            Yo también, como Zero, el joven huérfano, el aprendiz del Gran Hotel, he llegado a ser el que soy porque en el momento justo conocí a Monsieur Gustave. O quizá solo lo soñé, como lo soñó Wes Anderson mientras leía a Stefan Zweig.


Lunes, 24 de marzo
ABDUCCIÓN

Las charlas de los sábados en Avilés con mi amigo José Manuel Feito –a veces incluso comentamos el sermón que ha preparado para el domingo, siempre lleno de inteligentes citas literarias– me han aficionado a la lectura de libros de teología, esa rama de la literatura fantástica. Releyendo hoy las cartas a los Corintios de San Pablo me encuentro con lo que no sería demasiado aventurado tomar como el relato de una abducción: “Yo sé de un hombre en Cristo que hace catorce años, si en cuerpo no sé, si fuera del cuerpo no sé, Dios lo sabe, fue elevado al tercer cielo. Y yo sé de este hombre, si en cuerpo o fuera del cuerpo no sé, Dios lo sabe, que fue elevado al Paraíso y oyó arcanas palabras que al hombre no está concebido escuchar”.
            Quizá fue el encuentro con un ovni lo que hizo a San Pablo caer del caballo; quizá toda su doctrina no es más que una reelaboración de lo que escuchó en aquella nave a la que fue llevado, no sabe si en cuerpo y alma o fuera del cuerpo.


Miércoles, 26 de marzo
CHARLA EN LA CORTE

“Yo creo que la capacidad de decir tonterías del ser humano aumenta exponencialmente con la edad y con la cultura”, afirmo con mi rotundidad acostumbrada tras dejar a un lado el periódico.
            –-Ya sé por qué dices eso, Martín. Has vuelto a leer otra diatriba contra la decadencia de la ortografía de algún profesor.
            ––No, no. Se trata de otra descerebrada profecía apocalíptica. El profeta, en este caso, es Dan Dennett, filósofo al parecer de cierto prestigio. Te leo el titular: “Internet se vendrá abajo y viviremos oleadas de pánico”.
            ––¿Y no lo crees posible? ¿No crees que dependemos demasiado de la Red?
            ––Y del agua corriente y de la luz eléctrica. Y vaya si fastidian las averías, sobre todo cuando te estás duchando. Y no digamos los apagones, recuerda los famosos de Nueva York. Con frecuencia hay averías en Internet, pero son parciales. En casa de uno o en la Intranetde la Universidad. Pensaren que se pueda venir abajo en un momento la Red en todo el mundo es no saber como funciona Internet, y eso es grave para un filósofo. Pero además Dan Dennett da la impresión de que hace tiempo que ha perdido cualquier contacto con la realidad. Su mentalidad apocalíptica es todavía más infantil que las de los que predijeron el famoso efecto 2000. Mira su profecía: “En Estados Unidos todo se vendría abajo en cuestión de horas: te levantas y la tele no funciona. Obviamente no tienes línea en el móvil. No te atreves a coger el coche porque no sabes si ese va a ser tu último depósito de gasolina y los únicos que se han preparado para ello son todos esos chalados que construyen bunkers y almacenan armas. ¿De verdad queremos que ellos sean nuestra última esperanza?”. Resulta que ni siquiera recuerda que la telefonía y la televisión existían mucho antes que Internet y pueden seguir existiendo al margen de ella. Según Dan Dennett, es cuestión de tiempo que la Redvaya a caer. Debemos prepararnos para esa catástrofe, reconstruir lo que hemos perdido: “Antes solía haber clubes sociales, congregaciones, iglesias, etc. Todo eso ha desaparecido o va a desaparecer. Si tuviéramos otra red humana a punto… Si supieras que puedes confiar en alguien, en tu vecino, en tu grupo de amigos, porque habéis previsto la situación, ¿no estarías más tranquilo?”. Luego añade: “¿Quién compra música ahora? ¿Y libros? Lo mismo puede decirse del cine o de cualquier otra actividad artística”. A Dan Dennett, filósofo, parece que nadie le ha enseñado a razonar, que el hecho de que ahora se vendan menos libros no es sinónimo de que nadie compre libros. ¿Y qué es eso, cuando tanto auge alcanzan los más varios fanatismos, de que han desaparecido las iglesias? La gente, mucha gente, amigo Dan Dennett, sigue reuniéndose los viernes, los sábados o los domingos, en sus mezquitas, sinagogas o como llame a sus templos, para rezar en común, con Internet o sin Internet, y sigue habiendo clubs que reúnen multitudes, como los de fútbol, y seguimos confiando en los vecinos (en algunos vecinos) y tomando cerveza con los amigos… Pero ¿por qué digo yo estas obviedades? Pues porque un periódico serio publica esas declaraciones apocalípticas de un filósofo presuntamente serio y no las tira directamente a la papelera, como debería haber hecho.


            –-Bueno, hablemos de otra cosa, qué emocionante el funeral de Suárez, que bueno que los españoles nos pongamos de acuerdo en respetar a alguien. Necesitamos ahora políticos como Suárez.
            –-Qué historia la mitificación de Suárez, amiga Catarina; se estudiará pronto como un caso de interesada manipulación o de alucinación colectiva. Yo viví todo ese período y guardo periódicos y toda la documentación que he podido encontrar. Suárez como político no era más que una cara bonita. Fue el último presidente de gobierno de la Dictadura, tras Arias Navarro, nombrado por el rey con las leyes franquistas para facilitar el cambio a unas leyes nuevas que le permitieran seguir siendo Jefe del Estado. Hizo lo que le mandaron, ganó las primeras elecciones democráticas, organizadas por él mismo desde el poder, con el control total de la televisión pública, la única que existía, y de la antigua cadena de prensa del Movimiento (que solo desapareció con los socialistas). Y cuando terminó el encargo se creyó un estadista, pero era incapaz de gobernar; sin ideas, sin partido, sin el apoyo del rey. Por eso se vio obligado a dimitir. Todos los partidos políticos estaban de acuerdo con que España no podía seguir así. El descontento generalizado ante la ineptitud de Suárez alentó el golpe de Estado. Él seguía pensando que el cambio había sido cosa suya (creía que no era el figurín que ponía la cara, sino quien manejaba los hilos) y fundó otro partido político. Fracasó elección tras elección. Luego vino la enfermedad y su desaparición de la escena política. Y fue entonces cuando se convirtió en una figura manipulable por unos y por otros.
            –-Pero eso que tú dices no lo dice nadie, amigo Martín.
            –-Si no lo dicen ahora, lo han  dicho, y lo volverán a decir, no te preocupes. Lee, o relee, Anatomía de un instante, de Javier Cercas, un libro al que no se le puede acusar de estar escrito en contra de Suárez, y verás cómo era la España de 1980, y verás cómo trataba el rey a una creación suya que se había creído la ficción de que era un estadista. La mitificación  de Suárez no es más que un intento de santificar la Transición, ahora tan cuestionada. Veremos si lo consiguen. La gente no es tonta, dicen. Pero le gustan demasiado los cuentos de hadas, añado yo. Y abundan en exceso los que tienen alergia al pensamiento, y no ya entre la gente de la calle, sino entre los presuntos intelectuales, como Dan Dennett.


Jueves, 27 de marzo
QUIEN MANDA MANDA

Aunque se exilió a Argentina a comienzos de la guerra civil, y allí continuó hasta su muerte, Ramón Gómez de la Serna se mostró siempre decidido partidario del régimen de Franco. Desde Buenos Aires siguió escribiendo en periódicos españoles, como Arriba, que era el que más generosamente pagaba. Hubo un cambio de dirección en el diario falangista y, a los pocos días, Gómez de la Serna recibió una carta del nuevo director que le conminaba a que sustituyera sus “frasecitas”, que no interesaban a nadie, por artículos “como Dios manda” o se vería obligado a prescindir de su colaboración.
            ¡Que dejara de escribir “frasecitas”! Gómez de la Serna leyó una y otra vez aquella carta. No se la podía creer. ¡El nuevo director del periódico ni siquiera había oído hablar de las greguerías, ese invento del que él se sentía tan orgulloso, esa creación genial que le concedía un lugar de honor en la literatura del siglo XX! Estuvo una semana deprimido, sin ser capaz de escribir una línea. Pero había que comer… Y poco después reanudó su colaboración en Arriba con artículos como Dios manda.
            He recordado esa historia al recibir un ukase de la dirección del periódico señalándome la conveniencia de que las entradas de mi diario hablen menos de libros. Yo no soy Gómez de la Serna, evidentemente, y la sugerencia me divierte. He respondido de inmediato: “Tomo nota”, pero lo que me habría gustado responder sería: “A sus órdenes”. Siempre he tenido el complejo de no ser un escritor como Dios manda, de no ser más que un aficionado. Nunca he tenido jefes, nunca he estado sometido a la tiranía del editor, siempre me he reído de las exigencias del mercado.
            Me encanta jugar a ser un escritor profesional, a tener que aceptar las sugerencias del jefe si no quiero ser despedido. Y me alegra que, de momento, no me haya “sugerido” que hable menos de política, que es lo que más me divierte últimamente. Y lo que más lectores me resta, para qué nos vamos a engañar. Cada vez que defiendo algo tan obvio como el derecho de los catalanes (o de los asturianos) a opinar sobre su futuro político (tan obvio que hasta el Tribunal Constitucional ha tenido que admitirlo y recordar a los más papistas que el Papa que la Constituciónno es inamovible), unos cuantos seguidores, españoles a machamartillo, deciden dejar de leerme. Creo que bastantes más que si hablo de libros, que a fin de cuentas es lo que mejor sé hacer. Pero quien manda manda. No soy yo nadie para llevarle la contraria a la superioridad, no vaya a ser que me despidan (claro que ya he tomado la precaución de cobrar unos honorarios simbólicos para que no resulte demasiado traumático).


Viernes, 28 de marzo
FRENTE A LA CATEDRAL

Entro por primera vez en el palacio de la Rúa, frente a la catedral, y paseo por el jardín en que Ana Ozores se sentaba a soñar mientras el Magistral la observaba desde lo alto de la torre. Mañana leeremos allí poemas y me gusta pensar que van a venir a escucharnos don Fermín de Pas, que no tendrá ojos más que para las modelos que nos acompañan, la Regenta, tímida y cabizbaja, y el catedrático don Leopoldo Alas, que convirtió a esta ciudad y nos convirtió a todos en un sueño suyo.

A buen entendedor: Una obviedad, ningún secreto

$
0
0

Sábado. 29 de marzo
LO CONTRARIO

“La contradicción es la forma más baja de la inteligencia”, leo en los aforismos de Gibran K. Gibran que acaba de publicar Renacimiento. ¡No estoy de acuerdo!, respondo de inmediato.
            La verdad es que, si esa afirmación resulta cierta, ninguna inteligencia más baja que la mía. Algún amigo ha bromeado diciendo que lo que yo pienso sobre cualquier asunto se puede resumir en dos palabras: pienso siempre lo contrario.

Domingo, 30 de marzo
UN REPROCHE DOMINICAL

Alza los ojos del periódico y me dice: “Eres demasiado transparente. Todo lo cuentas. A plena luz no hay nada que no pierda gran parte de su interés. Deberías dejar algún aspecto de tu vida en penumbra, si quieres que tengamos algún aliciente para seguir leyéndote”.
            Sonrío. La mejor manera de guardar un secreto es hacer creer que uno no tiene ningún secreto. Y yo los tengo, como todo el mundo. A veces para sobrevivir hay que hacer cosas de las que uno luego no se siente demasiado orgulloso.


Lunes, 31 de marzo
UN RECUERDO INFANTIL

Era una clara noche de verano. Durante todo el día, había hecho mucho calor y la gente lo había pasado encerrada en sus casas, o eso me parecía a mí. Ahora todo el pueblo estaba en la calle, paseando por la carretera (que entonces, con poco tráfico y grandes árboles, todavía era un lugar de paseo) o en la plaza del Mercado. En la Pista, frente a las escuelas, no había sin embargo nadie. Otras noches se celebraba allí baile. Aquella noche se escuchaba solo el rumor de la fuente, y los olmos inmensos, como bondadosos gigantes, lucían en todo su esplendor. Los troncos retorcidos estaban llenos de grietas que se abrían como grandes bocas. Los niños, a la hora del recreo, jugábamos a escondernos en ellos. Aquella noche, como un ágil gatito, yo también me escondí, deseoso de estar solo, enfadado por no sé qué razón. Tendría seis o siete años, no más. Mi madre charlaba con las vecinas a la puerta de casa, despreocupada de mí. En aquel tiempo los niños, incluso desde muy pequeños, campaban a sus anchas por todas partes, confiados solo al ángel de la guarda. No sé por qué me dio por esconderme en el tronco del árbol si estaba solo en la plaza, si era de noche, si soplaba una brisa fresca tras el agobiante calor de la tarde, si había una gran luna y el cielo refulgía con todas las estrellas. Y entonces oí aquellas dos voces susurrantes. Una me resultaba familiar, la otra me era desconocida. Poco a poco fueron subiendo de tono, como si comenzaran a reñir. Yo me acurruqué todavía más. “Habla bajo. ¿Quieres que se enteren los vecinos?” Y luego: “Como se entere alguien, te mato”. Yo comenzaba a tener miedo, y en aquel momento, precisamente en aquel momento, un bicho repugnante comenzó a subirme por la pierna derecha. No lo veía bien, no sabía qué era, quizá un ratón o una araña o una lagartija. Contuve las ganas de gritar. Pero creía sentir su aliento, y un mal olor, que quizá no procedía de él. Y entonces la voz áspera, de hombre (la otra me pareció de mujer) volvió a oírse con amenazadora nitidez: “Si se entera alguien, te mato. Escúchalo bien, te mato”. Yo iba a ponerme a gritar, no podía más, prefería que me matara a mí también a seguir a merced de aquel enemigo desconocido. Risas y voces anunciaron a un grupo que se acercaba. La pareja se despidió sigilosamente y yo salí de un salto y eché a correr. Instintivamente miré hacia atrás antes de dejar la Pista. Había un sombra torva cerca de la fuente, junto al camino de Las Vegas. Sentí sus ojos fijos en mí, aunque no podía ver su cara. Él si vio la mía. Yo seguí corriendo hasta llegar a casa, lamentando mi curiosidad. Me había reconocido, sin duda. Mi vida estaba en peligro por haber descubierto un secreto, aunque yo no sabía cuál podía ser ese secreto. Hubo que bañarme muy bien bañado antes de meterme en la cama. Al día siguiente tenía fiebre y no pude ir a la escuela. No fui en varios días, aunque a mí nada me gustaba más que ir a la escuela. No le conté nada a nadie, a pesar de que desde entonces me convertí en un niño asustadizo que no se despegaba de las faldas de su madre. Luego olvidé aquello, como tantas otras cosas. Lo he recordado ahora, quizá porque ayer me acusaron de no tener secretos, y he recordado también las pesadillas que tuve hasta muchos años después en las que un árbol abría la boca y me tragaba y yo rodaba por su interior hasta una gruta llena de viscosas alimañas. Me despertaba siempre sudoroso.
            Es curioso que luego lo olvidara todo, como si nunca hubiera existido. ¿Cuántas partes hay de mi vida que he olvidado por completo, pero que están ahí, agazapadas, esperando a saltar sobre mí en cualquier momento?


Martes, 1 de abril
CONTAR LA VIDA

No ser un escritor de éxito tiene también sus compensaciones. La primera de todas, la libertad que da el no tener demasiados lectores: uno puede decir lo que le da la gana sin que le manden callar de una u otra manera. La segunda, que nadie se va a tomar la molestia de indagar en la biografía de un escritorzuelo, de sacar a la luz los trapos sucios que todos guardamos en el armario.
            Ya sé que es un tanto absurdo, pero me aterra la posibilidad del biógrafo riguroso que un día se dedicara a preguntar a los que me han conocido, a rebuscar documentos, a contar mi vida con todo detalle.
            Sueño con eso, sueño con que paso ante el escaparate de la librería Cervantes y veo repetido en él un grueso tomo firmado por Ian Gibson y con mi nombre en la portada.
            Mis amigos se ríen cuando les cuento este sueño, piensan que no es más que otra manifestación de mi desaforada vanidad, que me lleva a igualarme con Lorca. Pero yo sé que no es así, que me despierto sudoroso y angustiado. Sé que esa posibilidad me aterra de verdad.
            No tiene que ver ese sueño con otro que tuve una vez. Me despertaba el teléfono, a altas horas de la madrugada, y una voz me anunciaba que me acababan de conceder el premio Nobel. Yo respondía: “Muchas gracias, pero por favor dénselo a Pere Gimferrer, o en su defecto a Javier Marías, que les hará más ilusión”. Y seguía durmiendo, en el sueño y en la realidad.
            Quizá debería consultar con un psicoanalista (o con mi amigo José Luis Mediavilla) para descubrir ese secreto que me aterra salga a la luz. Claro que luego pienso que para qué voy a hacer yo el trabajo sucio de los futuros biógrafos.
            Y como no es probable que lo hagan nunca, mejor dejarlo así, sepultado en el sótano bajo siete llaves.
            A veces pienso que si me paso la vida contando mi vida es solo para que todo el mundo se aburra de ella y no quiera saber más cosas de mi vida.


Viernes, 4 de abril
GATO POR LIEBRE

Una de mis obsesiones, ahora que me voy haciendo viejo, es que la edad nos vuelve más tontos. Y como siempre que uno se obsesiona con algo todos los días encuentro confirmada esa obsesión. Hoy le toca el turno a Juan Luis Cebrián. En el periódico del que fue el primer admirado director (un periódico que yo compro diariamente desde mayo de 1976, soy un hombre fiel a mis costumbres) publica un largo artículo (comienzo en portada, dos páginas interiores) para refutar los peligrosos infundios sobre el rey y Suárez que un libro de Pilar Urbano acaba de poner en circulación.
            Es una declaración solemne, propia de las grandes ocasiones, en la que se defiende al rey y se defiende a Suárez, ese político al que su periódico y todos los demás acaban de canonizar. Pues bien, esto es lo que nos dice Cebrián sobre el “artífice” de la mitificada transición: “Su dimisión la querían los miembros de su partido, incluidos algunos de sus ministros, los militares, los obispos, la oposición y hasta el rey. Pero como el propio Suárez se encargó de explicar durante años y tuvimos ocasión de oírle decenas de veces, nadie le destituyó (nadie, salvo el Parlamento, podía hacerlo), se marchó por propia decisión una vez que comprendió que era lo mejor que podía hacer por sí mismo y por España”.
            Hombre, Cebrián, está claro que nadie le destituyó (por eso se trata de una dimisión), pero lo que también está claro es que con la oposición del rey y de su propio partido era cuestión de días, o de meses, que fuera destituido. Unas líneas más adelante remacha el elogio “del mejor político que hemos tenido nunca”, del “político que necesitaríamos en estos tiempos”, según se ha repetido últimamente, hablando de “la absoluta incapacidad que tenía para interpretar la verdadera realidad del país y el poco aprecio de su figura por la opinión pública. Al fin y al cabo, había sido incapaz de prever, descubrir y abortar el golpe, del que la Operación Galaxiahabía sido un prólogo meses antes”.
            Al libro de Pilar Urbano que motiva su homilía –“Gato por liebre” la titula– lo define como “una meritoria colección de anécdotas que lleva a su autora a defender tesis tan fantasiosas y creíbles como las revelaciones de los sabios de Sión”.
            ¿Habrá leído Juan Luis Cebrián La gran desmemoria, el libro de Pilar Urbano? Probablemente, no. Si lo hubiera hecho, se habría dado cuenta de que –al contrario que su artículo, una contradictoria defensa de la verdad oficial (lo más contrario al oficio de periodista)–  es una obra seria, bien estructurada, de apasionante lectura, que no oculta la fuente de ninguna de sus observaciones (y nosotros podemos prestarle más o menos crédito a esas fuentes) y que incluye un documento tan trascendental para probar la implicación del rey en la operación Armada como los famosos papeles de Bárcenas para la contabilidad B del Partido Popular. Se trata de una reproducción del diario inédito y manuscrito de Jaime Carvajal y Urquijo, por entonces uno de los mejores amigos de don Juan Carlos. En la anotación del 5 de julio de 1980, tras visitarle, escribe: “Encontré al Rey físicamente bien. Más distanciado que otras veces de Suárez (a quien tuvo que decir que ‘el Rey recibe a quien le sale de los co…’) y pensando en la posibilidad de un ‘independiente’ (?). Me comentó la reciente audiencia que concedió a Carrillo a quien encontró muy preocupado por la crisis de UCD: ‘es necesario un partido fuerte de la derecha para la estabilidad de la democracia’”.
            La anotación es manuscrita y se pueden hacer todos los análisis pertinentes para comprobar que es auténtica, que en 1980, algunos meses antes del golpe, el rey estaba pensando en la sustitución de Suárez por un “independiente”, que es, exactamente en lo que consistía la operación Armada.


Sábado, 5 de abril
LOS BUENOS AFORISMOS

Los buenos aforismos, como los buenos versos, son aquellos que se nos quedan en la memoria y nos acompañan para siempre.  Estos días recuerdo con frecuencia uno de Gibran: “Lo obvio es aquello que no se ve hasta que alguien lo expresa de manera sencilla”.
            Y no sé si me engaño, pero me parece que últimamente me estoy convirtiendo en un especialista en decir lo obvio de la manera más sencilla posible.




A buen entendedor: Perpetuo Peter Pan

$
0
0

Domingo, 6 de abril
SI YO FUERA DIOS

Leo los periódicos, escucho las noticias y a la memoria me viene una de las más certeras reflexiones de Schopenhauer: “Si yo fuera Dios, me moriría de vergüenza al contemplar la miseria del mundo”.

Lunes, 7 de abril
LA MAGIA DELA NOVELA

Todavía siguen existiendo palabras que actúan como exorcismos, y eso lo saben muy bien publicistas y políticos. Cuando Juan Bonilla publicó Prohibido entrar sin pantalones, su libro sobre Maiakovski, a ratos tan brillantemente escrito, le dije que habría sido mejor que, en la contraportada y la nota final, no se calificara de novela. Que los géneros literarios despiertan determinadas expectativas y que, lo que leído como biografía, resulta apasionante, como novela podía ser un tanto tedioso.
            ¡Qué equivocado estaba! El libro ha sido un éxito precisamente porque se le calificó de novela. En caso contrario, los editores no lo habrían promocionado como lo hicieron, no habría ganado la Bienalde Novela en Lima, no habría conseguido una gira internacional ni recibido el elogioso artículo –una página completa– que Vargas Llosa le dedicó ayer en El País. Una y otra vez repite la palabra mágica, “novela”, y califica de “astuto, invisible y multifacético” al narrador, que incluso a veces se transforma en “los poemas estentóreos” de Maiakovski (quiere decir, simplemente, que los cita). Lo más divertido del artículo es que habla de su  “oleaginosa” manera de narrar. ¡Vaya un elogio más pringoso!, pienso yo.
            ¡Menos mal que Bonilla no me hizo caso! Tampoco le hicieron caso a Ignacio Martínez de Pisón sus editores. A propósito de La buena reputación, que tiene todo el aspecto de una novela decimonónica, ha declarado que “en realidad se trata de cinco novelas breves, más o menos de la misma extensión, que cuentan la historia de diferentes miembros de una familia”. Y de ahí que las diferentes partes se titulen “La novela de Samuel”, “La novela de Mercedes”, etc. Pero los astutos editores, que se las saben todas, han tenido buen cuidado de ocultar esa información en los paratextos y además, para que el lector curioso no pueda sospechar que el libro es lo que en realidad es, han eliminado el índice.
            Yo habría pensado que una colección de novelas breves enlazadas es mucho más interesante que un novelón, y que una biografía –apasionante cuando se lee como biografía, como ocurre con las de Stefen Sweig– defrauda cuando se lee con las expectativas de una novela. Pero se ve que estaba completamente equivocado.
            ¿Completamente equivocado? Una novela se vende más porque editores, libreros, directores de suplementos culturales y hasta novelistas cada vez menos novelistas, como Vargas Llosa, han decidido que se venda más, y la promocionan como no promocionan al mismo libro si no llevara ese calificativo.


Martes, 8 de abril
ERRE QUE ERRE

"Sé prudente --me advierte una amiga--, porque últimamente has apoyado a separatistas, a rusos y dices la verdad sobre el rey". Y yo tomo muy en cuenta sus advertencias porque la valentía no es precisamente una de mis virtudes. Por eso procuro no meterme en asuntos políticos, que de sobra conozco como se las gastan unos y otros. No olvido que a Blasco Ibáñez, en una España también democrática, le metieron en la cárcel por apoyar la independencia de Cuba. Pero a veces mi sentido de la justicia puede más que mi acreditada pusilanimidad.
            Mi sentido de la justicia, que es grande, y mi vanidad, que es mayor, para qué nos vamos a engañar. Cada vez que escucho, no ya a un contertulio cualquiera, sino a un magistrado o a un especialista en Derecho Constitucional aquello de que al rey no se le puede juzgar por ningún delito y por eso no necesita ser aforado (como la reina y los príncipes de Asturias), reviso lo que dice la Constitución --siempre tengo un ejemplar al alcance de la mano-- y sonrío. Cierto que en el artículo 56, párrafo 3, se lee literalmente: "La persona del rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad". Pero el párrafo 3 no termina ahí, aunque sea eso lo único que se suele citar. Tras un punto y seguido continúa: "Sus actos estarán siempre refrendados en la forma establecida en el artículo 64, careciendo de validez sin dicho refrendo, salvo lo dispuesto en el artículo 65.2". Leo lo que dicen esos artículos (los he leído tantas veces que me los sé de memoria): "Los actos del Rey serán refrendados por el Presidente del Gobierno y, en su caso, por los Ministros competentes. La propuesta y el nombramiento del Presidente de Gobierno, y la disolución prevista en el artículo 99, serán refrendados por el Presidente del Congreso. De los actos del Rey serán responsables las personas que los refrenden". La única excepción, los únicos actos del Rey que no necesitan refrendo, son los que indica el artículo 65.2: "El Rey nombra y releva libremente a los miembros civiles y militares de su Casa".
            Aclaro entonces lo que no debería necesitar aclaración. Cuando la Constitucióndice que "la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad" se refiere exclusivamente a sus actividades en cuanto Jefe del Estado, no a sus actividades privadas. Por eso continúa indicando que "sus actos estarán siempre refrendados" por el gobierno, que es el que se hace responsable de ellos. En un Estado democrático nadie está por encima de la ley y menos que nadie el Jefe del Estado. Acreditados juristas insisten en la Constitución española da al Rey "licencia para delinquir". Esa es una ofensa al rey y a la propia Constitución (y a los que la votamos) de la que nadie parece darse cuenta. La Constitución--vuelvan a leerla señores expertos en Derecho constitucional-- no se refiere para nada a las actividades privadas a las que el ciudadano Juan Carlos de Borbón tiene tanto derecho como cualquier otro ciudadano. En esas actividades --no en las que tienen que ver con la jefatura del Estado-- está sometido al Código Penal. No digo yo, ni siquiera insinúo, que Juan Carlos de Borbón no sea un ciudadano ejemplar. Digo solo, que si en su vida privada, fuera acusado de algún delito debería responder de él como cualquier otro ciudadano. A menos que el tribunal constitucional (que no solo interpreta, también "crea" Constitución) decidiera otra cosa.
            Me imagino lo que diría mi amiga barcelonesa y si leyera estas notas que yo escribo, no para convencer a nadie ahora, sino para que quede constancia en el futuro de que en estos finales de un reinado hubo al menos alguien que no comulgó con ruedas de molino: ¡Cómo te gusta meterte donde nadie te llama!
            Es cierto nada me gusta más que llevarle la contraria a todo el mundo. Pero solo si lo hago con buenas razones.


Miércoles, 9 de abril
EN EL CAFFÈ DI ROMA

“Ya sé que a usted le gustan como a mi las historias de lobos, debe de ser porque nos devuelven a la infancia, a cuando en las noches de invierno escuchábamos terroríficas historias sentados alrededor del fuego. Yo recuerdo el romance de la loba parda que me cantaba mi abuela. La historia que le voy a contar ocurrió hace pocas semanas, y no es un cuento. Hace algunos años compré una cabaña lejos de todo, allá en Somiedo. Por entonces leía yo mucho a su paisano Mario Roso de Luna, el de El tesoro de los lagos de Somiedo, y quizá pensaba que iba a ser capaz de encontrar ese tesoro. Era yo algo dado a las elucubraciones cabalísticas. Pasé allí algunos fines de semana, pero me cansé pronto. Volví más tarde, cuando me separé de mi mujer y no me apetecía ver a nadie. Iba siempre cargado de libros y con el iPod lleno de buena música, pero apenas leía y no escuchaba más que el silencio. Cierta noche me despertó una tormenta que descargó de pronto con gran aparato de rayos. Si no la cabaña, que era de sólida piedra, sí temí por un momento que el tejado fuera a salir volando. Pero la tranquilidad volvió tan súbitamente como se había ido. Y fue en ese momento, al dejar de llover y de soplar el viento, cuando oí unos rasguños en la puerta y luego la respiración de un animal.  "Será un perro que se ha perdido", pensé. Y de pronto oí una voz de mujer. "Abra, por favor". Era una joven de unos veinte años, con la ropa desgarrada, un extraño brillo en los ojos. Nada más entrar, sin decir nada, se metió en mi cama, se tapó completamente, incluida la cabeza, y se quedó dormida. Yo la miraba extrañado, sin saber que hacer. Saqué unas mantas y un colchón que tenía en un armario y me acosté en el suelo. Duermo mal, siempre he dormido mal, pero aquella noche me quedé inmediatamente dormido. Cuando me desperté, hacía tiempo que había amanecido, lucía un sol espléndido y en la cama no había nadie. Las sábanas estaban llenas de pelos que no parecían humanos, era como si un perro se hubiera revolcado entre ellas. Bajé a la aldea y pregunté si alguien sabía algo de una mujer perdida que no parecía estar en sus cabales. Nadie sabía nada. Regresé a Oviedo intrigado, se lo conté a mi psiquiatra. La verdad es que no me hizo mucho caso. Se limitó a recetarme las pastillas de costumbre. Tardé varias semanas en volver a Somiedo. Temía que me volviera a ocurrir algo semejante, y lo que me ocurrió la primera noche fue todavía más extraño. Oi de nuevo los rasguños en la puerta, esta vez sin ninguna tormenta previa, y al abrir, pensando que me iba a encontrar de nuevo con la extraña mujer, lo que se me apareció fue un perro grande, con la cabeza baja que pasó rozando mis piernas  y se tumbó sobre la cama. Hice ademán de echarlo al suelo porque estaba bien ceder la cama a una desconocida, pero a un perro... Y entonces alzó la cabeza y me mostró la feroz dentadura. Retrocedí espantado. No, no era un perro como yo pensaba, sino un lobo. Abrí la puerta para huir lo más lejos posible y allí, con sus ojos centelleantes, estaba ella. Pasó a mi lado sin mirarme, yo creo que sin verme, y se metió en la cama, junto al lobo, abrazada a él. No quise ver más y bajé corriendo hasta la aldea. Aunque la noche era muy clara y lucia una gran luna, tropecé dos o tres veces y llegué al pueblo con una herida en la frente y hecho un ecce homo. Acabé en urgencias, donde me curaron las heridas y me dieron un tranquilizante. La historia se la conté al psiquiatra, que no me hizo ni puto caso, como de costumbre, y a nadie más. Luego conocí a mi actual compañera, que trabaja con usted en el Milán, y no volví por Somiedo y traté de no pensar más en el asunto. Ahora le veo aquí solo y he decidido contarle aquella vieja historia, seguro que usted no piensa que fue una chifladura, sabe que esas cosas ocurren, como tantas otras que no tienen explicación”.


Jueves, 10 de abril
COMO UN NIÑO GRANDE

Como un niño grande, vivo feliz en mi burbuja, discutiendo de esto y de aquello, jugando a provocar, sin problemas económicos, sin hacer deporte, comiendo y bebiendo lo que me apetece, pero basta una llamada de teléfono para que todo se venga abajo y la burbuja de cristal se rompa contra el suelo.
            La muerte, que a veces llega sin avisar, esta vez ha tocado el timbre antes de entrar en la casa de un querido amigo. Educadamente, trata de disimular su angustia, pero a mí se me encoge el corazón. Recuerdo a Donne: “No preguntes por quien doblan las campanas. Doblan por ti”.
            Lo olvidaré pronto, ya lo sé. Y seguiré con mis juegos de perpetuo Peter Pan. La inconsciencia es el gran regalo que Dios hizo a los hombres. Nos permite ser felices, ser como dioses, imperturbables ante la miseria y el dolor que nos rodea.



Viewing all 718 articles
Browse latest View live