Sábado, 15 de septiembre
MI IDEA DEL PARAÍSO
Creo que fue el poeta Robert Browning el primer escritor vivo que asistió a un congreso sobre su obra. Luego se ha convertido en algo bastante común. Yo recuerdo cuando asistí en Oporto, en la Fundación Serralves, a un encuentro internacional sobre Eugénio de Andrade, que no faltó a ninguna de las comunicaciones y asentía a los repetitivos elogios con agradecida sonrisa.
Pablo Núñez me cuenta su visita a Neuchâtel, donde asistió a un congreso universitariol sobre la intertextualidad –los periodistas de la caverna y Albert Rivera hablarían de plagio– en la poesía de Luis Alberto de Cuenca. El convidado principal era el propio poeta.
Qué envidia. No de Pablo Núñez, claro (aunque tampoco me desagradaría haber estado en Suiza como abogado del diablo), sino de Luis Alberto. ¡Cómo me gustaría que en cualquier hermoso y perdido rincón del universo se reunieran una veintena de deferentes investigadores que dedicaran tres o cuatro días a hablar de mí!
¿Me gustaría? No sé, quizá mi vanidad me engaña. Lo más probable es que me aburriera ya en las primeras protocolarias palabras y me fuera a dar una vuelta por los alrededores y no volviera hasta que hubieran terminado. Me parece que donde yo disfrutaría de verdad es en un congreso de detractores sobre mi vida y obra. ¡Tres días discutiendo con este y con aquel, todos doctores o doctorandos, todos más jóvenes que yo y todos casi tan inteligentes como yo! Eso se parece bastante a mi idea del paraíso.
Por cierto, ¿se puede discutir en el cielo con ángeles y arcángeles y también, si no está demasiado ocupado, con el propio Mandamás? Si no se puede, conmigo que no cuenten.
Domingo, 16 de septiembre
FONS VITAE
Toda la vida queriendo conocer los jardines de Abadía, a dos pasos de Aldeanueva,que me eran familiares por los versos de Lope y Garcilaso, y por fin el pasado lunes –los actuales dueños solo permiten su visita de diez a once un día a la semana– pude hacer realidad mi sueño.
Poco queda del esplendor del palacio de los duques de Alba, ahora un caserón dedicado a la explotación ganadera y agrícola. ¿Poco queda? Queda el patio mudéjar con su doble arquería y sus secretos emblemas; queda la estatua de Andrómeda cuya belleza no logra desfigurar el ultraje de los siglos; quedan los grandes muros con escudos que separan el jardín alto del jardín bajo, que quizá fuera más huerta que jardín; quedan los cuatro historiados arcos sobre el río, y el alto cielo y el rumor de las aguas del Ambroz: si se escucha bien, todavía parece susurrar endecasílabos.
En el que fue prodigioso jardín con fuentes y alegorías mitológicas, tan bien descritas por Lope, ahora pastan las ovejas: los pastores fingidos –Salicio y Nemoroso juntamente– se han convertido en reales.
“El que viniere a ver esta abadía / este jardín y huerto esclarecido. / para notar bien su valía / muy necesario es que haya corrido / lo que nuestro Felipe poseía”, advertía Lope. Ha de conocer los jardines de Flandes y “de Italia ha de tener mucha noticia”, continuaba.
En la llamada plaza de Nápoles –jardín alto– había una gran fuente traída de Italia. Era obra de Francesco Camilliani, uno de los grandes escultores del Renacimiento. Se la encargó Fernando Álvarez de Toledo, tercer duque de Alba, porque le gustó la que había visto en la finca de su primo hermano Luis de Toledo, cuñado de Come de Medici, en los alrededores de Florencia.
De aquella prodigiosa fuente, que no tenía par en España, que deslumbró durante dos siglos a los visitantes de este palacio a dos pasos de Aldeanueva, donde yo nací, no queda apenas nada: una especie de pilón. ¿No queda apenas nada? Eso creía yo.
Hoy me entero, rebuscando en la Red, que queda su hermana gemela, la que le sirvió de modelo. En 1573, Luis de Toledo se la vendió a la ciudad de Palermo y allí sigue en la plaza Pretoria, donde fue colocada con gran escándalo de los bien pensantes, dada su profusión de desnudos, y muy especialmente de las monjas de un convento vecino, que tomaron la costumbre de frecuentar las ventanas que daban a la plaza para poder escandalizarse mejor.
Me gustan los secretos senderos que traza el azar. Cuando yo, en mis días sicilianos, me llegaba hasta la plaza Pretoria y escuchaba el rumor del agua y me entretenía descifrando pormenores alegóricos, no sabía que una fuente semejante, en un jardín junto al río en que yo me bañaba de niño, admiró al mundo y dejó oír su rumor en los versos de Lope y en las églogas garcilasianas.
Lunes, 17 de septiembre
NO TE FÍES DE LOS EXPERTOS
¡Cuántas tonterías dicen los expertos! Jaron Lanier, que ya tiene sesenta años y ha sido al parecer uno de los pioneros de Internet, acaba de publicar un libro titulado 10 razones para borrarse de las redes sociales de inmediato. Lo entrevistan en Babelia y yo voy subrayando y sonriendo ante cada una de esas presuntas razones.
La primera, que las redes sociales no añaden nada a lo que Internet te da: “Usando las capacidades normales de Internet, como tener una página Web o mandar un e-mail, no necesitas estas compañías”.
Pasemos los de “las capacidades normales de Internet” (confunde lo que primero aprendió con lo “normal”), pero lo de que no añaden nada Facebook, Tuiter o Whatsapp a las utilidades que proporciona una página web o el correo electrónico solo puede decirlo alguien que no sabe de qué van esas redes sociales, como él mismo confirma:. “Nunca he tenido una cuenta en una red social, ni Facebook, ni Tuiter ni nada”.
Está en su derecho el bueno de Lanier, pero no debería pontificar sobre lo que ignora.
Siempre me han divertido esas personas que presumen de no tener televisor o teléfono móvil o de no estar en las redes sociales. Lo dicen con suficiencia, dando a entender que están por encima de los demás. Ignoran que esa es una de las maneras más seguras de reconocer a un tonto. A un tonto ilustrado, que son los más ridículos.
Por correo –carta postal, correo electrónico– enviamos una comunicación privada de persona a persona; en Fabebook nos dirigimos a una comunidad de amigos que nosotros mismos hemos creado.
Cuando no había Facebook, era común que, a quien le hacía gracia un chiste, se lo mandara a todos sus corresponsales.; ahora lo pone en su muro de Facebook. ¿Es lo mismo? Todavía quedan personas –mi admirado Antonio Masip, por ejemplo– que en cuanto escriben un artículo, antes de que aparezca en el periódico, se lo envían a todos sus corresponsales, y si hacen la más mínima corrección se lo vuelven a enviar. ¿Y qué hago yo con esos correos y qué sospecho que hacen los demás corresponsales? Borrarlos sin leerlos. En algunos casos, ni tengo que molestarme: el antivirus, al ver que son envíos colectivos, los considera spam y los manda directamente a la papelera.
Cuanto más apocalíptico se pone Lanier más nos divierte. Las redes sociales suponen “un control por parte de monopolios gigantes en el que cualquier conexión entre dos personas solo se puede financiar si hay una tercera que quiere manipular a esas dos. Creo que esa es la receta para la locura y la negatividad. Y ha calado tanto que quizá no sobrevivamos”. ¡Ahí que da eso! ¿Vale la pena replicar?
Claro que el bueno de Lanier tiene la solución para evitar el fin del mundo: que Facebook sea de pago, como Netflix, así nos libraríamos del demonio perverso de la publicidad, la causa de todos los males.
Si pagáramos por Facebook, la empresa trataría de satisfacernos a nosotros y no quienes ponen publicidad en ella. ¿Pero cómo puede nadie poner publicidad en Facebook o interesarse por sus big datasi los usuarios, insatisfechos, se borran masivamente?
Es que no pueden borrarse, diría Lanier, no pueden dejarlo como no se puede dejar la heroína o el alcohol: las redes sociales crean adicción. Ya –le respondería yo– y por eso cada día se encuentra uno con un amigo que te dice: “Me he borrado de Facebook porque me aburría y me hacía perder el tiempo”. ¡Terrible adicción! ¿No será solo que ofrece utilidad y entretenimiento para muchos tipos distintos de personas?
Lanier es tan ingenuo que piensa que, cuando se pagaba por los periódicos, estos ofrecían información fiable. Ni siquiera sabe que todavía –y por muchos años– hay prensa en papel y de pago. Y que no por eso –si supiera español yo le aconsejaría que hojeara El Mundo, Abc, La Razón o El País cuando se refiere a Cataluña o Venezuela– engaña o manipula menos que lo que engañan o manipulan las gratuitas redes sociales.
Martes, 18 de septiembre
Y VIVA ESPAÑA
El Español, subtitulado “Semanario de los españoles para todos los españoles”, fue una de las publicaciones más destacadas de la prensa franquista (detrás estaba nuestro Goebbels particular, Juan Aparicio).
Xurde Blanco, de la librería La Noceda, me ha pasado unos cuantos ejemplares de los años cincuenta. Yo los leo con curiosidad. Son los años en que la mujer empieza a destacar en literatura y a ganar los principales premios de novela. Las entrevistas con Carmen Martín Gaite, Carmen Laforet o Ana María Matute están llenas de verdad y encanto antiguo. En la de Matute, entonces casi una adolescente, interviene mucho su marido, el escritor Eugenio de Goicoechea, que siempre quiere tener la última palabra. “Ella ganará premios, pero soy yo quien manda en casa”, parece decir.
Se elogia a Trujillo y Salazar, que han convertido en una Arcadia feliz sus países, y se insiste en la decadencia de las democracias. La justicia en Francia, por ejemplo, es un desastre. Las razones son varias. Una de ellas, casi la principal, las mujeres: “Una quincena de muchachas son, en la actualidad, jueces de Instrucción. En el departamento del Orne, tres magistrados de cuatro, pertenecen al sexo femenino. En algunos casos, no existe nada más que una mujer como juez instructor. Recientemente, detenido un gánster y llevado al primer interrogatorio se enfrentó con una joven. El hombre se volvió, furioso: ‘Yo no quiero una secretaria, yo quiero vérmelas con el juez’. ‘El juez soy yo’, contestó la mujer. El hombre enfurecido se levantó: ‘Cierre la boca y váyase a buscar a su novio’. El juez, es decir, demoiselle le juge, se desmayó”.
Miércoles, 19 de septiembre
HOLA, MUNDO
Mi amigo Martín López cumple hoy dos años y su padre le hace el más hermoso regalo: el libro Hola, mundo. Es el segundo que le dedica. En el anterior, Pallabres pa Martín, le contó su infancia americana, tan distinta y tan semejante. Ahora narra las prodigiosas aventuras del niño en su primer año de vida.
––Hola, mundo –dice Martín.
–-Hola, Martín –dice el mundo, al que de pronto se le borran las arrugas y por un instante, olvidado de todos sus achaques, se vuelve a sentir como recién creado.