Jueves, 14 de
diciembre
EL EDÉN
Soy
una persona más bien sedentaria, aunque nada casero. Salvo para dormir, apenas
paro en casa. Pero los viajes que prefiero son a pie y de ida y vuelta en el
día. Tengo, sin embargo, unos pocos lugares por el mundo a los que me gusta
volver. Unos generosos amigos se ofrecen a llevarme hasta Arcachon y es una
invitación que acepto de inmediato. Allí pasó sus últimos días felices Manuel
Azaña y allí pasé yo unos pocos días en familia.
Azaña llegó a Arcachon a finales de
1939, tras el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, temiendo la entrada de los
alemanes. Venía con su mujer y con la familia de su cuñado y secretario,
Cipriano Rivas Cherif. Se alojaron en casa de unos amigos y al día siguiente,
apenas desayunados, salieron a deambular por la carretera de las dunas y los
caminos transversales del pinar en busca de un vivienda para alquilar. Al
regreso vieron una mansión que sobresalía sobre las demás. Azaña quedó
enamorado a primera vista. “No hubo manera ya –escribe Rivas Cherif—de que
pudiese gustarle cualquier otra. Situada al pie de la carretera, en el fondo de
la bahía, de boca a la gran duna frente al mar libre, entre playa y pinar, en
medio de un jardinillo menos frondoso que otros circunstantes, pero con el
aislamiento suficiente, hacía honor a su nombre, El Edén”.
Y el Edén fue por muy pocos días. No
tardó en llegar la zarpa de la Gestapo, azuzada por la policía española. Azaña
escapó por bien poco a Montauban; a su secretario lo atraparon y lo condenaron
a muerte, aunque finalmente esa pena no se cumpliría.
Busco yo el Edén en Pyla-sur-Mer y
no soy capaz de encontrarlo entre tantas hermosas mansiones frente al mar y las
dunas. Lo encontré en Andernos-les-Bains, en el centro de la bahía. Para llegar
hasta allí hay que cruzar una serie de pequeños pueblos: Biganos, Audenge,
Lanton, cada uno con su iglesia, su ayuntamiento y su monumento a los caídos en
la Gran Guerra o a algún prócer local.
Cuesta llegar a Andernos. Aparcamos cerca
del bosque de Broustic, donde una mariposa se posó sobre mi cabeza, y mientras
mis amigos se sientan a descansar, yo recorro solo los lugares de aquel remoto
verano. Siempre en estos casos me viene a la memoria el comienzo de un poema de
Félix Grande: “Donde fuiste feliz alguna vez, no debieras volver”. Pero yo
vuelvo y algo de la felicidad de entonces me llega con este sol recién
aparecido, tras varios días de viento y lluvia, que hace brillar las aguas de
la laguna en torno a mí, al final del inmenso embarcadero.
Viernes, 15 de
diciembre
LAS REVOLUCIONES
Dando
una vuelta poco después de amanecer, como me gusta hacer cada día antes de que
la ciudad se desperece del todo, llego a una plaza cerca de la catedral. En su
centro, hay un monumento funerario y lo primero que leo en él es esta inscripción: “Les
révolutions justes / sont le châtiment / des mauvais rois”. ¿A qué
revolución justa que castigó a un mal rey se referirá? Doy la vuelta y veo que
se levantó en 1831 y está dedicado a un estudiante de medicina, de 24 años, y a
un obrero de 27 muertos por la libertad en julio de 1830. Luego, más abajo, se
colocó otra placa, a la memoria de un panadero, Louis François, llamado Achile
Dubroca, muerto en las barricadas de París en febrero de 1848.
Una revolución puso en el trono a
Luis Felipe, el rey ciudadano; la otra le obligó a abdicar y proclamó la
república. Mucha agua ha pasado desde entonces bajo los puentes del Adour y del
Nive, pero ahí sigue ese homenaje a la gente común que sale a la calle dispuesta
a cambiar la historia.
Domingo, 17 de
diciembre
HISTORIAS CON
ÁNGEL
Quedo
a tomar un café con Rafael Alarcón Sierra, catedrático de la Universidad de
Jaén, que ha venido a Oviedo como jurado del premio Ángel González de
investigación literaria. Dice que me lee todas las semanas y, aunque no dejamos
de practicar el cotilleo literario, tiene buen cuidado de no revelar ningún
secreto del sumario que pueda yo contar en mi diario y le haga quedar mal ante
sus colegas. No cuenta nada, soy yo quien lo cuenta todo. Por ejemplo, que a
ese premio internacional dotado con cinco mil euros y la publicación del libro,
solo se ha presentado una tesis de la Universidad de Barcelona. Ganó, por
supuesto. “Y por supuesto –le digo yo al discreto Rafael--, el jurado puede
irse con la satisfacción del deber cumplido: le dio el premio al mejor de los
trabajos presentados”. Y al peor, añado para mí.
Da la impresión de que este premio
es como esas oposiciones a las que renuncian todos los candidatos menos uno porque ya están
concedidas de antemano.
“Yo es la primera vez que vengo –me
dice Alarcón Sierra--, pero no creo que eso sea cierto. A ti lo que te pasa es
que estás un poco resentido con la directora de la cátedra porque te tiene
vetado. ¿Qué le habrás hecho?”
“No ser lo suficientemente elogioso en la reseña de un libro suyo. Creo que soy el único amigo y estudioso de Ángel González que no ha participado en la cátedra. Quizá por eso veo caciquiles tejemanejes y despilfarro de dinero público donde solo hay rigor académico y funcionarial.”
Lunes, 18 de
diciembre
UN REGALO
Entro
en la librería del centro Reto, mi favorita desde que José Manuel Valdés me
expulsó de la suya, y Nelly, la encargada, me dice: “Tengo una sorpresa para
usted. Un libro de un gran escritor dedicado por el autor. Le va a hacer mucha
ilusión”.
Y
me la hace verdaderamente, aunque no sé si mucha más gente, aparte de ella y
yo, estará de acuerdo en lo de gran escritor. Se trata de mi libro Autorretrato
de desconocido, publicado en 1979 y dedicado en junio de 1980 a José Vega
Merino, el poeta de cuya biblioteca proceden casi todas las maravillas que aquí
voy encontrando.
Recordaba su único libro, Lo que a mí
me pasa, publicado en la colección Provincia y leído en su momento, pero
no que le hubiera enviado el mío. Cuarenta
y tres años después, vuelve a mis manos. A la memoria me vienen unos versos de
Ángel González: “Yo mismo me encontré frente a mí mismo / en una encrucijada”
“Se lo quiero regalar. Es mi regalo de Navidad”, me dice Nelly. Un emocionante regalo, que sumo a todos los que me hace llegar casi cada día José Vega Merino: hoy una rara edición, de 1907, de los Cantos de vida y esperanza, de Rubén Darío, con hermosa tipografía, que releo como si fuera la primera vez: “Hermano, tú que tienes la luz, dime la mía. / Soy como un ciego. Voy sin rumbo y ando a tientas. / Voy bajo tempestades y tormentas, / ciego de ensueño y loco de armonía”.
Miércoles, 20 de
diciembre
REVELACIONES
Con
motivo del atentado contra Carrero Blanco, hace exactamente medio siglo, se han
venido publicando diversos reportajes. Nada añaden a lo que ya se sabía, salvo
la entrevista de hoy, en El País, con Eduardo Sánchez Gatell. Su madre,
la poeta Angelina Gatell, y la mía coincidieron más de una vez, en el frío
invierno de 1974, ante la cárcel de Carabanchel a la espera de que las dejaran
pasar para ver a sus hijos.
El titular no dice toda la verdad: “Al
matar a Carrero Blando, ETA
quiso
obstruir la salida democrática al franquismo”. Quien quiso obstruir esa salida
fue un grupo de disidentes del partido comunista, encabezados por Eva Forest y
Alfonso Sastre, que frente al pactismo de Carrillo querían exacerbar la
represión para propiciar la lucha armada. Eva Forest fue decisiva en el atentado contra Carrero. El
otro atentado, el más bárbaro, el de la calle del Correo, fue casi por entero
obra suya. Ante Eduardo Sánchez Gatell se mostró orgullosa del crimen; Sastre
dijo que “era nuestro Moncada”, el desencadenante de una revolución tan
gloriosa como la cubana.
Cuando ETA trató de
desentenderse de aquella barbarie, se dijo que era una provocación de la
extrema derecha; lo era, pero de la extrema izquierda. Si Eva Forest delató con
tanta facilidad a los que colaboraron con ella –intelectuales y profesionales
prestigiosos la mayoría de ellos-- fue quizá para crear un grupo de héroes que
la acompañaran hasta la victoria final.
Solo yo no encajaba allí. Eduardo
Sánchez Gatell era partidario de la lucha armada y participó en las reuniones
con Eva Forest y Argala en las que se preparó el primer atentado, y también en
las que llevaron al segundo. A él lo amnistiaron, mi causa fue sobreseída. Yo
era el único que, ni por activa ni por pasiva, tenía nada que ver con aquella
barbarie, aunque estoy seguro que no me trataron a mí mejor que a él, más bien
todo lo contrario. Pero la angustia de su madre y la mía esperando a las
puertas de Carabanchel para vernos no hay duda de que era la misma.