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Acción de gracias: De amores y naufragios

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Domingo, 4 de febrero
PROTEGER LA INTIMIDAD

“Ahora que tanto se habla de la defensa de la intimidad, ¿quién se ocupa de la intimidad de los grandes hombres?”, pienso al leer los nuevos descubrimientos sobre la vida sentimental de Fernando Pessoa.
 Menos mal que yo –que tanto me esfuerzo por ocultar ciertas sombras de mi pasado y mi presente– he tomado la precaución de no ser importante. Pasar inadvertido: no hay mejor protocolo de seguridad para que nuestras miserias se vayan con nosotros a la tumba y allí se queden para siempre.


Lunes, 5 de febrero
Y BEBO AGUARDIENTE

La familia de Pessoa rompió con Joao Gaspar Simoes porque en la biografía que le dedicó y que sirvió para cimentar la gloria póstuma del escritor, publicó una foto en la que aparecía ante el mostrador de un bar. Se trataba de la famosa fotografía que Pessoa le había enviado a Ofélia en la época de su noviazgo y en la que se presentaba “en flagrante delitro”. Un caballero –y Pessoa lo era– no aparecía nunca en público en esa actitud.
            Ahora la propia familia –pero ya no queda nadie que le conociera– facilita unas cartas íntimas que demostrarían que Pessoa pasó su último año muy enamorado de una joven inglesa: la hermana de su cuñada.
            Leo la noticia en el diario ABCy de inmediato busco la fuente: un artículo de José Barreto en Pessoa Plural, la revista publicada por la Brown University, en Rodhe Island.
            El último poema que escribió Pessoa, el 22 de noviembre de 1935, una semana antes de morir, era un poema de amor con esa ingenuidad, que no teme al ridículo, de quien está verdaderamente enamorado: “El sol brilla feliz, / el campo está verde y alegre. / Pero mi pobre corazón padece / por algo que está lejos. / Anhela solo por ti, / anhela tus besos. / Solo me importas tú”. Nadie diría que son versos de Pessoa, sino de cualquier aficionado. “Solo me importas tú”, repite como estribillo al final de cada estrofa.
Por las mismas fechas en que abría su corazón en ese y en otros poemas igualmente sensibleros, se escribía con Madge Anderson, la hermana de Eileen, casada con Joao María Nogueira Rosa, uno de sus hermanos.
En la primavera de 1935, Madge, que había viajado con cierta frecuencia a Portugal hasta el punto de despertar los celos de Ofélia, quiso encontrarse con el poeta y charlar detenidamente para aclarar su situación. Ella estaba casada, pero su matrimonio no era feliz. Luego se volvería a casar con Frederick Winterbotham, jefe en los momentos claves de la Segunda Guerra Mundial de la sección aérea de los Servicios de Inteligencia (el MI6 de las películas de James Bond).
Madge, que conocía muy bien el alemán, trabajó con él. Winterbotham se haría famoso en los años setenta publicando un libro, The Ultra Secret, en el que contaba, hasta donde era posible, su experiencia al frente del servicio de descodificación de comunicaciones de Bletchley Park. Para entonces ya no estaba casado con Madge Anderson, que murió en 1988, cuando el centenario del poeta. Nunca quiso hablar de aquella relación.
            Ofélia Queiroz sí lo hizo y yo tuve ocasión de verla en 1985, a los cincuenta años de la muerte de Pessoa. El escritor portugués que me acompañó hasta su casa me confidenció que, cuando ella quiso reanudar el noviazgo y él se mostró distante y reticente, de quien Pessoa estaba enamorado era de Carlos Queiroz, un joven contertulio de A Brasileira, sobrino de Ofélia. Pero la fuente de información era António Botto, una especie de Villena de la época, muy poco fiable en estos asuntos.
            Lo cierto es que, aparte del largo poema dedicado a Antínoo, el amante de Adriano, publicado en vida, se conservan varios poemas de amor escritos en primera persona y con destinatario masculino. “Son –escribe José Barreto– poemas de amor soñado o frustrado, versos elegíacos o nostálgicos de algo que pudo haber sido y no fue. Nada indica que, en esa materia, Pessoa haya ido más allá de la palabra escrita, aunque aparentase, de hecho, haber padecido en su soledad tales pasiones”.
            Tampoco con sus amadas femeninas parece haber ido mucho más lejos, aunque con Ofélia jugara a ser un casto enamorado convencional. Madge Anderson, en la primavera de 1935, no pudo tener los encuentros con el poeta con los que había soñado en el frío invierno londinense en que su matrimonio hacía aguas.
Nada más llegar a Lisboa, Pessoa desapareció. En la primera de las cartas conservadas le pide disculpas. “Mi querida Madge, hace mucho tiempo que intentaba escribirte. Esta carta mía es solo una petición de disculpas. Llegaste aquí cuando yo me estaba hundiendo y hundido estuve todo el tiempo que aquí estuviste. He vuelto a la superficie, aunque no tengo muy claro de qué superficie se trata. Lamento mucho todo lo que pasó, esto es, mi descortesía al desaparecer, pero no perdiste nada con ello; fue la mejor acción que algunos restos de decencia permitieron a un hombre prácticamente perdido para todo eso. Aunque haya vuelto a la superficie, estoy listo para hundirme de nuevo y esta vez creo que definitivamente. Me gustaría que me recordaras con caridad cristiana y no con simple desprecio humano, aunque ese sea el sentimiento apropiado en el mundo tal como es”.
            No conocemos la respuesta de Madge, salvo por lo que de ella dice el propio Pessoa en una carta posterior. Sabemos que le llamó –suponemos que en broma– “viejo tonto dramático” (dramatic old silly) y Pessoa responde que eso es exactamente lo que le llama su hermana, salvo que ella suele omitir lo de “dramático” y lo de “viejo”. Con la carta va un poema que escribió en abril, cuando ella llegó a Portugal, poco antes de hundirse en una de sus crisis habituales. El poema se titula “D. T.”, abreviaturas de “delirium tremens”, y es quizá un intento de explicación: “Tu amor podría / volverme mejor de lo que yo / puedo ser o intentar ser. / Mas eso nunca lo podremos saber. / Dejo al corazón con su dolor / y bebo aguardiente”.


Martes, 6 de febrero
CONFIESO QUE NO HE VIVIDO

¿Por qué me fascinó desde siempre la figura de Fernando Pessoa? Quizá porque su secreto es mi secreto, pero sin aguardiente.


 Miércoles, 7 de febrero
UN AUSENTE MUY PRESENTE

¿Qué es lo que necesito yo para pasar un buen día? Muy pocas cosas, la verdad. Que no ocurra nada que interrumpa mis rutinas es una de ellas. Otra, al menos un libro nuevo y apasionante.
Esto último no siempre resulta fácil, por eso, previsor como soy, los voy racionando para no encontrarme, cuando por la mañana tomo mi café en Los Porches, sin productos frescos que hojear, acariciar y en ocasiones leer de un tirón antes de volver a mi despacho en el Milán.
Pero hay días en que uno se queda sin nada. Como hoy, en que busco y rebusco sin suerte. Afortunadamente, el azar suele venir en mi ayuda. En el momento en que salgo, me entregan un paquete de correos. Es el epistolario de Valente con sus compañeros de generación.
Erudición y chismografía forman uno de mis cócteles favoritos. A José Ángel Valente, al repelente niño Valente, como le llamaba Celaya (a quien él caricaturizó cruelmente en algún poema), le gustaba en sus últimos años jugar a ser único, abominar de su generación, la del cincuenta. Por eso este epistolario, preparado por Saturnino Valladares, se titula Retrato de grupo con figura ausente. Pero pocas figuras más presentes: estaba en la famosa foto de Colliure, fue el primer antólogo generacional e intrigó con unos y con otros para hacerse un hueco en el panorama literario. En 1953 le pide a José Agustín Goytisolo que interceda por él en el premio Boscán: "No sé cómo podrás hacerlo, pero algo podrás hacer. Tal vez por medio de Gutiérrez, en fin tú verás. Entérate cómo van las cosas, qué clima hay".
En sus últimos años, Valente se burlaba de la poesía de Goytisolo, le consideraba un simple coplero, pero durante décadas lo tuvo como uno de los poetas más cercanos (se alojó en su casa a menudo, a veces acompañado de toda la familia) y a cada uno de sus libros le dedica encendidos elogios. Luego trató de reescribir su pasado, pero estas cartas lo desmienten. Tan íntimos eran que Goytisolo no duda en fotocopiar y enviarle una carta que ha recibido de Ángel González en la que este, tras quejarse de lo aburrida que es su vida en América y de unas cuantas nimiedades, añade al final como quien se olvida algo sin demasiada importancia: "¿Sabías que me he casado? ¡Pues lo hice!"
Valente al parecer ya estaba al tanto de la noticia: "Ángel se casó, en efecto.  Qué frenesí tardío. Ahora me gustaría a mí refugiarme en la Iglesia y tengo gran nostalgia del celibato y la tonsura perdida. De casarme, me gustaría casarme con Lezama Líma solamente".
            Pero no sólo hay chismografía y bromas en este epistolario (aquel matrimonio de Ángel González, en 1973, no resultó del todo infecundo: nos dejó un excelente libro que escribió él y firmó ella). Qué espléndida, como suya, la primera de las cartas de Jaime Gil de Biedma, ese escritor que vivió hasta los sesenta años, pero que a los cuarenta decidió no sólo dejar de escribir poemas sino también echar el cierre a su prodigiosa inteligencia y dedicarse a una minuciosa autodestrucción.
            Historia e intrahistoria en unas cartas que nos ayudan a entender una época y que dicen tanto de la condición humana (cuando Valente rompe con sus antiguos compañeros, ahí está Gamoneda jaleándole) como cualquier novela de Dostoyevski.


Jueves, 8 de febrero
SER LA CENIZA

En 1913, Vicente A. Salaverri, un riojano que emigro a Uruguay, vuelve a España para entrevistar a sus figuras ilustres. El libro en que reunió esas conversaciones se publicó en 1918 y lleva al frente una conmovedora carta abierta a Juan Mas y Pi, que murió en el naufragio, tan dramático como el del Titanic pero menos conocido, del vapor Príncipe de Asturias (en su lujosa primera clase, con biblioteca y salón de baile, podían viajar ciento cincuenta personas; en el sollado de los emigrantes, de aproximadamente la misma extensión, mil quinientas).
            El periodista de 1913, al que Juan Mas y Pi adivina en el prólogo un glorioso porvenir, ya no existe: "Ahora escribo no lo que a la gente le interesa oír, sino lo que me interesa a mí decirle a la gente". Y añade: “Si usted ha ido al limbo, en gracia a su ingenuidad, yo iré al infierno por haber perdido aquel candor intrépido que tanto me obligó a prodigarme en otro tiempo”.
            Yo no he perdido del todo ese candor y por eso sigo prodigándome para parar las aguas del olvido, aunque de sobra sé que la vida (la mía y la de todos) no es más que una red de triviales miserias y que no hay nada mejor “que ser la ceniza / de que está hecho el olvido”.





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