Sábado, 17 de noviembre
PELIGROS EN LA RED
Sonrío siempre que escucho a los expertos apocalípticos hablar del riesgo de las redes sociales. No somos conscientes de que estamos regalando nuestros datos privados, una mina de oro, una riqueza de la que otros se aprovechan, dicen.
¿Regalando? No estoy yo muy seguro. ¿Cuánto le cuesta a google el servicio que a mí me presta gratis a cambio de poder utilizar mi dirección de correo electrónico para enviarme publicidad personalizada? ¿Cuántas veces tecleo yo en google un nombre propio, una frase escrita en una lengua que desconozco, el título de una película de la que he olvidado el director? ¿Cuántos correos escribo y recibo al día en mi cuenta de gmail? ¿Y qué decir de los blogs con los que hago llegar a los curiosos dispersos por el mundo el anticipo que cada semana publica la prensa de mis libros en preparación? Eso supone ordenadores de gran potencia, técnicos, gasto de energía. No quiero ni pensar lo que nos cobraría Movistar por un servicio semejante.
Y a cambio, ¿qué me pide? Hoy puedo comprobarlo con un correo publicitario que me alegra la mañana. “¿Agrigento, Siracusa o Palermo? José Luis, vayas donde vayas te esperan ofertas increíbles”, me escriben de Booking.com, que es donde yo suelo hacer mis reservas hoteleras.
¿Invaden mi intimidad por saber que esos son algunos de mis secretos paraísos? Qué tontería. Publicidad inteligente: a quien nunca busca información sobre coches resulta perder el tiempo enviar información sobre nuevos modelos de automóviles.
Vuelvo a pasear por el valle de los templos, en Agrigento, a detenerme ante el Ícaro caído de Igor Mitoraj, a seguir las huellas de Pirandello; vuelvo a la isla de Ortigia y a recordar los versos de Virgilio ante la fuente de Aretusa; vuelvo a la Piazza dei Quattro Canti, en Palermo y a recorrer sin prisa la via Maqueda, al atardecer y a visitar a Gioacchino Lanza Tomasi, que sirvió de inspiración al personaje de Tancredi –Alain Delon en la película– y que sigue viviendo en el palacio en que vivió Lampedusa, con su terraza sobre el mar. El antes y el después del viaje es lo mejor del viaje.
¿Hay peligro en las redes sociales? Por supuesto, casi tanto como en las calles de cualquier ciudad y no por eso dejamos de salir a la calle.
Domingo, 18 de noviembre
LOS DÍAS IGUALES
Algún día me gustaría escribir un elogio de los días iguales. Levantarse siempre a la misma hora, las ocho menos cinco de la mañana, escribir durante un rato, pasear luego por el mercadillo del Fontán, tomar un café mientras hojeo el periódico y charlo con algún amigo en Dos de Azúcar, regresar a casa paseando por el Campillín deteniéndome ante el escaparate de la librería de Valdés, pasar un rato por el despacho del Milán, leer El País después de comer y un libro (o dos) luego en el McDonald’s de Los Prados, ir al cine… Hoy toca Malos tiempos en el Royale, de Drew Goddard, y yo me entretengo con su guion tarantinesco, tan ingenioso, al que me habría gustado darle una última vuelta y quitarle algunos minutos. Me habían invitado a ver Tosca, que se representa en el Campoamor, pero al Miguel del Arco de turno, al director de escena que cree que le pagan para dar la nota, se le ocurrió la brillante idea de situar la acción en la Polonia comunista copiando además el look de no sé qué película. Yo ya he renunciado a luchar contra la estupidez, me limito a evitarla siempre que me sea posible. Prefiero ir al cine, no alterar mis costumbres, soñar con escribir un elogio de los días iguales (en realidad, no hago otra cosa).
DOS IMPOSTORES
Decía Kipling que el éxito y el fracaso son dos impostores. Puede ser, pero yo más bien diría que el fracaso es una lata y que el éxito envilece un poco. A mí me gustaría tener éxito, como a todo el mundo, pero solo el mínimo. Soy demasiado orgulloso para más.
Nunca podría ser académico de la Lengua, por ejemplo, porque sería incapaz de ir por ahí solicitando humildemente el voto a gente que no aprecio demasiado (la mitad de los académicos).
No soy un triunfador, no lo seré nunca, pero no por mala suerte ni por ignorancia de las leyes no escritas que hay que seguir para llegar a serlo (aunque no por seguirlas, el éxito está asegurado, por supuesto; por no seguirlas si está asegurado el fracaso). Me gustaría escribir un Manual del perfecto adulador: saber adular, adular a todo el que pueda sernos útil, y hacerlo con cierta elegancia, sin que se note demasiado, resulta clave.
Claro que triunfar no es ganar premios, sobre todo esos premios finales a la resistencia; para eso a veces resulta mejor ser una viejecita o un viejecito que no esté en condiciones de molestar ni de hacer sombra a nadie.
El triunfador es el que da o niega galardones, no el que los recibe.
Martes, 20 de noviembre
DECISIÓN OBLIGADA
“¿Te has enterado? –me escribe un amigo–. Mira las últimas noticias. Marchena renuncia a presidir el Consejo General del Poder Judicial y, como consecuencia, el Supremo. O sea, que hay al menos un juez España capaz de rechazar una prebenda con tal de no participar en un chanchullo. No todo está perdido.”
“No eches las campanas al vuelo. No rechaza el cargo por no ser partícipe de un chanchullo, que eso ya iba implícito en la oferta, sino porque ese chanchullo –y aún más grave de lo que imaginábamos– gracias al portavoz del PP en el Senado es ya público y notorio. ¿Con que cara iba a poder mirar a sus hijos, si es que los tiene, a los políticos catalanes presos por tratar de aplicar el programa electoral para el que fueron elegidos, a cualquier juez honesto e independiente (la mayoría), después de saberse que le nombraron para ese cargo con la finalidad de que tomara siempre las decisiones que convenían a un partido político?”
Miércoles, 21 de noviembre
VIEJAS GLORIAS
Tras la cena con el poeta Juan Vicente Piqueras, a quien conocí en la Academia de España en Roma y ahora me vuelvo a encontrar en Lisboa, sin ganas de ir a dormir, paseo a solas por la Avenida da Liberdade, acompañado solo por la luna llena.
Piqueras me habló de su experiencia como jurado del Loewe y del encontronazo que allí tuvo con Luis Antonio de Villena, que es quien maneja ese premio a su antojo. Y no sé por qué, mientras recorro a paso lento la avenida en la grata noche otoñal, me da por pensar en los amigos literarios que he ido perdiendo por el camino.
A Luis Antonio de Villena lo conocí hace cuarenta años, en los tiempos de Jugar con fuego. Durante un tiempo fuimos amigos, una amistad que tenía su fundamento en la admiración que yo sentía entonces tanto por su obra crítica –recuerdo los espléndidos ensayos de Prohemio– como por su poesía a partir de un puñado de poemas publicados en Papeles de Son Armadans (“Cuerpos, teorías y deseos” creo que se titulaba la selección). Luego dejé de admirarle, su sintaxis se me atragantó, su mundo envejeció sin madurar. Explicable que terminara de golpe la amistad. Me dicen que los años le han amargado un poco. Yo le recuerdo como un tipo divertido. Estábamos una vez en el Escorial, en un encuentro de jóvenes poetas, y se me ocurrió decirle: “Ya vamos siendo viejas glorias”. Me miró altivo por encima del hombro y replicó: “Viejas somos todas, glorias solo algunas”.
Mentiría si dijera que siento haber perdido su amistad, pero sigo teníéndole simpatía y me alegra verlo convertido, ya sin metáfora, en una vieja gloria.
Jueves, 22 de noviembre
UNA LÀPIDA
Salgo temprano del hotel sin nada que hacer hasta que, a la tarde, hable en el Cervantes de Matilde Ras. El azar me lleva hasta el ascensor do Lavra en el momento en que está a punto de partir. Subo sin pensarlo. Me doy cuenta entonces de que conozco todos los otros ascensores o funiculares de Lisboa, pero no este. ¿A dónde me llevará?
Al Campo dos Mártires da Pátria, en cuyo centro se alza el monumento a Sousa Martíns, un médico que hacía curas milagrosas en vida y las sigue haciendo después de muerto. El pequeño jardín circular que rodea al monumento está lleno de lápidas de mármol que se amontonan unas sobre otras, irregularmente, como en un cementerio judío. Son los exvotos de quienes tienen algo que agradecer al santo doctor, que no ha sido beatificado por la iglesia pero que es más venerado que cualquiera de los santos oficiales.
Una lápida me llama la atención. La traduzco: “Homenaje al mejor hijo: / Si yo hubiera sido Dios, / te habría curado. / Si yo hubiera sido maga, / te habría aliviado. / Pero como fui solamente tu madre / me dediqué a contemplar tu rostro con resignación / y a amarte siempre desde el fondo de mi corazón. / Navega en paz. / Yo seré siempre / tu puerto de abrigo. / De la madre que mucho te ama / Lusita”.
Disuena este estoico epitafio del resto de los exvotos, todos ellos agradeciendo una curación o una mejora. Desciendo hasta el largo de Martim Moniz empapado de melancolía.
Viernes, 23 de noviembre
NO CONTARÉ NADA
Por la mañana tomo un café en el Starbucks de la estación del Rossio, entro en las librerías de la Rua do Alecrim, saludo al poeta que espera a los turistas frente al café A Brasileira (“¡Si hubiera sabido que la gloria era esto!”, parece pensar); pero a las siete en punto, como todos los viernes, ya estoy, antes que nadie, en la tertulia.
––¿Qué tal la presentación?, me pregunta Marcos.
––La presentación bien, lo malo fue el estrambote. A Matilde Ras se la conoce, los que la conocen, por el consultorio grafológico que, durante muchos años, llevó en el ABC y en otras publicaciones. El Diario que ahora se publica demuestra que era algo más, bastante más que eso. Pero al bueno de Javier Rioyo, director del Cervantes de Lisboa, no se le ocurrió otra cosa que llevar –fuera de programa– a un grafólogo aficionado que, tras de mí, se dedicó a comentar la letra de Cervantes, de Proust y la de no sé cuántos más. También la de la propia Matilde Ros, de la que dijo que su relación con Elena Fortún no podía haber sido sexual porque unía de no sé qué manera, o no unía, ya no sé bien, la “g” con la letra siguiente. Conseguí no interrumpir demasiado, pero como no soy muy diplomático se notó que todo aquello me parecía una sarta de vaguedades fuera de lugar, como propinar una charla sobre el horóscopo después de una clase de astronomía. Y en Portugal son tan diplomáticos que podían haber estado escuchándole dos horas o lo que el buen señor quisiera. Yo me levanté y me fui procurando que se notara mi irritación.
––¿Y vas a contar todo eso en el diario?
––No, desde luego que no, mejor hablar de Lisboa.