“Como todos los enemigos mortales, comenzamos siendo los mejores amigos”. Me gusta repetir esa frase que oí al comienzo de no recuerdo qué serie televisiva.
Llevo más de cuarenta años hablando de los libros de los demás, con mayor o menor acierto, pero sin pelos en la lengua, y tengo el raro honor de que me deteste incluso gente que nunca me ha leído.
No me importa que no me quieran bien aquellos a los que aprecio poco literaria o humanamente. Soporto con resignación que me detesten escritores a los que aprecio.
Como todo el mundo, yo también tengo mi lista de enemigos íntimos sin los cuales mi vida habría sido, no sé si mejor, pero desde luego menos entretenida.
MIGUEL D’ORS Y LA MISERIA MORAL
Miguel d’Ors me escribió a finales de los setenta interesándose por Jugar con fuego. Se presentaba como “profesor por oposición de la Universidad de Granada”.
Yo había leído sus poemas en Poesía española, la revista que dirigía José García Nieto, e incluso recordaba de memoria alguno: “A este soldado que pasa / tristezas en el cuartel / que no le llamen miguel, / que miguel quedó en su casa / y yo me vine sin él”.
Aunque me dijo avergonzarse de esos versos juveniles (los reproduciría más tarde en uno de sus libros), fue el comienzo de una sintonía literaria que dio lugar a una nutrida correspondencia en la que hablamos de todo lo humano (y de casi nada de lo divino: en ese aspecto teníamos poco en común). Tuve la suerte de leer muchos de sus poemas según los iba escribiendo y de darle mi opinión sobre ellos. También fui reseñando sus libros.
Entre escritores, la admiración es el mejor cimiento de una buena amistad. No importaba que ideológicamente estuviéramos en las antípodas ni que algunas de sus bestias negras fueran buenos amigos míos, como Luis Antonio de Villena (luego dejaría de serlo) o Luis García Montero (que sigue siéndolo).
¿Cómo se rompió aquella sintonía? Fue hace veinte años por culpa, como era de esperar, de una indiscreción aparecida en alguno de mis diarios. Miguel d’Ors, homófobo militante, enemigo de la promiscuidad, era el perfecto casado y en sus poemas, de corte autobiográfico, hablaba a menudo de su mujer y de sus hijos. Un día en que vino a Oviedo a participar en no sé qué acto literario, en un aparte, me preguntó cómo me las arreglaba yo en cuestiones de intendencia doméstica porque a partir de entonces él también iba a tener que vivir solo.
Mi sorpresa, que fue grande, la hice pública en el diario. Y naturalmente se molestó mucho y ahí acabó nuestra amistad. Yo seguí comentando sus libros de poemas y él aludía a mí de vez en cuando, y no precisamente para elogiarme, en sus Virutas de taller.
La verdad es que había olvidado el motivo del enfado cuando, hace poco, le pedí disculpas. Él no lo había olvidado y me respondió que me perdonaba porque era cristiano y no tenía más remedio, pero que mi comportamiento le parecía “de una miseria moral casi inimaginable”.
Tampoco me parece que sea para tanto. Muchos de sus poemas –tan novedosamente tradicionales, tan trabajadamente naturales– siguen estando entre los que me acompañarán para siempre.
FERNANDO ORTIZ O DOS TONTOS MUY TONTOS
Fue el primer poeta de mi generación al que conocí personalmente. Junto a Abelardo Linares, estaba preparando un homenaje a Juan Gil-Albert, primer número de la revista Calle del Aire que pronto se convirtió en colección de poesía (aún sigue publicándose).
Gil-Albert, que conocía Jugar con fuego, les sugirió mi nombre como posible colaborador. Nos escribimos y cuando poco después pasé por Sevilla acudió a la estación a recibirme.
Ya había publicado un libro, Primera despedida, muy cercano a poetas –como Brines o Gil de Biedma– que yo admiraba. Fui leyendo luego sus libros, a veces antes de publicarse, y en más de una ocasión tuvo en cuenta alguna de mis observaciones. Aprendí mucho de su pericia métrica y de su buen conocimiento de la tradición barroca andaluza.
¿Cómo se rompió aquella relación? Pues la verdad es que, aunque no recuerdo qué, algo hice que no le gustó (o quizá simplemente notó que su poesía iba dejando de interesarme). El caso es que, cuando se enfadó con Andrés Trapiello porque en uno de los tomos de su diario contó algo que no le gustó, el artículo en que arremetió contra él se titulaba “Dos tontos a la moda” y el otro tonto, también autor de un diario indiscreto, era yo.
En lugar de sentirme halagado (que es mi reacción habitual cuando se meten públicamente conmigo por motivos literarios), contesté con otro artículo que hoy prefiero olvidar.
Muchos años después me lo volví a encontrar en un homenaje a Luis Cernuda. Algún conocido común hizo de intermediario y nos dimos la mano. Por allí andaba Abelardo Linares, el gran amigo de los comienzos, con el que también se había distanciado, mucho antes que conmigo. Nos hicimos una foto los tres juntos.
Fernando Ortiz, que tuvo una vida complicada y andaba desde hacía tiempo con graves problemas de salud, no tardaría en morir. Sus palabras sobre Cernuda en el palacio de Pinero, sede de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras, fueron su última intervención pública. Yo me alegré de haber llegado a tiempo para la reconciliación.
Pero mi alegría duró poco. Alguien me habló de una de las últimas entradas de Fernando Ortiz en su blog. Era un romancillo, escrito a raíz del encuentro cernudiano, en el que arremetía contra Abelardo y contra mí, o sea que siguió detestándome hasta el final. Yo sigo volviendo a sus versos, tan personalmente insertos en la mejor tradición de la poesía española, tan primorosamente artesanales, tan llenos de desolación y magia.
“Invité también a Luis Antonio de Villena –me dijo Fernando Sánchez Dragó a propósito de una mesa redonda sobre ‘Literatura y periodismo’ que había organizado en Bruselas–, pero me respondió que, si ibas tú, que no contara con él y como ya había hablado contigo… ¿Qué le has hecho a Luis Antonio?”
“Un tal Luis Antonio de Villena (no le conozco) nos ha devuelto un número de Clarín que le enviamos por cortesía del Ayuntamiento –me dijo Camilo López, anterior director de la editorial Nobel–, acompañado de una carta en la que afirma que no quiere saber nada con una revista que tenga que ver con José Luis García Martín. ¿Qué le has hecho?”
La verdad es que comenzamos siendo los mejores amigos. Descubrí su talento, a principios de los setenta, con un ensayo sobre el haiku publicado en la revista Prohemio y con un conjunto de poemas, “Cuerpos, teorías y deseos” que aparecieron en Papeles de Son Armadans.
Reseñé luego todos sus libros, con admiración creciente, aunque no sin ponerle algunos reparos (mi admiración nunca es ciega). En los poemas que escribí por entonces, sobre todo en el libro Tinta y papel (un libro que detesto, por cierto) se nota muy claramente su influencia. En 1978 presentó Jugar con fuego en Madrid; poco después pasó varios días en Asturias en los que le acompañamos casi a todas horas, Víctor Botas y yo.
¿Qué pasó para que aquella buena sintonía se rompiera? Ocurrió lo peor que puede ocurrir cuando uno tiene un amigo escritor. Que mi admiración por sus libros comenzó a decrecer hasta desaparecer casi por completo. Y luego aquel tiempo en que los dos parecíamos competir por ser los antólogos de referencia de la joven poesía española…
Eso es todo. Un delito imperdonable, el peor de todos: dejar de admirar. Y lo más grave es que al parecer no fui el único al que le ocurrió algo semejante. En los años primeros ochenta, de los dos poetas amigos, Luis Antonio de Villena y Luis Alberto de Cuenca, que se habían dado a conocer en la antología Espejo del amor y de la muerte, la estrella era sin duda el primero; el segundo, parecía que iba a quedar reducido a investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas con aficiones poéticas.
Poco a poco cambiaron las tornas y hoy Luis Alberto de Cuenca es un poeta a la vez popular y muy estudiado por la crítica académica mientras que Luis Antonio de Villena, aunque sigue publicando con profusión, parece quedar cada vez más reducido a una militancia gay un tanto trasnochada.
Y a mí me pone triste, como si yo tuviera alguna culpa en ello, que el escritor que un tiempo me pareció el paradigma del éxito, y al que quizá quise parecerme, ahora ande lamentándose en público de sus problemas económicos y trate de vender sus manuscritos en Internet.
ANDRÉS TRAPIELLO O EL PROFESIONAL
De todos los amigos que he ido dejando por el camino, el que más echo de menos es Andrés Trapiello. Todavía, cuando leo alguno de esos artículos suyos que le salen redondos, me dan ganas de mandarle un mensaje felicitándole y tengo que contenerme porque sé lo que pensaría al recibirlo: “Pero este tío ¿de qué va?”
Con Andrés Trapiello, antes de la última ruptura (que tuvo su escenificación en la librería Alberti, con una ilustre concurrencia como testigos y entre ella el entonces presidente del Tribunal Constitucional), hubo otras y siempre acabamos reconciliándonos. Era mi mejor esparring. Con nadie me gustaba más practicar el vapuleo dialéctico que con él. Siempre sin hacer sangre, claro.
Hay muchas cosas que admiraré siempre en Andrés Trapiello: sus poemas, por ejemplo, que como en el caso de Miguel d’Ors se van haciendo más precisos y emocionados con los años, esa prosa suya que pone una gota de gracia incluso en los asuntos más nimios, la pluralidad inagotable de sus intereses, la pasión que muestra al rescatar viejos autores, su devoción por Gaya o por Azorín o por Juan Ramón Jiménez.
Pero la nuestra era una amistad imposible, como quedó claro en aquella explosión de viejos rencores que tuvo lugar en la librería Alberti.
Y la razón no es su deriva política. El tema de Cataluña, por ejemplo, nos ha llevado a los extremos más distantes. Pero uno está acostumbrado a convivir (en la familia y fuera de ella) con personas que piensan de distinta manera: con no tocar el tema, asunto arreglado.
Andrés Trapiello y yo no podemos ser amigos por razones que tienen que ver con la economía. Él es un trabajador autónomo, un profesional de la literatura; yo sigo siendo un aficionado.
Andrés Trapiello publica un nuevo libro como una empresa lanza un nuevo producto, con la promoción adecuada. Las reseñas forman parte de esa campaña y se las trabaja minuciosamente. Pero las reseñas que espera son del estilo Mainer y otras estrellas de Babelia, un poco como el “científicamente demostrado” de los sabios que aparecen con bata blanca en los anuncios de detergentes en televisión.
Y yo sigo haciendo reseñas a la vieja escuela de mi maestro Clarín: elogio lo que hay que elogiar y discrepo de lo que hay que discrepar (e incluso me río de alguna sonora metedura de pata). Y eso un empresario no lo perdona, aunque sepa de sobra que mi opinión –a la hora de vender o dejar de vender libros– importa bien poco.