Si contara lo que sé, peligraría mi vida. Pero si no lo contara no podría mirarme cada mañana al espejo sin avergonzarme. Por eso recurro a la estratagema –no sé hasta qué punto eficaz-- de contarlo como si fuera un cuento.
Pasaba yo unos días de verano en Cap Ferret, entre el océano y la bahía de Arcachon. El pretexto –yo siempre necesito algún pretexto laboral para abandonar mi rutina, soy alérgico a las vacaciones-- era investigar la estancia allí de Jean Cocteau y Raymond Radiguet durante los veranos de 1920, 1921 y 1922, cuando jugaban a ser Verlaine y Rimbaud y se gestó esa fulgurante obra maestra que es El diablo en el cuerpo. Busqué incluso el mismo hotel en Piquey, el Chantecler, denominado así en honor de Edmund Rostand, amigo del dueño, pero ya no existía. Me alojé solo en una cabaña, en medio del bosque y muy cerca del agua. Quería hacer de Robinson por un tiempo, pero hay experiencias que resultan más gratificantes cuando son imaginadas que al hacerse realidad. Fui de inconveniente en inconveniente, de desastre en desastre, hasta que encontré a Viernes. Pero esa es otra historia.
Una tarde, a poco de llegar, en la Playa del Horizonte, a la que me había acercado para visitar el búnker que formaba parte del Muro Atlántico con que los alemanes trataron en vano de frenar el desembarco aliado, se me acercaron dos individuos que, sin identificarse, me dijeron: “Tiene usted que venir con nosotros”. “¿Qué pasa?”, pregunté extrañado. Ellos respondieron algo en un francés que no entendí y maquinalmente los acompañé hasta el aparcamiento. Cuando abrieron la puerta de un coche negro y con cristales tintados, vi que se acercaba un grupo numeroso –dos o tres familias con niños-- y entonces, sin pensarlo, eché a correr hacia ellos. Los atravesé y seguí corriendo. El coche negro se puso en marcha para seguirme. Me desvié a la izquierda en cuanto abandoné el terreno de las dunas. Cerca estaba el mercado, lleno de gente a aquella hora, y logré despistarles. Pasé mucho miedo por la noche en la cabaña. Si me buscaban allí, no habría escapatoria. Me dormí casi al amanecer. Cuando desperté, ya muy avanzada la mañana, pensé que todo había sido una pesadilla.
Nada extraño ocurrió los días siguientes hasta el encuentro el Le Thiers, el restaurante frente a la playa de Arcachon. Había ido yo al cine a ver Stillwater, la película de Tom McCarthy que en España han titulado Cuestión de sangre. Me interesó por muchas razones: por el personaje de Matt Damon, representante de esa América profunda que dicen que vota a Trump y de la que tanto se burlan los exquisitos; por la relación que establece con las dos hijas, la real y la de su amiga francesa; por las veladas –o no tan veladas-- referencias al caso de Amanda Knox.
ASESINATO EN PERUGIA
En 2007, en un piso de estudiantes de Perugia, una estudiante inglesa de 21 años, Meredith Kercher, fue brutalmente asesinada. Todos los indicios apuntaban hacia su compañera de piso, Amanda Knox, su novio de entonces, Raffaelle Sollecito, y un subsahariano, Rudy Guede. La estudiante inglesa se negó, al parecer, a participar en un violento juego sexual –estupefaciente y alcohol por medio-- y acabó de la peor manera. Los presuntos asesinos fueron condenados a muchos años de cárcel. Los abogados de la norteamericana Amanda Knox iniciaron un hábil juego para anular la sentencia. Se trataba de desprestigiar a la policía italiana, que habría actuado de la manera menos profesional posible. Un tribunal de casación confirmó la sentencia, pero finalmente fue anulada en 2015 por el tribunal supremo italiano al considerar que, de acuerdo con el testimonio de dos peritos independientes, “no respetó los protocolos” al recoger y procesar los restos de ADN encontrados en el cuchillo y el sujetador de la víctima y que se correspondían con los de la pareja de amantes.
Se anuló la condena de la americana y el italiano, pero curiosamente no la de Rudy Guede, que no tenía quien lo defendiera y que había sido condenado como colaborador en el crimen, no como autor principal.
Hay un documental de Netflix que ridiculiza al fiscal italiano y presenta a Amanda Knox como una víctima de su inquina; hay un libro en preparación –por él ha cobrado un anticipo de un millón de dólares-- en el que cuenta su historia. Judicialmente está libre de todo cargo, pero eso no quiere decir que haya sido absuelta No hay una explicación mínimamente creíble de los hechos sin su intervención. Los dos amantes dicen que no estaban en el piso de Via della Pergola cuando ocurrieron los hechos, que estaban en casa de él (cada uno es la única coartada del otro), que Rudy Guede entró a robar, que minutos después llegó Meredith y que el ladrón, amigo de todos ellos, para no ser reconocido, fue a la cocina, cogió un cuchillo, la apuñaló por la espalda, se entretuvo asestándole puñalada tras puñalada (más de cuarenta) y luego, tras dejar toda la estancia cubierta de sangre, huyó.
Nadie se cree eso, pero Amanda Knox demandará a quien se atreve a decirlo en voz alta. En la película, Matt Damon hace de padre coraje que luchar por conseguir sacar a su hija de la cárcel y demostrar su inocencia. Logra lo primero, pero la hija acaba reconociendo que participó en la muerte de su compañera de piso, de la que también era amante. Y lo prodigioso de la película es que no la vemos –al contrario que a su contrafigura real-- como un monstruo, sino como una víctima más.
Tom McCarthy sabe, como lo sé yo, que solo en la ficción se puede contar la verdad. En Le Thiers estaba citado con un activista antivacunas francés. Quería pasarme una información para que yo tratara de publicarla en la prensa española.
Me contó que tenían un equipo investigando la conexión entre las empresas farmacéuticas que fabrican las vacunas –especialmente la norteamericana Pfizer, que ya antes se había apuntado el éxito del Viagra-- y especialistas sanitarios, políticos y medios de comunicación. Habían calculado que al menos un diez por ciento de los fabulosos ingresos –que seguirían creciendo mes tras mes, año tras año-- se dedicaban a engrasar los canales que permitían la aprobación exprés y la inoculación casi manu militari de aquella especie de bálsamo de Fierabrás a toda la población de los países ricos, incluidos los niños incluso los fetos en gestación.
---Ninguna publicación seria publicara nada de lo que descubráis, ni en Francia ni en España, os acusarán de conspiracionistas, antisemitas y cosas así.
---Estamos acostumbrados, pero si me he puesto en contacto con usted es porque hasta ahora tenemos múltiples indicios, pero las únicas pruebas que podrían ser aceptadas por un tribunal apuntan a una política española.
NO SOY UN HÉROE
Me asusté, le conté lo que me había ocurrido en la Playa del Horizonte. Empecé a volverme paranoico. ¿Me estarán siguiendo ya agentes del CNI como a Corinna von Larsen? A fin de cuentas, todo es posible en un país donde el Defensor del Pueblo ha de recordarle públicamente al ministro del Interior, Fernando Grande Marlaska --el que alentaba a los policías para que persiguieran y sancionaran a los irresponsables que se atrevían a pasear solos por un bosque durante los meses de la Gran Encerrona Inconstitucional-- de que tiene la obligación de respetar la ley.
No quise ni echar una ojeada a los documentos que me presentaba el activista francés. Me quemaban en las manos. Soy un poco paranoico, lo sé. Estoy lleno de miedos, pero temo menos a los que engañan que a los que tan dócilmente se dejan engañar. ¿Lanzarán pronto una campaña con nombre y apellidos contra los que se resisten a dejarse vacunar? ¿Pondrán un policía, y si no hay suficientes, un vecino que se ofrezca voluntario en cada portal para no dejar salir a la calle a quien no lleve colgado al cuello el certificado de vacunación? Vivimos en un tiempo en que lo inimaginable ayer hoy lo acepta con total normalidad el rebaño inmunizado desde siempre a cualquier atisbo de pensamiento crítico.
Yo ya había comenzado a sospechar de esa persona –no quiero dar pistas sobre su identidad, n quiero ni insinuar que ocupa un cargo importante en el gobierno-- al leer su encendida defensa de la necesidad de una tercera dosis por mucho que se oponga la Organización Mundial de la Salud, y seguro que luego defenderá una cuarta y más tarde una quinta hasta que el dinero sucio les salga por las orejas.
No quiero saber cosas que solo puedo contar como si fueran un cuento. No quiero ser en un mundo enloquecido el Alonso Quijano que se vuelve cuerdo y sale a deshacer entuertos y a recibir los palos de todos.
Volví a mi cabaña, me senté en el porche, frente al agua espejeante de la bahía, y me puse a degustar –en compañía de Viernes, pero esa es otra historia-- media docena de ostras y un buen vaso de vino blanco.