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Elogio de la cordura: Tiburón

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Sábado, 4 de junio
MÁS REGALOS

Entro a ver Hamlet, creyendo que se trata de la ópera de Ambroise Thomas que se representará en Oviedo en la próxima temporada (ya hay cárteles anunciándola), y qué sorpresa la mía al encontrarme con otro Hamlet del que ni había oído hablar. El compositor es Brett Dean, el libretista Matthew Jocelyn. Se estrenó en 2017 y se ha representado muy pocas veces. No me extraña que la sala de los cines Yelmo desde donde asisto a la representación neoyorquina esté casi vacía. El público de la ópera es muy misoneísta, sus oídos solo se dejan acariciar por lo consabido.

Me atrevo a afirmar que a Shakespeare le habría fascinado esta versión de su tragedia, que no pierde nada de lo esencial. Qué maravilla el Hamlet de Allan Clayton, torturado y alocado, con algo de caprichoso niño gordito que no se corresponde con la imagen tradicional del príncipe de Dinamarca. Qué conmovedora la Ophelia de Brenda Rae, especialmente en la escena de la locura con que comienza el segundo acto. Y no falta el humor de Rosencrantz y Guildenstern convertidos en los tintinescos Hernández y Fernández.

Un nuevo Hamlet con música del siglo XXI que admite la comparación con la gran música operística, una puesta al día de uno de los grandes temas de siempre que no se limita a por lo general ridículas actualizaciones —y que me perdone Emilio Sagi— de vestuario y decorados, a cambiar los palacios de Agripina por un motel en Las Vegas o —si anda por medio Calixto Bieito— los urinarios de un gran estadio.

            Disfruto, como otro regalo de cumpleaños, con esta inesperada maravilla y disfruto todavía más viendo al público del Met enmascarillado mientras que yo puedo respirar libremente. A mi museo particular de estupideces, añado las normas para acceder a las representaciones del Met. Solo pueden acceder quienes estén vacunados con pauta completa, tengan o no el famoso virus, que eso ya a nadie importa; quien no esté vacunado, por muchas pruebas que se haga para demostrar que no lo tine, no podrá entrar. Parece que lo importante es hacer caja farmacéutica, no impedir contagios. ¿Estará Pfizer entre los principales donantes del Met como lo está entre los del Partido Demócrata? Apostaría cualquier cosa a que sí. Pero, en fin, ya lo dijo Echegaray, peor están en Shanghái.

Domingo, 5 de junio
EL TIEMPO, GRAN ESCULTOR

Visito la Semana de Arte que se celebra en el recinto de la antiguo Fábrica de Armas

—una ciudad dentro de la ciudad— y, como me ocurre a menudo con el arte más o menos contemporáneo, me interesa más el continente que el contenido. Algo semejante me ocurre con la Bienal de Venecia y el Arsenale. Qué fascinante la inmensa Sala de Cañones, que yo puedo ver por fuera desde mi casa, cómo empequeñece todo lo que se expone en ella, incluidas las esculturas, tan noveleras, de Federico Granell. Paso distraído la vista por los más o menos ingeniosos cachivaches que aquí se exponen y me fijo en las inscripciones que en las paredes daban buenos consejos a los obreros que un día llenaron estas naves: “Sentir el afán de mejorar nuestras aptitudes es labor en beneficio de nuestra remuneración y alcanzar siempre la satisfacción de deber cumplido”. En la escuela de Artes y Oficios leo: “Un lugar para cada cosa y cada cosa en un lugar”, “El trabajo es la suprema virtud”, “El trabajo todo lo vence”. Y el trabajo consistía en hacer cañones, bombas de mano y fusiles.

            “Debes dejar en tu mente un lugar para lo salvaje”, le decía a Bertrand Russel una de sus amantes, lady Ottoline Morrell. Yo en todas las ciudades dejaría un lugar, si no para lo salvaje, que ya lo hay, para lo silvestre, para las plantas que crecen a su aire, para los edificios abandonados a la acción del tiempo, ese gran escultor. Los desconchados, la hiedra que invade las paredes, los grandes árboles, los caserones vacíos, los jardines sin más jardinero que el azar, los raros recovecos, una bíblica higuera, los ventanales que descomponen cubísticamente la luz, hacen del recinto de lo que fue la Fábrica de Armas —hay también una capilla románica y muchas zonas que aún no se pueden visitar— un rincón mágico que debería conservarse así, y que estaría abierto solo para grupos reducidos, sin necesidad de ningún pretexto adicional.

Martes, 7 de junio
OTRO REGALO

Paso el día, y muy bien acompañado, en Perlora, la mágica ciudad de vacaciones a la que mi familia nunca fue invitada, y que yo veía con envidia desde el tren que une Avilés y Gijón. Ahora, en su abandono, con sus pequeños chalets invadidos por la vegetación, tiene un encanto mayor del que tenía entonces. El mar no envejece ni se marchita y en la isla de los piratas, que fue puerto ballenero, sigue enterrado uno de esos tesoros que jamás defraudan porque nunca se encuentran. Por las calles arboladas, que a mí me recuerdan a las de ciertas pequeñas localidades francesas (en España los árboles solo se consideran un estorbo), de vez en cuando tropiezo con algún fantasma, de esos que no dan miedo, que solo nos llenan de agridulce melancolía.

Miércoles, 8 de junio
QUÉ MALO SOY

Martín López-Vega pasa por Los Porches y me trae un ejemplar de su nuevo libro Periferias emancipadas. Políticas de la representación espacial en la Iberia reimaginada, la tesis doctoral que leyó en la Universidad de Iowa. Picoteo acá y allá y me temo lo peor, un batiburrillo conceptual en el que Portugal forma parte de esa periferia emancipada, lo mismo que las novelas sobre pantanos de López-Pacheco o Julio Llamazares, y donde las nuevas poblaciones que se construyeron durante la España de Franco para alojar a las gentes desplazadas por los pantanos se identifican con los campos de concentración por su “construcción geométrica”. Bromeo un poco con estos asuntos (y con algunos puntos de su currículum como ese International

Impact Award, que tanto se parece al doctorado Honoris Causa de mi admirada Esther García López) y él se venga en la dedicatoria: “Estas Periferias emancipadas son para José Luis García Martín, chisgarabís ilustrado, atolondrado sabelotodo, que, siguiendo su costumbre, no se enterará de nada”. Una jugada maestra porque ahora ya no podré reseñar el libro, con lo que yo disfruto subrayando los descosidos conceptuales que se esconden tras la acumulación de citas políglotas en ciertas presuntas investigaciones académicas. Lo leeré con atención y asombro, lo subrayaré y tendré que hacer una gran esfuerzo para no pasarlo por la trituradora. Soy como esos tiburones asesino que, en cuanto ven un hilillo de sangre, no pueden contenerse y se lanzan sobre la presa hasta destrozarla por completo. Pero tendré que contenerme para que no parezca que me vengo por la dedicatoria y a mi me gusta no solo ser, sino también parecer, imparcial y ecuánime.

            Por la tarde en la tertulia —ya medio leído el libro, que responde por completo a mis expectativas— les mostré la dedicatoria. “¿Habéis visto que bien me conoce López-Vega? No creo que nadie pueda definirme mejor: ¡chisgarabís ilustrado!, ¡atolondrado sabelotodo! Mi más perfecto retrato”. Me callo, porque me conviene, que la dedicatoria continúa: “con, a pesar de todo, las siempre recién nacidas admiraciones, agradecimientos y afectos de Martín López-Vega”. Claro que también puedo ver, en la parte menos convencional de la dedicatoria, un reto: que no se enterará de nada. Quizá debe demostrar que me entero de todo.

            —Pues el capítulo de ese libro dedicado a mí, que ya he leído porque se publicó en el homenaje que me dedicó Antón, está muy bien —me dice Xuan Bello—. Tú lo que debería hacer es tratar mejor a Martín, que yo sé que te aprecia, y a Luis (¿qué es eso de reírte de su último artículo en El País, por muy ridículo que sea?) para que luego te inviten a ir de gira, como a mí, por algún Cervantes.

 

Jueves, 9 de junio
INTRIGAS PRINCIPALES

La historia también se alimenta de los pequeños chismes y por eso entretengo el café de esta tarde con Alto y claro, el último libro de Jaime Peñafiel. Acá y allá, entre tantas anécdotas banales, entre tanto presumir de su proximidad con las grandes figuras de la realeza (¡hasta comió una vez en el palacio de Buckingham con el príncipe Carlos!) algún hilillo del que tirar, como esas reuniones secretas para forzar la abdicación a las que asistía, de tapadillo y con grandes precauciones para que su padre no se enterara, Felipe de Borbón. Me recuerdan un poco a la frustrada conjura de El Escorial y al exitoso motín de Aranjuez en que otro príncipe de Asturias consiguió que su padre “voluntariamente” abdicara. ¿Qué arma de presión utilizarían en la conjura de La Zarzuela? Algún día los historiadores sacarán todos los detalles a la luz, mientras no puedan o no se atrevan tendremos que conformarnos con lo que nos deja entrever este veterano cultivador del periodismo rosa y amarillo. 

Viernes, 10 de junio
PERDER Y GANAR

Mucho se pierde con los años (al menos eso cuentan, yo todavía no lo he notado), pero algo se gana: el placer de acariciar, mimar cada nuevo día y no dejar de agradecer ni uno solo de los regalos que nos ofrece.

 

 

 

 


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