Siempre hablo de cosas de las que no debería hablar. Aún no sé cómo no he acabado metiéndome en un buen lío. Ver, oír y callar es un principio de antigua sabiduría. Pero lo mío es ver, oír y contarlo.
Por supuesto, trato de no contarlo todo, pero lo que no cuento lo doy a entender y eso no sé si no será peor. La invitación para ir a Génova me llegó de manera imprevista y anónima: los billetes de avión, la reserva del hotel. Dudé antes de aceptarla, pero no demasiado. Hago colección de las ciudades que me fascinaron cuando niño, el dedo sobre el mapa en las interminables tardes de verano, y Génova faltaba en mi colección.
El avión se retrasó más de lo habitual y desembarcamos pasada la medianoche. El aeropuerto estaba ya casi cerrado. Los pocos taxis que aguardaban en la parada desaparecieron en un instante, y al resto de los pasajeros habían ido a buscarles en coche. Antes de que tuviera casi tiempo de darme cuenta, me quedé solo en la parada vacía, con el aeropuerto cerrado.
Un coche negro, no un taxi, apareció de pronto, cuando ya había comenzado a asustarme. El conductor se bajó, dijo mi nombre y me abrió una de las puertas. No añadió una palabra más hasta que llegamos al hotel. Y allí se limitó a desearme una buena estancia en la ciudad.
Apenas pude dormir aquella noche. Soy una persona precavida, no me gusta meterme en líos. Pero a veces hago cosas absurdas, como aceptar la invitación de no sé quién para no sé qué.
Intuía, sin embargo, alguna cosa. Hay en mi vida una etapa –de la que no quiero hablar, pero de la que siempre acabo hablando– en la que, obligado por las circunstancia, establecí relaciones, bastante cordiales y casi podríamos decir que íntimas, con personas que se dedican a actividades poco recomendables.
Dormí mal, si es que dormí, pero mi humor cambió de inmediato en cuanto subí a la terraza, donde servían el desayuno y vi, recortándose en el azul del cielo sobre los tejados de la ciudad y las grúas del puerto, la Lanterna , el faro de la ciudad, cuya luz sirvió de guía a tantos aventureros.
Desayuné tranquilamente, pedí un plano en la recepción y salí a la calle. El Hotel Savoia se levanta sobre una colina, la colina de Santa Brigida creo que se llama, y a sus pies tiene la estación del Príncipe y la Piazza Aquaverde con su gran estatua de Cristóbal Colón.
Pasé la mañana entrando y saliendo de los palacios de la via Balbi, recorriendo el puerto, atravesado por una autopista elevada, perdiéndome en los callejones de la ciudad antigua, los célebres carruggi, de fama un tanto siniestra, pero que a mí no me daban miedo ninguno, todo lo contrario, me producían una cierta sensación de euforia, como si a la vuelta de un estrecho callejón fuera a descubrir el portón de entrada a un patio tras el que se traslucía el jardín que he estado buscando desde siempre.
En la via Garibaldi visité los jardines del Palazzo Bianco y subí al tejado del Palazzo Rosso. Desde allí se divisaba una vista fascinante de toda la ciudad, la que se apretuja a la orilla del puerto, la que se pone de puntillas sobre las colinas para ver mejor el ancho mar.
Ningún espectáculo me ha seducido nunca tanto como el apiñado caserío de una vieja ciudad visto desde lo alto, pero desde muy cerca, pudiendo adivinar la vida en las terrazas, tras las ventanas, bajo los tejados.
Me había olvidado del motivo por el que estaba allí cuando sonó el teléfono, sin duda para recordármelo. Efectivamente, a las siete de la tarde pasarían a recogerme por el hotel para ir a cenar.
Colgaron antes de que yo pudiera preguntar quién me invitaba a aquella cena, quién me había invitado a aquel viaje. Pero no me hacía falta preguntarlo. Yo también, como Cervantes, y por motivos que ahora no vienen al caso, estuve un tiempo en uno de esos lugares “donde toda incomodidad tiene su asiento”. Allí uno no puede permitirse el lujo de no ser astuto si quiere sobrevivir. Tuve ocasión de hacerle algunos pequeños favores, pero en el momento adecuado, a un empresario o banquero, nunca tuve muy claras cuáles eran sus actividades, cuya extradición había sigo solicitada por el gobierno italiano.
No le volví a ver, pero mantuvimos algún contacto. Era un tipo curioso, que se me acercó cuando yo estaba en el patio con La divina comedia en las manos y, por todo saludo, me recitó unos versos que yo también me sé de memoria: “Noi leggiavamo un giorno per dilecto / di Lancialotto como amor lo strinse: / soli eravamo e sanza alcun sopetto”.
Desde entonces charlamos con frecuencia, de libros y de Italia, sobre todo de Leopardi y de Nápoles, nunca, por supuesto, de los negocios que le habían llevado allí. Era un tipo muy respetado. Su amistad me trajo algunos beneficios: dejaron de acosarme los matones, no tuve que volver a limpiar las letrinas ni ducharme con agua helada. Cuando salí, antes que él, me encargó hacer dos o tres gestiones, una de ellas con un juez, que cumplí sin ningún temor (yo entonces era algo irresponsable, y me temo que lo sigo siendo). Luego, de vez en cuando, y en fechas señaladas, me ha llegado algún libro italiano, bien seleccionado y tuve noticias, por los periódicos, de su amistad con el ya fallecido Andreotti, de sus negocios con Berlusconi y de su presunta relación, nunca probada, con algún sonado escándalo financiero.
Los billetes para Génova, la reserva en el Grand Hotel Savoia tenían que ser cosa suya, y me alegraba la ocasión del volver a verle. Por eso acepté la extraña invitación sin dudarlo un momento.
Tenía todavía unas horas antes de que pasaran a recogerme. No me decidí a visitar el aparatoso cementerio, no me apetecía emborracharme de melancolía, y preferí llegarme hasta la Lanterna. Un taxi me dejó a la entrada del paseo peatonal que lleva hasta ella ascendiendo sobre el febril laberinto portuario.
Subí las fatigosas escaleras y cuando me disponía a admirar el espectáculo del mar y la ciudad una voz sonó a mis espaldas: “He acertado al suponer que vendrías aquí”. Le reconocí de inmediato. No había cambiado mucho en todos aquellos años, aunque ahora tuviera el pelo blanco y vistiera con una elegancia como de caballero inglés de otro tiempo. “Cenaremos más tarde y charlaremos de Italia y de España, y de Paolo y Francesca, pero las cenas no son buenas para los negocios. Ya sabes, hay demasiados oídos atentos y más ahora con el nuevo Papa, que nadie sabe por dónde va a salir. Andan los monseñores muy alterados. Prefiero hablarte aquí, pedirte un pequeño favor. No es importante, pero necesito a alguien libre de toda sospecha, a quien no puedan relacionar conmigo. ¿Te ha gustado la ciudad? ¿Y el hotel? Lo escogí yo. Sabía que era un hotel que te gustaría, de vez en cuando leo tu Café Arcadia”.
Hablaba en un perfecto español, sin acento ninguno. No voy a contar aquí el pequeño favor que me pidió, nada grave, nada importante por supuesto, aunque debía serlo, a juzgar por su interés, pero yo preferí no indagar demasiado. Hice aquellas tres o cuatro gestiones en cuanto volví a España.
Se disculpó por dejarme solo en el faro, por no explicarme el panorama que se veía desde allí, por no ponerle nombre a las colinas, a los torreones y a las cúpulas. Pero tenía prisa. Nos veríamos a la hora de la cena.
Disfruté, sí, del hermoso espectáculo del caserío y de la apacible puesta de sol sobre el mar. Cuando regresaba por la senda peatonal, disfruté de otro espectáculo: el registro de un carguero, todo el muelle lleno de estridentes coches policías.
Pero no hubo cena. A las siete en punto, me llegaron las disculpas. Y la indicación de que tenía una mesa reservada, para dos personas, en Il Peschereccio, un viejo pesquero atracado en el puerto, frente al Acuario.
Cené solo. Pero como estoy acostumbrado no me resultó deprimente. Y no es del todo cierto que estuviera solo. Tenía a toda la ciudad en torno mío, las luces cabrilleando en el agua. Y también, cuando alzaba la copa, me acompañaba, como a Li Po, la luna, una inmensa luna llena.