Sábado, 16 de junio
ESTACIÓN INTERNACIONAL
Xavier de Maiestre escribió Viaje alrededor de mi cuarto; Marguerite Yourcenar, Una vuelta por mi cárcel. Todos mis viajes son una cosa y otra. Me asusta el mundo ancho y ajeno, no me atrevo a poner un pie fuera de la cárcel de la costumbre.
Esta vez comienzo el viaje alrededor de mi cuarto o de mi celda en la estación Internacional de Hendaya, lugar de encuentro y despedida, rosa de los vientos donde todo parece posible.
Desde Hendaya miraba airado Unamuno la España pachorrienta de Primo de Rivera y vertía su indignación en las incendiarias Hojas libres; desde Hendaya, contemplaban los exiliados españoles cómo sus compatriotas se masacraban al otro lado del río.
Junto al monumento a Pierre Loti, herrumbrosos cañones que apuntan aún hoy hacia Fuenterrabía. A Pierre Loti ya no lo lee nadie, pero hubo un tiempo en que nos hacía soñar con sus exóticas fantasías, con su erotismo orientalizante y demodé.
Siempre que paso por Hendaya, me acerco hasta el castillo de Abadía, situado en un alto rodeado de mar y de verdor. Neogótico, con cocodrilos de piedra vigilando las entradas, parece producto de algún capricho extravagante, pero es obra de un explorador y científico, Antoine d’Abbadie, que quiso que fuera un observatorio astronómico y un laboratorio geológicvo. A su muerte, lo legó al Instituto de Francia.
Yo recorro esta mañana de nubes y claros, de sol y llovizna, sus solitarios alrededores. Pienso en Antoine d’Abbadie, que solo tenía cuarenta años cuando adquirió esta propiedad, y ya había recorrido el mundo, que se había aventurado en la remota Abisinia, cuyo arte quiso recrear en el interior del castillo.
Murió en 1897, cuando tenía una año menos de los que yo cumpliré mañana. Dejó un hermoso legado, yo no dejaré más que un montón de palabras, aire en el viento.
¿Importa eso? Mientras doy una vuelta alrededor de mi cuarto, o de mi celda, acaricio la hermosura del mundo, tan frágil, tan imperecedera. Y soy todos y soy nadie: los dioses no tienen más sustancia de la que tengo yo, como escribió Juan Ramón Jiménez.
El regalo de estar aquí no se nubla por saber que algún día no estaré. Todo lo contrario, esa certeza multiplica su brillo y su esplendor.
Domingo, 17 de junio
FINAL EN MONTAUBAN
Quizá es porque llego buscando un cementerio por lo que Montauban me parece un cementerio, una ciudad muerta.
Todo está cerrado, no hay nadie en las calles. Cruzo el puente sobre el turbio Tarn; frente al museo de Ingres me encuentro con un doliente centauro de bronce; la gran torre de la iglesia de Santiago parece a punto de desmoronarse; por la rojiza plaza doblemente porticada solo se pasea el tedio… Solo sé, cuando llego a Montauban, que aquí residió sus últimos días, y aquí está enterrado, Manuel Azaña, dimitido presidente de la derrotada República, igualmente odiado por unos y por otros.
Residía cerca de Burdeos cuando la invasión alemana. La rendición ocurrió un día tal como hoy, el 17 de junio de 1940. Francia quedó partida en dos. En la zona ocupada quedó L’Eden (irónico nombre), la casa de la familia Azaña en Pyla-sur-Mer.
Para editar que el expresidente fuera detenido por la Gestapo, se decidió su traslado a Montrauban, bajo el régimen de Vichy. En Mantauban no se encontró más alojamiento que una pequeña habitación de un piso compartido con otros exiliados republicanos. Un día oyeron la algarada de unos falangistas bajo las ventanas. Se decidió el traslado al Hotel du Midi, junto a la catedral.
Su residencia había sido saqueada por la policía alemana y española y su cuñado, Cipriano Rivas Cherif, detenido y trasladado a Madrid. Él nunca lo supo. Cuando condenaron a muerte a otro de los detenidos en Francia, Julian Zugazagoitia, la mujer de Azaña visitó al obispo de Montauban para que intercediera. Mandó un telegrama a Franco y otro al Vaticano. A la mañana siguiente, pasó por el hotel para interesarse por el enfermo. Le hicieron pasar a verle, sabiendo que a Azaña le gustaría aquella visita. “Muy complacido y sonriente –le escribió su mujer, Dolores, a Rivas Cherif–, sentado al lado de la chimenea, en el corto tiempo que estuvo, le habló de ti, de los niños, de su juventud en la Universidad del Escorial, en fin, de cuanto le preocupaba, sobre todo de vosotros, como una idea fija. Poco más pudo decirle porque estaba muy mal. El obispo, viendo sin duda que se cansaba, nos dejó enseguida”.
Mucho se ha fantaseado con este coloquio entre Azaña y el obispo; en España se tomó como una abjuración final de sus ideas.
Yo miro hacia las ventanas del Hotel du Midi, me imagino a Azaáa asomándose por última vez a una de ellas. Esta plaza atardecida y soliaria fue la última visión que se llevó del mundo.
Visito luego su tumba. Dolores de Rivas Cheriz marchó a Vichy inmediatamente tras el entierro. Dejó el encargo a unos amigos de cómo quería la sepultura definitiva: “Simplemente una lápida de piedra, con dos cipreses a su cabecera, y en la piedra una cruz de bronce sobre la inscripción: Manuel Azaña 1880-1940” .
Esa cruz –que a él, creyente o no, no le molestaba, y de la que era más digno que la incivil jerarquía católica española– está ahora casi siempre oculta por una bandera republicana.
Lunes, 18 de junio
UNA INSCRIPCIÓN
La encuentro en Burdeos, frente al Pont de Pierre, cuando voy camino del barrio de Saint Michel: “La Junta Española de Liberación dedica esta lápida a la memoria de Pablo Sánchez, exiliado español, muerto en este lugar por las balas nazis el 27 de agosto de 1944 en defensa de la libertad”.
Acababa de retirar la última carga explosiva con que los alemanes, en retirada, querían volar el hermoso puente construido por Napoleón. Alzó los brazos en señal de triunfo y en ese momento una ráfaga de metralleta acabó con su vida.
Miércoles, 20 de junio
EN EFECTO, TONTERÍAS
Recibo un correo de Severiano Delgado, el bibliotecario salmantino que pretendió “desmontar” el mito de Unamuno: “Como he visto que en su blog Café Arcadia se refiere a las tonterías que escribo, tengo el gusto de enviarle mi investigación ‘Arqueología de un mito’, porque estoy interesado en conocer su opinión al respecto”.
Leo su documentado estudio sobre el acto del 12 de octubre de 1936 en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, corroboro que las dice, y así se lo hago saber.
De su propio trabajo se deduce exactamente lo contrario de lo que hizo creer a Sergio del Molino (¡menudo periodista!), de lo que divulgó El País de entonces (el periódico, como el país con minúscula y sin cursiva, ya es otro).
El incidente del Paraninfo, en sus rasgos fundamentales, fue conocido casi de inmediato, a pesar de la censura franquista. Y nada tuvo de incidente banal. Fue un acto heroico por parte de Unamuno, nadie más hizo algo semejante (puede compararse con la actitud de otro catedrático, Jorge Guillén, en la inauguración del curso en Sevilla).
Copia Severiano Delgado el testimonio de uno de los presentes, Eugenio Vegas Latapie. Menciona Unamuno, en sus improvisadas palabras, a José Rizal, y fue exactamente en ese momento cuando “Millán Astray se puso en pie y lanzó un grito, ahogado en parte por la gran ovación con que fue acogido. Pero yo le oí perfectamente decir ‘Muera la intelectualidad traidora’. Admito que muchos no pudieron oír la última palabra de la frase, por el tumulto que se desencadenó. Entre las imprecaciones, las amenazas y los insultos, llegó a percibirse el ruido característico de algún arma que se montaba. Insisto en que me encontraba muy cerca de Millán Astray; puedo por ello negar rotundamente que lanzara después ningún otro grito, ni mucho menos el famoso ‘¡Viva la muerte!’, que es el grito de la Legión. ¿Lo lanzó, en medio del alboroto, dirigiéndose a los legionarios de los que siempre se hacía acompañar y que se hallaban también en el Paraninfo? No tengo razones para ponerlo en duda. Lo que afirmo es que, después de lanzado aquel primer grito suyo, como réplica a ciertas palabras de Unamuno, tras unos instantes de angustiosa indecisión, él mismo, en voz muy alta y con tono imperativo, se dirigió al rector, que se mantenía erguido en pie detrás de la mesa, para ordenarle: ‘¡Unamuno dé el brazo a la señora del jefe del Estado!’. Es muy posible que esto salvara la vida del rector. Del brazo de doña Carmen salió del Paraninfo entre los insultos y amenazas de muchos de los allí presentes”.
Esto es lo que cuenta un testigo, esto es lo que reproduce Severiano Delgado. Y sin embargo, en un artículo publicado en El País el pasado 11 de junio, insiste en que no pasó nada, que todos los que intervinieron –Carmen Polo, Millán Astray, Unamuno y el obispo– se despidieron formalmente a la puerta de la Universidad y que incluso todos, salvo el obispo, subieron al mismo coche (¿Millás Astray con su guardia de legionarios? Qué apretujada debió de quedar doña Carmen Polo).
Después del acto, varios de los participantes fueron a comer, invitados por el Ayuntamiento: “Naturalmente –continúa Eugenio Vegas Latapie–, no se habló de otra cosa que de lo ocurrido por la mañana en la Universidad. Antes de emprender viaje Pemán aquella misma tarde, convinimos en que hablaría yo con el generalísimo, para poder explicar el alcance y las consecuencias del hecho. En carta fechada en Cádiz, el día 16, me preguntaba Pemán: “Estoy preocupado por cómo terminó lo de Salamanca. ¿Hablaste con Franco?”.
¿Y por qué se preocuparía Pemán si todo fue un incidente banal recreado fantasiosamente por un tal Luis Portillo en 1941 y luego copiado y hecho popular por Hugh Thomas en un libro traducido al español en 1963?
Pero todo vale para lograr un minuto de fama, pareció pensar Severiano Delgado. Y encontró el mejor aliado en un diario que atravesaba el periodo más negro de su historia. Y la falsa noticia –la valentía de Unamuno, ¡otro mito de la izquierda!-- se echó a volar por esos mundos, acogida gozosamente por Carlos Herrera y tantos otros comunicadores de su misma categoría.
Viernes, 22 de junio
ACCIÓN DE GRACIAS
Hago recuento de regalos en este mes en que cumplo sesenta y ocho años: las ventanas que se abren de golpe e inesperadamente en un país que olía a cerrado y sacristía; una mañana en San Juan de Luz; el mercadillo dominical de la Place Saint Michel y las primeras ediciones de Paul Léautaud que allí me esperaban; el velero ruso Kruzenshtern, tan alto como una catedral, que me fue a visitar al puerto de San Juan de Nieva, en otro cumpleaños, y ahora vuelvo a encontrar en el puerto de La Lune; el pequeño Martín, que cada día me descubre inabarcables y diminutas maravillas; el té que compro en la Compagnie Anglaise des Thés (Rue Port Neuf, Bayona), ya elogiado por el duque de Angulema cuando pasó por aquí, en 1823, al frente de los cien mil hijos de San Luis; un camino de sirga en Toulousse y el canto apacible de pájaros sin nombre interrumpido por la estridente urraca; la gran roca de la playa de Biarritz y de un poema de Víctor Botas, “El perplejo”, en el que yo voy “camino de Óliver con un puñado de libros y revistas bajo el brazo”; el que siga yendo todavía; una cita de Gabriel Miró: “Es la felicidad la que tiene su olor, olor de mes de junio”; un poema que habla de un ciruelo en flor y del deseo de resucitar a Dios para poder darle las gracias.