Viernes, 29 de diciembre
UN POBRE HOMBRE
Antes de irme a dormir, suelo hojear algún libro de esos que me acompañan desde siempre Hoy le toca a Stendhal. “El hombre inteligente –él escribe “l’homme d’esprit”– debe emplearse en adquirir el dinero necesario para no depender de nadie; si una vez adquirido pierde su tiempo en aumentar su fortuna, no es más que un pobre hombre”.
Me voy a la cama con una sonrisa. Yo no he perdido ni un minuto, he seguido el consejo de Stendhal.
Sábado, 30 de diciembre
TERTULIAS DE TINTA Y DE PAPEL
“¿Cómo has conseguido que tu tertulia dure ya casi cuarenta años?”, me preguntan a veces.
¿Ya ha pasado tanto tiempo? No me había dado cuenta. Yo no hice nada, simplemente estaba ahí todos los viernes y el que quería venía a tomarse un café y charlar un rato y cuando se cansaba dejaba de venir. Eso es todo. Durante esos años además iban naciendo nuevos contertulios para sustituir a los que desaparecían.
La verdad es que a mí me gusta la gente, pero no necesito a nadie para estar acompañado. Esta mañana en el Atrio, tras leer los periódicos y mientras llegaba José Manuel Feito para acompañarme a comer y discutir un rato, lo he pasado muy bien con Unamuno y otros viejos amigos. Los entrevista el Caballero Audaz en un tomo de Lo que sé por mí, la serie en que reunió las interviús (como se decía entonces) publicadas en La Esfera y que yo ahora quiero reeditar.
“Aquí en España somos católicos hasta los ateos”, dice Unamuno y a ver quién se atreve a llevarle la contraria. Y en seguida lanza otra de sus paradojas: “Aquí en España asusta el desnudo; en cambio, el desvestido no”. Luego se pone confidencial: “Preferiría morirme a volver a la edad de los dieciséis a los veinticuatro años. Esa es la peor edad, la más peligrosa para el hombre: a esa edad nos acometen las preocupaciones de salud –todos creemos estar tísicos–, crisis de creencias, disparates románticos, crisis de pubertad, los estudios, la aguda nostalgia del terruño, la opresión de la conciencia de nuestra insignificancia, en fin, mil destructores del alma; por eso casi todos los muchachos se malogran a esa edad; raro es el que consigue resistir los embates”. ¿Sobre la vida literaria? “A la mayor parte de los literatos españoles lo mejor es leerlos y no tratarlos, o quizá lo contrario, no sé bien”.
“Galdós y yo nos queremos mucho”, dice doña Emilia. Y el entrevistador, al que le han llegado viejos rumores, no puede evitar una ligera sonrisa y un fugaz pensamiento: “Qué curioso, en presente resulta menos comprometedor que en pasado: Galdós y yo nos hemos querido mucho”.
A continuación habla de la causa a la que dedicó su vida: “Yo soy una radical feminista. Creo que todos los derechos que tiene el hombre debe tenerlos la mujer; y es más creo que hay una relación directísima entre los derechos y privilegios concedidos a la mujer y el estado de cultura de las naciones. Este aserto es muy fácil de demostrar pues está al alcance de las inteligencias más miopes el observar que los países más adelantados son Suecia, Noruega, Dinamarca y Finlandia, y es donde la mujer se halla casi al nivel del hombre; en cambio, en los países menos adelantados es donde se considera a la mujer bestia de apetitos y carga. No tenemos más que mirar a Marruecos. En España algo hemos adelantado, pero estamos más cerca, no solo geográficamente, de Marruecos que de Noruega. Aquí hemos adelantado en lo peor: aquí, donde ninguna mujer encuentra mal bailar un tango, por ejemplo, encontraría muy mal ir a las aulas universitarias a estudiar Lógica y Ética”.
Unas páginas más allá interviene Azorín: “Mis libros me han producido muy poco. El que más, La voluntad, unas dos mil pesetas. Yo vivo y he vivido siempre del periodismo”. En los años veinte, cuando inició su polémica aventura teatral, más de uno le debió recordar esta entrevista: “Yo he escrito una obra de teatro, que no se ha estrenado y que se publicó en un volumen, La fuerza de la sangre, y no escribiré más para el teatro, no tengo condiciones”.
Baroja cuenta que un día Lerroux le invitó a comer en el Café Inglés y le convenció para que se presentara como candidato de su partido. “La democracia es muy agradecida –le dijo– y se entusiasma con el hombre de letras que quiere servirla”. Poco después asistió a un mitin. Él era uno de los candidatos, pero no tenía que hablar y se sentó entre el público. El orador elogió sobre todo a Baroja, que ya tenía nombre como escritor. Un obrero, que se sentaba a su lado, le dijo al oído: “Ya me está reventando a mí oír hablar tanto de ese Pío Baroja; ese señor será todo lo intelectual que quieran, pero por aquí no ha aparecido más que a la hora de coger un cargo”.
Cansado de escuchar a este y a aquel, cierro el libro, abro el cuaderno y anoto: “Puedo vivir sin pareja (es como mejor se vive), pero no puedo hacerlo sin un interlocutor inteligente con el que discutir de esto y de aquello. Menos mal que siempre tengo un libro a mano y, en última instancia, me tengo a mí que soy la persona a la que más me gusta llevar la contraria.
Domingo, 31 de diciembre
LA GENTE NORMAL
Somos animales gregarios. No podemos escapar al nerviosismo del rebaño. Yo trato de que este último día del año, ya sin compromisos familiares, sea un día como todos los demás. Me resulta imposible.
Pero tampoco está tan mal comprobar que, a pesar de ir de raro por la vida, uno es como todo el mundo.
Y es que yo seré muy raro, tanto como mi admirado Sheldon Cooper, pero a rara, a verdaderamente rara, si se mira bien, nadie gana a la gente normal.
Lunes, 1 de enero
EL MEJOR REGALO
Procuro que el primer día del año sea como me gustaría que fueran todos los días del año. Me levanto a la hora de siempre. A las nueve ya estoy escribiendo, para las once ya he terminado. Paso luego por el despacho de la Facultad, contesto algunos correos, ordeno papeles, voy a tomar café a Las Salesas, si es día laborable, o a Dos de Azúcar, si es domingo, leo los periódicos (en papel), hojeo algún libro…
Que la mañana del primer día del año sea como cualquier otra mañana es el mejor regalo que me puede hacer cada nuevo año. Soy así de aburrido. Conmigo que no cuenten para ninguna fiesta. Yo solo lo paso bien cuando lo paso bien, no cuando por obligación tengo que pasarlo bien.
Martes, 2 de enero
MALA CONCIENCIA
¿En qué momento tiene uno que dejar de aconsejar a sus amigos más jóvenes? Pues en el momento en que dejan de ser jóvenes y ya no lo necesitan. A los veinte años te miran con admiración, te pasan tus poemas, no publican nada sin que tú des el visto bueno. Pero pronto, antes de que te des cuenta, tus observaciones dejan de tener interés.
El pasado jueves estuve en la presentación del último libro de Javier Almuzara, A la de tres. Si me hubiera pedido consejo, yo le habría dicho que un libro de haikus resulta en exceso monótono, que mejor reducirlo a dos o tres series e intercalarlas con otros poemas. Me alegra no habérselo dicho. ¿Para qué? No me habría hecho ningún caso, y quizá con razón. Yo nunca he tenido tantos admiradores como los que se reunieron para aplaudirle. También le habría aconsejado que no explicara sus poemas, que una presentación no es un taller de literatura. Pero eso ya se lo llevo diciendo desde hace más de veinte años. Habla muy bien y lo sabe y en el pecado lleva la penitencia.
Con Martín López-Vega tengo una cierta mala conciencia. El sábado reseñé su último libro, Gótico cantábrico, y creo que dejé demasiado claro que ciertos poemas me parecen un disparate y que el conjunto no funciona. Pienso que el resultado habría sido mejor si me hubiera pasado el original antes de publicarlo, como hacía con los primeros libros, que son –claro está– los que a mí más me gustan. Su concepción de la poesía ha ido cambiando en estos años de errabundia, ya no es el que era cuando frecuentaba la tertulia. Ahora detesta el soniquete del endecasílabo y la tradición de la poesía española. Seguro que Almuzara le parece redicho y decimonónico (aunque solo es dieciochesco, como Mozart).
Esperaba su habitual respuesta a mis reseñas: “Como siempre, no te has enterado de nada”. Pero esta vez ni siquiera ha replicado.
Tratando mal a los jóvenes escritores, cuando lo son, y peor cuando dejan de serlo, no hay manera de que algún día esté rodeado de un coro de aduladores, como mi admirado Luis García Montero. Y bien que me gustaría.
Miércoles, 3 de enero
EN LA PELUQUERÍA
No solo entrevistó a escritores José María Carretero, el Caballero Audaz. Su deriva ideológica le llevó a adular a personajes como “el glorioso mutilado Millán Astray” o el pacificador de Cataluña, Martínez Anido, a quien entrevista allá por 1920, cuando en un plis plas, con el beneplácito regio y entre los aplausos de la patronal y de toda la prensa española, acabó con la conflictividad laboral y los atentados. Era un hombre valiente, al que no le temblaba el pulso si había que aplicar la ley. Cuenta la siguiente anécdota: “A veces, y para pulsar bien la opinión obrera, me disfrazo por las noches y me voy al Puerto, al Paralelo, a Gracia o a otros centros proletarios. Unas veces voy solo y otras con algún amigo. Una noche me metí en una peluquería que tenía fama de ser un foco de sindicalistas. Iba yo con un gran chambergo, una chalina y mis barbas descuidadas. Fingiendo leer, aguardé mi turno escuchando todo lo que allí se decía. Cuando me llegó la vez, el peluquero, que era un significado sindicalista, muy peligroso por cierto, me deslizó al oído:
––¿Apuro mucho, mi general?
––¿Cómo me has reconocido?
––Porque yo he peleado en África con usted, en el Regimiento de Cazadores de Cataluña.
––Entonces ya sabes cómo me las gasto, así que punto en boca y aféitame con mucho cuidado.
Y no pasó nada más. Con esa gente, ya sabe usted, Caballero Audaz, firmeza y aplicar la ley”.