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Historias de hotel: Un secreto

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Un viernes apareció por la tertulia un poeta argentino que estaba haciendo los cursos de doctorado en la Facultad de Psicología. Los poemas, muy derramados y crípticos, me interesaron poco, al contrario que las historias que contaba. Antes de recalar en España, había ejercido mil y un oficios, entre ellos, como no podía ser de otra manera, el de psicoanalista. A mí me vio muy tenso, muy huidizo, con no sé qué tensiones no resueltas y se ofreció a ayudarme. Me atendería gratuitamente, según repitió, pero yo sabía que andaba mal de dinero, así que acepté –me divertía ser psicoanalizado como un personaje de Woody Allen– con la condición de abonarle su trabajo razonablemente.
            Para mí aquello era un juego. Me tumbaba los martes y los jueves en el sofá de mi casa (previamente había que quitar los libros que lo llenaban casi por completo) y el se sentaba, a mi cabecera, en el único sillón que hay para las visitas.
            No tardé en sentirme algo incómodo con aquel juego. Yo le contaba la mezcla de medias verdades y completas mentiras que suelo contar habitualmente cuando escribo de mí mismo (no tengo otro tema), pero él sabía hábilmente separar unas de otras.
            “Encuentro muchas resistencias”, me dijo. “Eso es señal de que estoy poniendo el dedo en la llaga”. Sí, lo estaba poniendo y a mí eso no me gustaba mucho. Me acordé de Rilke, que no quiso someterse al psicoanálisis porque temía que si se libraba de sus conflictos y de sus angustias ya no podría escribir. Un viaje que me surgió por entonces fue un buen pretexto para interrumpir las sesiones, que ya no se reanudaron.
            Recuerdo bien que la última tarde en el sofá habíamos estado hablando de Coimbra y de un encuentro en el parque da Sereia. Él quería seguir indagando, intuía que allí había algo importante, pero yo me negaba a entrar en más detalles.
            Esto fue hace algunos años. Últimamente se me ha acentuado el desasosiego, el malestar, la sensación de que en alguna encrucijada tomé el camino equivocado.
            Decidido a enfrentarme con mis fantasmas, volví a Coimbra. Me alojé en un hotel que siempre me había fascinado, el Astória, cuyo perfil, que algo me recordaba al Flatiron neoyorquino, se recortaba en el Largo da Portagem, entre la calle que bajaba hacia la estación y el río.
Llamaron a la puerta de mi habitación ya bien entrada la noche. No conocía a nadie en aquella ciudad que me había sido tan familiar hacía treinta años y naturalmente me asusté. “Soy yo, abre”. Me levanté a abrir, en pijama, pensando en que sería alguien que se había confundido de habitación. En el pasillo había una mujer muy joven, sonriente, que no se extrañó al verme. Como si no se percatara de mi extrañeza, me dio un beso y entró decidida.
            Yo había llegado a Coimbra aquella misma mañana. Al abrir la ventana de mi habitación me sorprendió un panorama de tejados que iban ascendiendo hasta la poderosa mole de la Universidad, un panorama muy semejante al que vi el primer día tras un interminable viaje en tren. Entonces la ciudad estaba llena de promesas, ahora de recuerdos, reales o inventados.


            Me había pasado el día acariciando los lugares conocidos: la Rua Ferreira Borges, el café de Santa Cruz, la Praçada República, la Sé Velha, la Porta Ferrea, la Via Latina, el Jardín Botánico… Pero tras la ilusión del reencuentro todo me parecía el desconchado decorado de una obra que hacía tiempo que había dejado de representarse.
            Muchas cosas habían cambiado desde que yo fui estudiante en Coimbra. Ya no cruzaba el tranvía la larga calle que iba desde el Largo da Portagem, junto al río, hata la Igreja da Santa Cruz, ya no existía O Mandarim, en la Praçada Republica, ni el Café Arcádia, ni tantos otros lugares. Seguía existiendo, sin embargo, la librería en el Arco da Almedina donde compré aquellas sobrias primeras ediciones de los diarios de Torga, que él mismo editaba.
            La ilusión de la llegada se fue desvaneciendo a lo largo del día, Al final, de regreso al hotel, tras una cena ligera, a la memoria me venían insistentes unos versos: “Donde fuiste feliz alguna vez / no debieras volver”. Y menos si se trababa de resolver enigmas sin solución.
            Me acosté borracho de melancolía. Tardé bastante en dormirme. Apenas había comenzado a coger el sueño cuando llamaron a la puerta. “¿Quién será?”, pensé. Y recordé un poema de Álvaro Pombo: “No tengo aquí ni amigos ni fantasmas”. Amigos no, ni siquiera conocidos, después de tanto tiempo, pero fantasmas tenía muchos. Pero los fantasmas no llaman a la puerta. O sí.
            La mujer se desnudó y se metió en la cama. Con un gesto me invitó a acompañarla. Yo no sabía qué hacer.
            Recordé una escena de treinta años atrás. Yo me alojaba en una pensión de la Rua Antero de Quental, muy cerca de la Praça da Republica, donde los estudiantes de la Universidad se reunían a beber y conversar hasta altas horas, y del parque da Sireia, lugar de encuentros furtivos. Estuve yo charlando aquella noche con algunos compañeros del curso de Férias; poco a poco se fueron yendo todos. No tenía yo ninguna gana de retirarme al estrecho, caluroso cuarto de la pensión. Era una noche hermosa y llena de estrellas, con una gran luna en lo alto. La plaza se había ido quedando vacía.
Una joven pasó a mi lado, me sonrió y, sin decir palabra, se dirigió hacia la entrada del parque, cuyos tres arcos orientales  parecían abrirse a un mundo donde todo era posible.
            Entré inmediatamente tras ella, pero en la avenida que hay ante la gran fuente barroca no vi a nadie. Me extrañó. No había tenido tiempo para llegar hasta el fondo y desaparecer en la oscura arboleda. Miré a mi izquierda, donde se encuentra el busto de Camilo Pesanha, y a mi derecha, sin verla. Noté de pronto algo extraño y me volví: allí estaba, a mi espalda, muy cerca, casi rozándome con su aliento. “¿Te he asustado?”. Sentí de pronto unos bultos que se movían sigilosos entre las sombras del parque y me asusté aún más. Rápidamente me dirigí hacia la salida y ella me miró triste, sin intentar detenerme.
            No la volví a ver. No tardé en olvidarme de ella, o eso creía. Pronto comenzó otra historia, también en el parque, que me tuvo entretenido hasta que llegó la hora de volver a Asturias.
            Desde aquel largo verano de hace más de treinta años no había vuelto a dormir en Coimbra. Alguna vez pasé por ella, camino de Lisboa, de Oporto o de Aveiro, pero siempre tenía prisa por marchar, me resultaba imposible soportar más de unas horas el peso de tanta melancolía.


            El hotel Astória, con su algo marchita elegancia de los años veinte, me pareció el mejor lugar para firmar una tregua con mis fantasmas. Cumplía además un viejo sueño: en mis tiempos de estudiante siempre había querido alojarme en él.
            Me recosté en una esquina de la cama, sin atreverme a acercarme a la mujer. Se acercó ella y me abrazó con fuerza. No era tan joven como me había parecido en la penumbra. Debía de tener unos cuarenta años.
            Volvieron a llamar a la puerta. Esta vez con mayor intensidad. “Abra o llamo a la policía. Sé que mi mujer está ahí”. La historia de fantasmas que yo me imaginaba se convertía de pronto en una comedia bufa. Seguían golpeando, cada vez con más fuerza. Iban a despertar a todo el hotel.
Me levanté a abrir. Un hombre me apartó de un empujón y fue directo hacia la cama. Estaba vacía. Como había visto tantas veces hacer en el teatro de vodevil y en las películas españolas de los años setenta, registró los armarios, apartó las cortinas del ventanal, entró en el baño. Me miraba luego desconcertado. “Habría jurado que estaba aquí”. Salió deshaciéndose en disculpas. Tendría más o menos mi edad, pero conservaba el pelo y se notaba que frecuentaba el gimnasio. Respiré tranquilo cuando abandonó la habitación.
Lo volví a encontrar a la hora del desayuno. Estaba sentado, solo, en la mesa de la redondeada esquina, una especie de proa que avanzaba sobre la plaza. Me hizo un gesto sonriente y me invitó a acompañarle. Todo el resto del salón estaba vacío. Pensé que querría disculparse. “Usted no se acordará de mí”. ¿Cómo no iba a acordarme? “Coincidimos aquí en los tiempos de estudiante, allá por 1980”. De pronto me volvió a la memoria aquella misma sonrisa, con treinta años menos, y no pude evitar ruborizarme. Él lo notó: “Veo que ya me recuerda”.
Recordaba, recordaba, pero no me encontraba muy a gusto con ese recuerdo y prefería hablar de otra cosa. “Siento lo que ha ocurrido esta noche”, dije. “¿Ha ocurrido algo?”, “Usted vino a mi habitación pensando que su compañera se encontraba en ella”, “¿Mi compañera? Yo he venido solo. Dormí de un tirón toda la noche. Entre sueños creí oír que alguien alborotaba y golpeaba una puerta, pero yo seguí durmiendo tranquilamente”. “Yo probablemente también, pero no tranquilamente.  Tuve un sueño raro. Su mujer se metía en mi cama y usted entraba a buscarla. Qué raro que apareciera en mi sueño si es ahora cuando le veo por primera vez”. “Por primera vez no…”, “Bueno, aquello no cuenta”. Volvió a sonreír. “Quizá me vio en algún momento y la imagen quedó grabada en el subconsciente”.
Esa palabra me trajo a la memoria al poeta y psicoanalista argentino. “Tienes que atreverte a bajar al sótano, tienes que atreverte a enfrentarte con lo que allí vas a encontrar”, me dijo en una de las últimas sesiones. Pero yo, como Rilke, el mayor miedo que tengo es a perder mi miedo, librarme de mi angustia, ver las cosas claras. ¿De qué iba a escribir si no tuviera un secreto del que no me atrevo a escribir?





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