Sábado, 28 de abril
POR FIN
¿Puede una obra de teatro ser algo más que una obra de teatro, un acto de justicia? Asistí al estreno de El Rector, un poco por casualidad. Había leído la obra de Pedro de Silva, me pareció poco teatral; y el director, Etelvino Vázquez (con el que había tenido un cierto desencuentro cuando representó mi adaptación de Medea), no me ofrecía demasiada confianza.
Bastaron pocos minutos para que dejara de lado todos mis prejuicios. Como en una tragedia griega, sabíamos el final, lo que le esperaba a aquel hombre bueno –Leopoldo Alas Argüelles, hijo de Clarín, rector de la Universidad de Oviedo– hiciera lo que hiciera. La prueba de cargo contra él, en la farsa de juicio a que le sometieron, fue una fotografía en la que aparecían, entre otros, “el poeta comunista” Rafael Alberti y María Teresa León.
Le juzgaron, le fusilaron, le enterraron a dos pasos de este teatro, al que su padre quiso que se le diera el nombre de un poeta admirado, Campoamor. Antes que los militares le había condenado las gentes de bien de Vetusta, los que se sintieron zaheridos por Clarín, los que no tenían bastante con la brutal represión que había seguido a los desmanes de la revolución de octubre.
En el teatro, asistiendo a la tragedia que se desarrolla en el escenario, están los descendientes del ajusticiado y también los de aquellos que le escupieron y gritaron “crucifícale, crucifícale” mientras iba camino del cadalso.
Una parte de la Vetusta que aplaudió su fusilamiento, aplaude ahora conmovida este debate sobre el escenario entre la razón y la sinrazón. Y yo pienso: ¿de verdad están todos arrepentidos? ¿Ya no queda nadie en esta Vetusta nuestra, en España nuestra, capaz de fusilar a los que no piensan como ellos? Quiero creer que no, pero sé que sí.
A la salida, me encuentro con Leopoldo Tolívar Alas, nieto del protagonista de El Rector, como él catedrático de Derecho, como él un hombre sabio y bueno. Me imagino lo que habrá sentido al ver la obra, me imagino su congoja, según se iban cumpliendo los designios de la fatalidad, y también una cierta sensación de alivio: por fin, y en el mejor escenario, se ha hecho justicia, se ha puesto un nombre y un hombre en el alto lugar que le corresponde.
Domingo, 29 de abril
CAMBIAN LOS TIEMPOS
Soy el escritor más y menos profesional del mundo. Escribo solo por encargo y para publicar, pero jamás he escrito una línea por dinero. Si el encargo no me apetece, no lo acepto, aunque me pagaran un millón de euros (no se ha dado ni se dará el caso, por supuesto); si me gusta, me pongo de inmediato a ello, aunque no cobre nada.
Para mí, no sé escribir; como mero desahogo, tampoco. Una vez publicado, jamás he releído un libro mío, salvo para corregir pruebas en una segunda edición (pero eso no es leer).
Desde hace unos años, todo lo que escribo lo publico de tres maneras distintas: primero por entregas en la prensa (como los novelistas decimonónicos), luego digitalmente, finalmente en libro.
Cada una de esas maneras tiene sus ventajas y sus lectores exclusivos. En el periódico, es un plato más a elegir en el variado menú del domingo. Igual que yo me saltó la sección de deportes o de información municipal, me imagino a muchos saltándose la apretada página de mi diario, en la que apenas si dejo sitio para la ilustración de Alicia Varela, pero a otros buscándola y sorprendiéndose con mis audacias o riéndose con mis disparates. En el periódico, los que me leen son amigos, aunque yo no los conozca personalmente; quienes no me tragan tienen cosas mejores que hacer.
Los que me detestan prefieren Internet. O quizá sea solo una impresión porque ahí puedo leer sus comentarios. Cuando hablo de Cataluña, son especialmente virulentos, y eso que yo, sobre ese tema, siempre he tenido una opinión muy moderada y razonada, aunque parece que hay quienes no lo ven así.
Mientras asistía ayer a la representación de El Rector pensaba que si las cosas, como entonces, se descontrolaban y acababa recurriéndose al ejército para mantener el orden, alguien sacaría un dossier con mis artículos y mi destino no sería muy distinto al de Leopoldo Alas. La misma descerebrada saña con que le persiguieron a él veo yo en algunos comentarios anónimos.
En libro es otra cosa. En un libro cabe cualquier secreto, cualquier confidencia. En un libro mío solo entran los afines. Nadie que no sea verdaderamente inteligente es capaz de leer un libro mío. Le parecería una forma de perder el tiempo. En los libros puedo decir, sin miedo, cualquier cosa.
Los ojos aviesos y al acecho prefieren Internet, que es gratis, para descubrir ofensas al honor. La última: citar en broma como ejemplos de oxímoron los manidos “música militar”, “pensamiento navarro”.
En Los cuernos de don Friolera, un tribunal –militar, por supuesto– condena a don Friolera a que dé muerte a su mujer, que le engaña, para salvar el honor del cuerpo de carabineros.
Cambian los tiempos, no sé yo si cambian las mentalidades.
Lunes, 30 de abril
PERPLEJIDAD
Al juez Garzón le expulsaron de la judicatura por tratar de impedir que los imputados de la Gurtel (cuando el gobierno en pleno los arropaba diciendo que no era una trama del PP, sino contra el PP) siguieran cometiendo sus delitos desde la cárcel en connivencia con algunos abogados; al Juez del Voto Particular (doscientas páginas que nos avergonzarán para siempre), le defienden no solo todas las asociaciones gremiales (para eso están, para proteger a los suyos con razón, sin razón o contra ella), sino también la entera clase política puesta en pie como un solo hombre (y en ese caso “hombre” significa hombre, no ser humano en general).
A Rafael Catalá, ministro de Justicia, por decir lo que piensa cualquiera que haya leído el Voto Particular en un asunto especialmente repulsivo (uno de los miembros de ese grupo organizado para el abuso era o es guardia civil), se le pide la dimisión. Y hasta la piden Pedro Sánchez (contradiciendo a Margarita Robles: mujer tenía que ser) y Pablo Iglesias.
Pero, me pregunto yo asustado, ¿a quién voy a votar yo en las próximas elecciones? Si el sistema son esos señores –el del Voto y los que lo defienden diciendo que lo que hay que hacer es crear una comisión y no entrar en casos particulares–, yo cada vez me siento más antisistema.
Menos mal que aún nos queda Rafael Catalá.
Martes, 1 de mayo
OTRO MAYO
Comienzo mayo recordando tópicamente otro mayo de hace medio siglo. Yo entonces, al contrario que todo el mundo, no estaba en París. Estaba a punto de cumplir dieciocho años, comenzaba mis estudios en la Universidad, no tenía inquietudes políticas: me interesaban más los versos de Góngora o las perplejidades de Unamuno (también, por supuesto, los diálogos de Platón y las novelas de Dostoievski) que el tiempo en que vivía.
Una mañana llegamos a clase, yo y otros despistados, y nos encontramos con que había huelga. “Hay una asamblea en Derecho”, nos dijeron. Nos acercamos hasta el edificio histórico de la Universidad y vimos varias furgonetas de la policía aparcadas delante de la puerta. Nos quedamos mirando desde la plaza de la Escandalera, sin atrevernos a ir más allá. Éramos cuatro o cinco asustados novatos. De pronto, un coche policial se detuvo a nuestro lado. Se bajaron un par de “grises” y comenzaron a darnos palos. Los miramos atónitos mientras escapamos, como conejillos asustados. Recuerdo bien lo que dijo una mujer que se quedó mirando: “Eso, eso… Que estudien”.
Rememoro mi poco heroico mayo del 68 desde uno de los ventanales del nuevo Starbucks. He traído conmigo el diario de Julien Green que cuenta esos días y el Manual de espumas de Gerardo Diego. El diario de Green tiene un hermoso título, Ce qui reste de jour, muy adecuado para un diario (Kazuo Ishiguro lo utilizó después en una novela), y abarca los años 1966-1972.
En el 68 –Julien Green tenía exactamente los mismos años que yo tengo ahora–, le asustaron los disturbios, el caos generalizado, la profusión de banderas rojas y negras y la ausencia de la tricolor. Se tranquilizó cuando el 30 de mayo habló por fin De Gaulle y más cuando al día siguiente una gigantesca manifestación en su apoyo discurrió de la Concorde a l’Etoile. Un ambiente de fiesta, gritos, cánticos, profusión de banderas nacionales. “Francia se ha salvado”, pensó. Pero poco a poco, en las páginas siguientes, se va dando cuenta de que nada volvería a ser como era.
Cierro el diario de Green y abro, como quien reencuentra un juguete, el diminuto volumen de Gerardo Diego: “Ayer Mañana / Los días niños cantan en mi ventana / Las casas son todas de papel / y van y vienen las golondrinas / doblando y desdoblando esquinas”.
Tras la cristalera del Starbucks, el Campoamor, la plaza de la Escandalera, la ciudad casi desierta en este atardecer, algún turista despistado, y esa sensación, que conozco tan bien y que dura tan poco, de estar a gusto conmigo mismo y en el centro del mundo.
Miércoles, 2 de mayo
LINCHAMIENTOS
Los linchamientos no los inventaron las redes sociales. En 1982 –ya habíamos dejado atrás la Edad Media (o eso creíamos)–, la revista Los Cuadernos del Norte le dedicó unas páginas de homenaje a Camilo José Cela con motivo de cumplirse cuarenta años de la publicación del Pascual Duarte. Lo inicia el propio Cela con unas líneas no muy entusiastas: “Estoy empezando a cansarme del Pascual Duarte y su familia”. No sabía la que se le venía encima.
En el diario Región, vocero de la extrema derecha, dieron la voz de alarma. ¡En una revista que financiaba la Caja de Ahorros se había insultado a la Santina!
Fue tal el revuelo, que si Cela se hubiera presentado entonces en Asturias, a la policía le habría costado proteger su vida. Los ayuntamientos, uno tras otro, fueron declarándole persona non grata. Las cartas al director de los periódicos de entonces están llenas de insultos. Recuerdo una: para que la Virgen le perdonara tendría que venir andando de rodillas desde su casa (por entonces vivía todavía en Mallorca) hasta Covadonga.
¿Y cuál fue el motivo del escándalo? Pues que en una serie de notas, noticias recogidas de los periódicos y frases escuchadas al azar, había reproducido una que le contaron en Oviedo: “Doña Josefa puso los ojos en blanco y exclamó: ¿Que la Virgen de Covadonga ye pequeñina y galana? Pues que se joda”.
Releo ahora las cien notas de “El jardín del ábaco” y, entre gracietas y naderías, y también algún apunte inteligente, encuentro un puñado de ellas que solo se pueden calificar de vomitivas. No ofendía a la Virgen en esas páginas Camilo José Cela (la Virgen seguro que se reiría al darse cuenta de doña Josefa –extranjera y con problemas mentales-- ignoraba que “pequeñina” indicaba afecto, no defecto), sino a las mujeres, a los marginados, a toda la gente de bien.