Fui a Andernos-les-Bains para pasar una breve temporada de descanso y acabé descubriendo el misterio de unas esmeraldas robadas hace más de un siglo. Andernos es una de las localidades que rodean la bahía de Arcachon, al sudoeste de Francia, Me levantaba temprano, paseaba por los cercanos bosques de pinos o por la orilla de la playa, me bañaba cuando lo permitía la marea (a veces las aguas se retiraban durante varios días y quedaba a la vista el fondo fangoso de la laguna), tomaba un café en la Plaza del Mercado, cerca del Bois de la Broustic, en el que gustaba de perderme durante los lentos atardeceres, y por las noches, antes de retirarme a dormir, un helado en la plaza de Louis David, a la luz de la luna, frente al paseo de madera que se adentra en las aguas y sirve de embarcadero. Louis David, el prócer de la localidad, había construido a principios del siglo pasado una hermosa mansión que ahora era un centro cultural; el jardín, con solemnes árboles centenarios y en el que quiso que lo enterraran, estaba abierto al público y siempre lleno de apacible melancolía. Le había puesto a la villa el nombre de “Ignota” porque cuando la construyó se alzaba lejos, al fondo de la bahía, entre cabañas de pescadores y criadores de ostras. Louis David, que luego fue alcalde y senador, consiguió que por allí pasaran las principales celebridades de la época, entre ellas Gabriel D’Annunzio, el propietario de unas esmeraldas perdidas y encontradas de sorprendente manera.
VIDA DE POETA
En enero de 1910, D’Annunzio partió de Génova hacia París con la intención de pasar allí unas semanas. Permanecería en Francia, por razones no del todo claras, más de cinco años, hasta que en 1915 regresó a Italia para conseguir que entrara en la guerra con los aliados.
Se alojó en el hotel Meurice, en la rue de Rivoli, el preferido entonces por las celebridades, aunque él pretendía ir de incógnito. Hizo poca vida social los primeros días, pero enseguida se dejó arrastrar por la voluptuosa alegría de vivir que caracterizaba a la ciudad en aquellos años anteriores a la Gran Guerra, como si entreviera ya el precipicio al que se acercaba.
Seis meses pasó D’Annunzio en París, en los cuales no escribió una línea, cambió de amante como de camisa (y cambiaba tres veces al día), aceptó todas las invitaciones y todas las tentaciones, pidió préstamos que sabía que no podía devolver (estaba acostumbrado), se dejó querer a cambio de dinero (no sería la primera vez), apuró cada día como si fuera a morir al siguiente. Pero al día siguiente no murió y se encontró cercado por los acreedores y por su última amante, una aristócrata controladora que se había gastado con él una fortuna y se empeñó en poner orden en su vida. Cuando incluso pensaba en suicidarse para escapar del cerco, se volvió a enamorar. Un amor forzosamente clandestino: si llegara a conocimiento de su amante oficial, podía darse por muerto. “Si me dejas, te mato y luego me mato”, le había dicho más de una vez. Para escapar del infierno en que se había convertido el paraíso de París, pidió ayuda a su mejor amigo, al conde Robert de Montesquieu, al mismo que Proust inmortalizaría pronto en su búsqueda del tiempo perdido con el nombre de Baron de Charlus, y que presumía de ser descendiente nada menos que de D’Artagnan, el famoso mosquetero.
Montesquieu preparó cuidadosamente la huida. El equipaje fue saliendo poco a poco hacia Hotel de l’Isly, cerca de la estación de Saint-Nazare, y un buen día el poeta desapareció dejando una dirección falsa, a la que enviar el correo (allí se lo recogía un amigo del conde proustiano) y a su secretario para todo, Antongini, que era quien debía lidiar con la amante abandonada y con los acreedores furiosos jurando y perjurando que él no sabía nada, que también había quedado burlado y sin dinero.
Mientras residió en París, D’Annunzio no fue capaz de escribir ni una línea. En la villa Saint-Dominique, en Arcanchon, escribió alguna de sus obras más célebres, como El martirio de San Sebastián, a la que puso música Debussy. Allí fue feliz, al menos en los primeros tiempos. Tomaba el sol, paseaba a caballo o con sus galgos por los inmensos arenales, respiraba el aire puro de los pinares. Hacía poca vida de sociedad. No frecuentaba el casino.
Pocas veces abandonó aquella cárcel dorada, con algo de desierto y de oasis, incluso cambió de nombre. Alquiló la casa diciendo ser Guy d’Arbes y tardó en saberse en la localidad, frecuentada entonces casi solo por enfermos adinerados, que era el famoso y escandaloso poeta. Parecía huir de algo más que de una amante y unos cuantos acreedores.
Eleonora Duse le había regalado tres esmeraldas que el poeta llevaba siempre consigo como un talismán. Eran también un último escudo financiero. Las empeñó muchas veces, le sirvieron para escapar a Arcachon, pero siempre las recuperaba. Hasta que un día –tras un baile en la Ópera de París-- le desaparecieron, creía que para siempre..
Ocurrió en diciembre de 1913, durante una de las escasas escapadas de Arcachon. Era el primer baile de máscaras que se daba en la Ópera de París desde al menos quince años. El poeta llevaba un traje de caballero veneciano del siglo XVIII. A pesar de la máscara, muchas damas le reconocieron. Él coqueteó con todas, pero solo se dejó seducir por una que apenas llevaba cubierta más que dos partes del cuerpo: la mitad del rostro, con una máscara de seda, y el triángulo de Venus, con una mínima piel de leopardo. Con aquella bacante desapareció y no volvió al hotel parisino hasta bien avanzada la mañana siguiente. Regresó malhumorado a Saint-Dominique. Había perdido o regalado –o le habían robado, no recordaba bien-- sus fabulosas esmeraldas y temía que si no las recuperaba sobre él se iban a acumular todas las desgracias.
El último viaje del poeta, antes del regreso a Italia y de su reinvención como gran héroe patrio, fue a Andernos, a pocos kilómetros. Louis David inauguraba Ignota con una gran fiesta y D’Annunzio no podía negarse, aunque su humor no estaba precisamente para celebraciones. Se alegró, sin embargo, de haber ido. Yo me enteré de lo ocurrido allí por una rara casualidad.
ENCUENTRO CON ARSENIO LUPIN
Hay en Andernos varias “boîtes à livres”, pequeñas bibliotecas callejeras donde se pueden dejar y llevarse libros. En el cartel con las normas, encontré dos que me gustaron especialmente: “dona solamente libros que ames” y “los libros con connotaciones religiosas o sectarias no tienen sitio aquí”. A veces me sentaba cerca de la iglesia de Saint-Eloi, junto al gran olmo que desafía al mar, y allí observaba la caja de libros colocada en uno de los lados. Pude comprobar que de vez en cuando se acercaba alguien, a veces una pareja joven, y curioseaba en las estanterías hasta llevarse algún volumen.
Yo también me llevé uno y aclaré así el misterio de las esmeraldas desaparecidas. Lo firmaba Maurice Leblanc y era una edición reciente, pero con la estética retro de la original. Sin duda se debía al nuevo interés por el ladrón de guante blanco que había traído consigo una exitosa serie televisiva, Lupin. “El misterio de las esmeraldas” se titulaba uno de los capítulos y en él aparecía un poeta satánico, que había tenido que huir de París por participar en la muerte de una mujer, y la hermana de aquella mujer que buscaba venganza. Todo muy rocambolesco y poco sutil, pero la descripción de la mansión en que se celebra una fiesta de disfraces coincidía punto por punto con la de Louis David, y el árbol exótico bajo el cual tiene lugar la escena final todavía estaba allí, en el parque, muy cerca del lugar que ahora ocupaba la tumba del propietario.
EL ENGAÑO A LA VISTA
Arsenio Lupin se presentó sin disfraz y, como en la carta robada de Poe, nadie pensó que fuera el famoso ladrón sino un invitado disfrazado de Arsenio Lupin. D’Annzunzio, que iba de lastimoso Pierrot, se encontró con una Colombine que lucía las fabulosas esmeraldas que ella había hecho que le regalara en la única noche que pasaron juntos.
Cuando terminó la fiesta, las esmeraldas, y otras muchas joyas, habían desaparecido. Del resto de las joyas nunca más se supo. Las esmeraldas le fueron devueltas al poeta cuando los acreedores habían dado con él, la amante despechada llamó a las puertas de Saint-Dominique y la justicia francesa estaba a punto de prender al poeta. Su suerte cambió entonces por completo. Alguien saldó sus deudas, un famoso cronista sudamericano sedujo a su vengativa amante y el gobierno francés llegó a un acuerdo con él –fabulosamente bien retribuido-- para que lograra que Italia declarara la guerra a Alemania.
Hasta su muerte llevó consigo D’Annunzio aquellas esmeraldas que le había devuelto, no Arsenio Lupin, un personaje de ficción, sino Marius Jacob, ladrón y caballero y gran admirador del poeta, en quien Maurice Leblanc se había inspirado para crear a su héroe.