Sábado, 29 de enero
UN FRACASADO
Aunque no lo parezca, soy un hombre bastante práctico, más Sancho que Quijote. Para no agobiarme cuando tarda el sueño, se me ha ocurrido recurrir a algo que siempre me entretiene: sacar un tema de debate. Tengo varios preparados. El de esta noche ha sido si puedo considerarme un triunfador o un fracasado. Se me da bien eso de encontrar contundentes razones para defender una posición y la contraria. Después de mucho debatir, llego a la conclusión de que soy más lo segundo que lo primero. Hasta hace poco opinaba lo contrario; cierto que mis libros no se venden demasiado, no he obtenido ningún premio, no soy rico. Pero tengo todo el dinero que necesito, siempre he creído que los premios manchan el currículum (pobre Brines que creía que había llegado a la cima del Parnaso cuando le dieron ese premio que tiene mucho de extremaunción, el Cervantes) y en cuanto a la escasa venta no estoy muy lejos de opinar como aquel discípulo de Mallarmé que valoraba tan poco a sus contemporáneos que, en cuanto vendía más de cien ejemplares, comenzaba a deprimirse.
Yo me consideraba un triunfador; de incógnito, por supuesto, pero un triunfador. Desde que he descubierto mi verdadera vocación, ya no me considero así. Debería haberme dedicado a la política. A mí lo que más me gusta, ahora lo sé, es el poder. Solo teniendo poder se puede cambiar el mundo, mejorar la vida de la gente. Claro que el poder de los políticos es también limitado, quizá mejor estar entre los que pueden comprar políticos y periódicos. Estas cosas me las digo a mí mismo, mientras llega el sueño, pero por supuesto me cuidaría mucho de decirlas en público. Pero de dedicarme a la política sí que habría sido un fracasado porque los dos únicos puestos que me interesarían son el de presidente del gobierno o el de presidente de la República, Draghi o Mattarella. Bien mirado, aunque sea alérgico a los premios, tampoco estaría mal ese que dan unos académicos suecos y la gente cree que lo da el Espíritu Santo, el premio Nobel. A García Márquez le consultaban jefes de Estado. Si yo fuera premio Nobel, seguro que no me costaría mucho conseguir una charla privada con Felipe de Borbón o con Pedro Sánchez. “Aconséjame, por favor, García Martín, que yo ya no sé cómo salir del embrollo en que me han metido mis asesores con su restricciones de quita y pon y su rentable vacunación perpetua”, me suplicaría Pedro Sánchez. “Es muy sencillo —respondería yo—. Lo primero…”
En estas gratas fantasías me entretengo mientras llega el sueño. Luego duermo como un bebé y me despierto descansado y feliz. No seré un triunfador, pero no me las apaño del todo mal en mi vida de fracasado.
Domingo, 30 de enero
EL REGRESO
En todas partes cuecen habas, también en el Met. El Rigoletto de Bartlett Sher se ambienta en la república de Weimar, no en la corte de Mantua ni la de Francisco I en la que Víctor Hugo situó la obra en que Piave basó su libreto. Pero en la ópera cambiar de época es simplemente cambiar vestuario y decorado. Nadie soportaría hoy en escena la obra de Víctor Hugo, pero la música conserva este impactante melodrama como si se hubiera escrito ayer mismo. Cómo nos llega el dolor y la tragedia de Rigoletto en la voz —y el gesto: ventajas de la realización cinematográfica— de Quinn Kelsey, y el loco amor de Gilda, capaz de sacrificarse por salvar a quien se burla de ella, el duque de Mantua, en la de Rosa Feola.
Este Rigoletto neoyorquino me recuerda a otro, de hace muchos años, en Newark, a donde nos llevó Hilario Barrero en un tren que partía de lo que yo llamaba la cicatriz, la zona cero. Luego comimos bacalao en el barrio portugués y era como estar en la Baixa lisboeta.
Rigoletto lo volvería ver, a oír, cien veces, sin cansarme nunca. Con El callejón de las almas perdidas, a pesar de todas las visuales maravillas que encierra, no creo que repita. No me sentí cómodo en ningún momento, todo tiene un aire de pesadilla. Seguro que, a partir de ahora, en mis peores sueños, aparecerá la doctora Lilith Ritter, una gélida Cate Blanchett, para descuartizarme psicoanalizándome.
Lunes, 31 de enero
POR PRIMERA VEZ
El acto duró dos horas. Intervinieron tres conferenciantes, dos tediosa y tendenciosamente académicos y el otro, un orador de moda que despertó el entusiasmo de los adormilados asistentes. Pero si pasó a la historia, si se ha contado miles de veces, si se seguirá contando, fue por los cinco minutos finales. Me refiero a la celebración del Día de la Raza el 12 de octubre de 1936 en la Universidad de Salamanca. Incluso hubo recientemente quien se atrevió a negarlo y los periódicos lo dieron como una gran noticia. Lo que se negaba era solo que la versión de Luis Portillo fuera otra cosa que una impactante recreación literaria, cosa que todos sabían, salvo quizá un despistado historiador, Hugh Thomas. Ahora, en el libro Vencer no es convencer: la última lección de Unamuno, Pollux Hernúñez ha reconstruido ese acto de la manera más precisa posible, como un arqueólogo un jarrón o una estatua destrozados por la incuria del tiempo. Tiene en cuenta todos los testimonios, los de la primera hora y los que han ido apareciendo con el paso de los años, como unas cartas de Unamuno retenidas por la censura. Nos describe cómo era el local, cómo estaban sentados los participantes, la llegada tardía de Carmen Polo, que obliga a redistribuir la mesa presidencial. Había mucho público en el Paraninfo de la Universidad y mucha gente fuera, que escuchaba por los altavoces. Sabemos ahora que el acto fue retransmitido por radio, pero que solo había un micrófono en el atril de los conferenciantes, no en la mesa presidencial desde la que habló Unamuno, Sabemos que había taquígrafos que recogían las intervenciones, para publicarlas al día siguiente, pero si alguien recogió la de Unamuno no se ha conservado. No todos oyeron las palabras del rector, o no todos las oyeron con claridad, de ahí en parte las distintas versiones. El vozarrón de Millán Astray al interrumpir se oyó con mayor claridad, pero pronto los aplausos y los gritos impidieron escucharle bien. ¿Gritó “Muera la inteligencia” o “Mueran los intelectuales"? No se sabe. Tampoco si el “Viva la muerte” salió de su boca o de la de algún legionario. Pollux Hernúñez nos permite asistir a aquel acto como si estuviéramos en una de las primeras filas. Podemos escuchar —leer— todas las intervenciones, irritantemente tediosas, y comprender mejor el gesto final de Unamuno. Los militares a los que había apoyado mataban a sus mejores amigos, se mostraban más bárbaros que la barbarie que decían venir a combatir. Unamuno no sería Unamuno si se hubiera quedado callado. Nadie en ese momento se habría atrevido a decir lo que él dijo. Fueron sus últimas palabras en público. Las que le salvan para siempre, las que compensan tantos bandazos y errores, las que le dan un lugar de honor en la historia de la dignidad humana. Por primera vez, las podemos escuchar de la manera más exacta posible.
Martes, 1 de febrero
DEL AMOR
Ricardo Álamo recopila mil aforismos sobre el amor y otras pasiones, algunos míos. Como no me gustan ni los míos ni buena parte de los ajenos, me dedico a escribir otros. Al principio pensaba ir atribuyéndoselos a distintos autores. A Santo Tomás de Aquino, por ejemplo: “En el paraíso, la castidad es obligatoria”. Pero luego pensé que mejor que todos fueran de mi autor favorito, Oscar Wilde.
Amar a una sola persona de cada vez es complicado, pero no imposible.
Quien mucho ama mucho yerra.
El sexo dentro del matrimonio es como el café descafeinado.
No se pueden escribir poemas de amor sin haber estado enamorado. Ni estándolo.
El odio es amor más tiempo.
Siempre se ama menos de lo que se dice.
Dios es promiscuo. Ama a cualquiera.
Los amantes felices no se aburren nunca, pero aburren a todo el mundo.
En amor, quien acierta a la primera no sabe lo que se pierde.
El matrimonio es un error compartido.
La fidelidad bien entendida admite tres o cuatro excepciones.
Quien bien te quiere puede hacerte la vida imposible.
Lo peor de los canallas es que solemos ser muy atractivos.
Miércoles, 2 de febreroCOLABORACIONISTAS
Cuando la histeria de la caza de brujas, también hubo dos posturas entre la gente de la calle. Unos lamentaban el destino de las pobres mujeres y escondían la leña, mientras que otros llevaban toda la que encontraban a la plaza y se quedaban a contemplar el espectáculo.
Jueves, 3 de febrero
PREMIO AL MÉRITO
Después de la tertulia de ayer, se me ocurrió que debería crear un Premio al Mérito para ir dándoselo a mis amigos escritores según el tiempo que llevan siendo amigos míos. De los años setenta, resisten Manuel Neila, Abelardo Linares; de los ochenta, Andrés Trapiello (con sus más y sus menos), Jon Juaristi. Luis Alberto de Cuenca, Luis García Montero; de los noventa, algunos más. De todos ellos he ido comentando sus publicaciones; me temo que todos guardan algún zarpazo en su vanidad aún no completamente cicatrizado. Hoy le tocó el turno de queja a Jon Juaristi: se hablaba de Unamuno y del reciente libro de Póllux Hernúñez, que él decía haber leído y yo lo dudaba (sigue creyendo que el escándalo del Paraninfo fue un invención de Luis Portillo). De ahí pasamos a su biografía de Unamuno y del mucho espacio que dedica en ella a Delfina Molina, la pintoresca enamorada. “Tú me acusaste de no hablar de la poesía de Unamuno, de copiar solo cuatro poemas suyos. Pero ¿por qué tenía yo que copiar sus poemas, no era una antología?”. Ni me acuerdo de lo que escribí, pero José Cereijo lo busca de inmediato y resulta que yo subrayo que apenas se ocupa de la poesía de Unamuno y que solo copia un soneto a propósito de otra cosa mientras que se explaya con la chifladura de Delfina. Afortunadamente no llega la sangre al río, pero aparecen otras viejas heridas, como mi reseña de Los árboles portátiles. El primer Premio al Mérito, al aguante, dudaría si dárselo a Juaristi (a quien tantas veces le reproché sus cambios de chaqueta) o a mi editor, Abelardo Linares, que tiene conmigo más paciencia que un santo. Al final, pido disculpas por la vehemencia con que discrepo de todo el mundo, por no dejarles hablar, por empeñarme en tener siempre razón y, lo más grave de todo, por tenerla a menudo. “Tarde, pero aprendo”, les digo. “Ya por lo menos no estoy orgulloso de mis defectos, antes lo estaba. Soy un poco lento en mejorar, pero creo que para dentro de treinta o cuarenta años ya seré un caballero educado y cortés, respetuoso incluso con los disparates ajenos”.
Viernes, 4 de febrero
PLUTONIO
“¡Ándate con cuidado!”, me dice un amigo que presume de haber trabajado con Villarejo y estar muy relacionado con las cloacas del Estado. “No sigas por ahí presumiendo de no estar vacunado, de no usar la mascarilla cuando no es necesaria y cachondeándote de barbones y macrones”. “¿Qué van a hacer? ¿Mandar a un agente para que choque conmigo en la calle y me pinche con una aguja infectada?”. “Eso ya lo han hecho. Lo que pasa es que, como no tienes la costumbre de andar con test de antígenos para arriba y para abajo, ni te enteraste. Este maldito Covid no le hace nada al noventa o al noventa y cinco por ciento de los infectados y así no hay gran negocio que funcione. La próxima vez te van a pinchar dos veces, una con el virus famoso y otra con plutonio, como al espía ruso. Se te va a caer el pelo. Todos los periódicos se olvidarán del plutonio y titularán: ‘Negacionista en peligro de muerte por no estar vacunado’. Ya sabes cómo funciona hoy la información. Tienes un ictus después de la vacuna y nadie menciona la vacuna; mueres de infarto con covid y nadie menciona el infarto”.