Soy una persona bastante insoportable, para qué nos vamos a engañar. No es ya me empeñe en tener siempre razón, algo que con un poco de paciencia se podría soportar, sino que casi siempre la tengo, que es lo verdaderamente insoportable. De vivir conmigo,quienes lo han intentado se han cansado pronto.
El trabajo, la lectura, las largas caminatas a pie (me he recorrido casi toda España y media Europa sin más compañía que una mochila y una cámara de fotos) me han permitido no añorar demasiado la vida en pareja, una familia, un hombro sobre ei que llorar. Pero ahora voy a cumplir setenta años y la perspectiva de enfrentarme a solas con los achaques de la vejez no me agrada demasiado, la verdad.
Solía dormir bien sin necesidad de pastillas y al médico habré ido dos o tres veces en mi vida. Últimamente, sin embargo, parece que comienzo a vislumbrar lo que se avecina. Han comenzado las noches de insomnio, que aprovecho para leer, escuchar música, ordenar mi archivo. Guardo unos centenares de documentos, recopilados a lo largo de casi medio siglo en mercadillos y librerías de viejo, algunos simplemente curiosos, pero otros pueden ayudar a dar la vuelta a la historia de España que nos han contado.
Ayer recibí el libro que Pedro López Ortega dedica al coronel Segismundo Casado. El subtítulo resulta significativo de la intención: “Defensor de la Justicia, la Libertad y la República”. Basta hojearlo para darse cuenta de que tiene mucho de acrítica apología.
Hay un pasaje que me ha interesado especialmente. Se trata de la referencia a la edición de la Gaceta de Madrid que sirvió de pretexto al golpe contra el gobierno de la República, teóricamente un contragolpe contra el que preparaba Negrín para entregarles todo el poder a los comunistas.
Julián Marías afirma en sus memorias haber tenido en las manos las galeradas de ese número, que muchos consideran apócrifo: “Negrín preparó un golpe que pudo ser muy grave. Se trataba de la destitución de todos los mandos importantes, militares y políticos, que estaban en manos de los republicanos o socialistas moderados y su sustitución por comunistas y algunos socialistas de significación análoga. Esto no me lo ha contado nadie: vi las galeradas en la Gaceta de Madrid –preparadas el día 5 y que debían haber sido publicadas el día 6– con las largas series de nombres, compuestas para su publicación al día siguiente. Pero esto fue interrumpido por un suceso que nos conmovió a todos el 5 de marzo”.
Ese suceso fue la toma del poder por parte de un Consejo Nacional de Defensa que encabezaba Casado y que tenía entre sus principales valedores a un socialista de cátedra al que las circunstancias habían dejado al margen, Julián Besteiro.
Todo el mundo sabe cómo se desarrollaron esos hechos. Lo que pocos saben es que fueron recibidos con alivio por Negrín y que quizá el propio Negrín les dio el impulso final ante los retrasos y las dudas de los golpistas.
Al comunismo se deben muchos de los mayores crímenes de la historia, pero al anticomunismo no se le deben menos. El joven Julián Marías –orteguiano, católico y visceralmente anticomunista– fue uno de los ideólogos del golpe que desmanteló lo que quedaba de la República y se lo entregó en bandeja de plata a los franquistas. Cuarenta años después también estaría, al parecer, entre los ideólogos de otro golpe contra el comunismo y el terrorismo, el protagonizado por los militares argentinos contra el tambaleante gobierno de Isabelita Perón.
Como el golpe de Casado, fue recibido con un suspiro de alivio por buena parte de la sociedad argentina. “Por fin tenemos un gobierno de caballeros”, dijo Jorge Luis Borges más de una vez y todavía podemos escucharlo en una entrevista con Joaquín Soler Serrano que anda por Youtube.
No solo la plutocracia argentina alentó a los militares. Contaron también con una coartada intelectual que se gestó en las reuniones que tenían lugar en el domicilio de Jaime Perriaux, que había sido ministro de Justicia y era un gran admirador de Ortega. Uno de los asistentes habituales a aquellas tertulias era Julián Marías, que viajó con frecuencia a Argentina –donde era un conferenciante admirado– en los años previos al golpe y con el proceso ya en marcha y torturando y haciendo desaparecer a subversivos para bien de la patria. Lo contó José Alfredo Martínez de Hoz, el superministro de Economía de la dictadura, en la comisión que, en 1984, investigaba uno de los negocios de entonces: la compra de la compañía Ítalo-Argentina de Electricidad por mil veces su valor, un sobrecoste que, en buena medida, iría a parar a los bolsillos de los generales que pretendían salvar la nación.
Pero les estaba hablando de Segismundo Casado y de las pruebas que tengo de que su golpe fue recibido con alivio, si no propiciado, por Negrín. Nos han dicho que uno pretendía continuar la guerra de manera numantina y el otro quería la paz. Pero la paz llevaba ya muchos meses buscándola Negrín, a través de contactos, más o menos secretos, con el gobierno francés y, sobre todo, con el gobierno inglés. Claro que no una paz a cualquier precio, arrodillándose y bajando la cabeza para que se la cortaran, que es lo que finalmente hizo Casado.
La derrota de la República tuvo lugar en dos fases. La caída de Cataluña constituyó la primera. Negrín se encargó de que fuera de forma ordenada. El 9 de febrero las tropas franquistas llegaron a la frontera con Francia y ocuparon todos los puestos fronterizos. Ese mismo día, desde primeras horas de la mañana, Negrín estuvo supervisando, en el enclave de La Junquera-Le Perthús, el paso a Francia de las últimas unidades del ejército republicano. Le acompañaba el general Rojo. Ya habían pasado todas las autoridades y todos los civiles que temían alguna represalia cuando él se decidió a cruzar la frontera. Unos minutos de retraso y habría caído bajo las garras de Franco. Ya en Francia, suspiró aliviado y le dijo a Zugazagoitia, que le acompañaba en ese momento: “¡Veremos cómo liquidamos la segunda parte! Esa será más difícil”.
Sin descansar apenas, Negrín se trasladó a Toulouse, donde tomó un avión para la zona centro. No solo se había ocupado de salvar la vida de los republicanos, también de asegurarles en lo posible la subsistencia durante un exilio que se adivinaba largo. Incluso el famoso tesoro del Vita –que luego administraría Prieto– fue él quien lo trasladó a Francia. Y de todo el empleo de los bienes de la República, también del famoso oro de Moscú, dejó minuciosa constancia documental.
Qué diferencia con Segismundo Casado, un militar, solo un militar, en el buen y en el mal sentido de la palabra. Él quería acabar la guerra, liquidando a los comunistas, y a su aliado Negrín, y luego dándose un abrazo –como el famoso de Vergara– con el general Franco, a fin de cuentas, un compañero, un patriota que solo quería una cosa, y en eso coincidían, el bien de España. Franco era tan generoso que no tendría ningún inconveniente en incorporar a su ejército, conservado sus grados, a los militares que había estado al lado de la República sin participar en sus desmanes,
Franco le dejó hacer, relamiéndose de gusto: aquel militar traidor era el perfecto tonto útil. Negrín proclamaba que todavía era posible seguir la lucha para poder negociar desde una posición de fuerza la paz que permitiera salir de España a todo el que lo deseara.
Casado negociaba con el enemigo ya antes del golpe, incluso consultó los detalles con algún notorio quintacolumnista.
Negrín estaba cenando, tras una reunión del Consejo de Ministros, en la posición Yuste. Casado llamó al general Matallana, uno de los comensales, para comunicarle su decisión. Matallana se lo contó a Negrín y luego le pasó el auricular: “Dígame usted, general Casado, qué es lo que pasa”. Una pausa, y luego, con voz firme: “Bien. Queda usted destituido”. Pero, al sentarse, dio un suspiro de alivio. Había hecho lo que había podido. Él no tomaría parte en una guerra civil entre republicanos. La gestión de la derrota quedaba ahora en otras manos. En las peores manos, en las más torpes, aunque sin duda bien intencionadas.
Negrín, jefe del gobierno legítimo de la República, fue el último en cruzar la frontera tras la caída de Cataluña; Casado, jefe del gobierno republicano tras un golpe militar (apoyado por militantes de distintos partidos que solo tenían en común su odio a los comunistas), se subió a un buque inglés en Gandía –después de hablar por la radio acompañado de un jerarca falangista y tras escuchar la Marcha Real–, dejando a cientos de miles de republicanos en tierras de Alicante esperando unos barcos que nunca llegarían.
Aquel no nato ejemplar de la Gaceta de Madriden que se destituía a los mandos socialistas y republicanos para sustituirlos por comunistas, la justificación de un golpe que se iba a dar con o sin justificación, yo lo tuve también en mis manos. Y el librero de Toulouse que me lo quería vender me dijo que procedía de alguien, su abuelo materno, que había sido ayudante de Negrín en los días aciagos de la posición Yuste, cuando abandonado de todos, comenzando por el presidente de la República, llevaba días sin dormir, abrumado por no poder salvar a los combatientes que habían confiado en él. “Pensó incluso en quitarse la vida”, me dijo.
Pero lo que se quitó fue un peso de encima cuando Casado dio por fin un paso al frente y pasó de negociar a escondidas a rendirse incondicionalmente, no sin antes liquidar –hubo unos dos mil muertos aquellos días de marzo– a la oposición comunista.
Le hizo un gran favor a Franco, que le pagó de mala manera (se limitó a dejarle escapar), y otro a Negrín. El primero es bien sabido; del segundo se ha hablado menos.