Mucho se ha especulado sobre quiénes pudieron ser los autores del fraude del Hombre de Piltdown, que mantuvo engañada a la comunidad científica durante cuatro décadas, y sobre cuáles pudieron ser las razones que les llevaron a ello.
Una carpeta procedente del archivo de John Dickson Carr, el famoso autor de novelas detectivescas, subastada recientemente en Londres, contribuye a aclarar el enigma.
Los hechos son bien conocidos. En 1912, un abogado de cierto nombre, coleccionista y arqueólogo aficionado, Charles Dawson, se puso en contacto con el Museo Británico, porque había encontrado sensacionales restos prehistóricos en un descampado de Piltdown, cerca de Susex, al sur de Inglaterra.
Al director del departamento de Geología, Arthur Smith Woodward, le llamaron la atención desde el principio esos hallazgos y tomó parte en las siguientes excavaciones.
Ayudante y colaborador de Dawson, era un jovencísimo jesuita francés, Pierre Teilhard de Chardin, que años más tarde se haría famoso por sus descubrimientos paleontológicos y sus peregrinas teorías, a medio camino entre la ciencia y la especulación espiritualista, sobre la evolución humana.
De la veintena de hallazgos encontrados en Piltdown, pronto llamó la atención una mandíbula que parecía de algún tipo de mono, pero que tenía una rara particularidad: las superficies de los dos morales intactos del fósil estaban planas y tan solo en una mandíbula de homínido podían haberse desgastado esas muelas hasta quedar lisas. Fragmentos de cráneo descubiertos cerca permitieron reconstruir lo que creyeron era el “eslabón perdido” de la evolución humana, un ser intermedio entre el hombre y el mono, según proclamaron de inmediato todos los periódicos sensacionalistas y alguno tan serio como The Times. Recibió el nombre de su descubridor: Eoanthropus dawsoni. Se decía que había existido hacía medio millón de años, en los comienzos de la Edad Glacial. El primer humano sería entonces inglés, no africano ni asiático, lo que llenaba de orgullo a los súbditos de la Gran Bretaña.
El cráneo del Hombre de Piltdown se convirtió en uno de los mayores tesoros del Museo Británico. Encerrado en una caja fuerte, a prueba de fuego, solo muy de tarde en tarde, y con todas las precauciones posibles, se enseñaba a unos pocos privilegiados. Se sacaron varios moldes y sobre ellos realizaron sus mediciones y estudios los investigadores. El hombre de Piltdown, reconstruido, figuró en varias exposiciones y se hizo popular entre los niños, ya que aparecía dibujado en los manuales escolares.
Aquel cráneo prodigioso no fue el único descubrimiento que hizo Dawson. Hasta 1915, y en el pozo de grava del primer hallazgo, siguió encontrando otros restos: dientes fósiles, hachas de silex, huesos de animales. El último hallazgo fue espectacular: a tres kilómetros, se encontró con el cráneo de un segundo hombre de Piltdown. Pero ya por entonces circulaban rumores entre los vecinos. Uno incluso se refirió a que, algunos de los restos recién encontrados, lo había visto él en casa de Dawson meses antes.
Un periodista le preguntó su opinión al conocido escritor Arthur Conan Doyle, que vivía cerca. “No tengo nada que decir –respondió–, solo que el doctor Challenger está analizando el asunto y pronto se publicará el resultado de sus investigaciones”.
El doctor Challenger era el protagonista de El mundo perdido, fascinante anticipo de las fantasías hollywoodenses del Jurasic Park. En ese libro, publicado el mismo año de 1912, se afirma explícitamente “lo fácil que sería crear una farsa con fósiles y engañar a los científicos contemporáneos”. Y más de una vez repitió en sus numerosas conferencias que había más pruebas objetivas de la verdad de los fenómenos espiritistas que de las teorías de la evolución.
Lo que no dijo nunca, quizá para no impacientar a sus seguidores, es que también había puesto tras la pista del Hombre de Piltdown a Sherlock Holmes, a quien había llegado a odiar porque cada vez ensombrecía más con su fama no solo al resto de sus obras sino a él mismo. Como don Quijote, en conocida opinión de Unamuno, era menos criatura que creador de Cervantes, así él se sentía cada vez más un borroso apéndice del detective, poco más que un pseudónimo del doctor Watson.
La falsedad del Hombre de Piltdown no se hizo evidente hasta comienzos de los años cincuenta. Por entonces Teilhard de Chardin vivía en Nueva York, donde moriría en 1955. Un amigo londinense, que sabía de su participación en los hallazgos de 1912, le escribió alarmado para que defendiera la legitimidad de aquellos restos arqueológicos. Theilhard nunca contestó a esa carta o no se ha encontrado la respuesta. Nunca sabremos si participó en el fraude o si fue engañada su buena fe.
Charles Dawson murió en 1916; su valedor en el Museo Británico, treinta y cinco años después. Ambos defendieron hasta el último momento la autenticidad del hallazgo, aunque cada vez resultaba más insostenible. Primero fueron aparecieron otros restos en distintos lugares del planeta que en nada se parecían a aquel cráneo; después la datación por flúor del cráneo, llevada a cabo por el doctor Kennet Oakley, le dio una antigüedad de cincuenta mil años, no de medio millón de años.
Oakley habló de estos asuntos con un colega de Oxford, el doctor Weiner. ¿Cómo era posible aquella quijada simiesca en un cráneo tan evidentemente humano? ¿Cómo era posible que tuviera unos molares tan aplanados? Se le ocurrió de pronto una idea algo absurda, que en principio descartó. Luego recordó unas palabras de Sherlock Holmes: “Tras haber eliminado todo lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, tiene que ser la verdad”.
Lo que hizo Weiner fue adquirir una muela de chimpancé, limarla y teñirla: el resultado fue bastante semejante a las del hombre de Piltdown.
De la aventura de Sherlock Holmes recién descubierta solo se ha publicado un resumen. Los herederos de Conan Doyle aún no han dado permiso para publicarla en su integridad. Es claramente una narración en clave. Sherlock recibe la visita del director del Museo Smithsoniano que le pide que investigue la muerte, que él cree un asesinato, aunque fue considerada como natural, del autor de un sensacional descubrimiento arqueológico sobre el que han comenzado a surgir serias dudas. Sherlock, tras averiguar que se trata de un fraude y describir minuciosamente cómo se llevó a cabo, llega primero a la conclusión de que se trató de un suicidio, como el del falsario Thomas Chatterton, movido por los remordimientos, para luego inclinarse por la opción del asesinato..
Yo me imagino perfectamente cómo se sentiría Dawson al comprobar las dimensiones que iba cobrando lo que en principio podía pasar por una sofisticada broma. Y me lo imagino porque yo también, en mucha menor escala por supuesto, he jugado a la mixtificación. En los ochenta, publiqué un cuadernillo con unos poemas inéditos de Sandro Penna, que Eugénio de Andrade dio por buenos y tradujo del italiano al portugués. Una tesis doctoral sobre Francisco Brines reproduce en apéndice, como no incluidos en su obra completa, dos supuestos poemas suyos que yo di a conocer en la revista Jugar con fuego. De vez en cuando encuentro en algún blog unos poemas de Marilyn Monroe, de una simplicidad y de una intensidad conmovedoras, que yo publiqué por primera vez y cuyos originales ingleses quizá no han existido nunca. Con motivo del cincuentenario de la muerte de Pessoa, Félix Grande me pidió un texto sobre el creador de los heterónimos para Cuadernos Hispanoamericanos. Yo envié una serie de apócrifos, entre ellos una supuesta carta inédita a Mário de Sá-Carneiro bastante escandalosa. Para mi sorpresa no aparecieron en la sección de homenajes al poeta, sino como textos suyos. La revista se presentó en un acto cultural en el que intervino el embajador portugués en España. Pudo haber ocurrido un escándalo que motivara el cese de Félix Grande como director (eso al menos me reprochó él, cuando, movido por los remordimientos, se lo confesé).
Parece que Charles Dawson, al percatarse de las dimensiones que había tomado su broma, quiso confesar la verdad. El director del departamento de Geología del Museo Británico, el ambicioso Arthur Smith Woodward, que había alcanzado reconocimiento mundial gracias a ella, se lo impidió.
¿Por qué Conan Doyle no publicó un relato que, a juzgar por quienes lo han leído, no desmerece en absoluto del resto de las sesenta aventuras canónicas del detective? La transposición novelesca no ocultaba lo que había detrás y quedaba demasiado clara la acusación de asesinato a un personaje todavía vivo e influyente.
Hay otra razón. John Dickson Carr, en colaboración con Adrian Conan Doyle, hijo de Arthur, es el autor de Las hazañas de Sherlock Holmes, un brillante pastiche que recrea las aventuras del detective a las que se alude en los relatos canónicos y que el doctor Watson decidió no contar por motivos diversos. Quizá “Sherlock Holmes y el eslabón perdido” no es una relato inédito de Conan Doyle, sino un brillante pastiche de del propio Dickson Carr, escrito cuando ya se conocían bastantes de las claves del fraude.
Lo que nunca sabremos es cuántos Hombres de Piltdown o falsos brontosaurios hay en los museos de Historia Natural del mundo; cuántos Goyas que no pintó Goya admiramos; cuántos de los nuevos inéditos de Juan Ramón Jiménez o Pessoa que se descubren cada año son de verdad suyos (algunos, lo confieso –mea culpa, mea culpa– son míos).