Domingo, 23 de abril
A MANO Y A PLUMA
“Cuando esto escribo, hace solo cuatro días que terminé una novela, 526 páginas de mi vieja máquina Olympia Carrera de Luxe, la cual, me temo, está a punto de fenecer tras el tute a que la he sometido (cada página tecleada tres veces como media). Empieza a fallar, y si no consigo reponerla dejaré de escribir, supongo: a estas alturas de mi vida no me veo capacitado para pasar a un ordenador, renunciar al papel y a las correcciones a mano y a pluma sobre cada versión de cada página”.
Leo en voz alta a unos amigos el comienzo del artículo en El País Semanal de Javier Marías y luego nos ponemos a discutir si el autor es un sabio despistado o simplemente se hace el tonto.
–-Se hace el tonto –dice uno–, no puede ser que todavía no se haya enterado de que existen las impresoras. de que puede imprimir cada página de su novela y corregirla “a mano y a pluma” tantas veces como haga falta.
––Pues a lo mejor no se ha enterado –digo yo–, ya ha escrito más de un artículo defendiendo la máquina de escribir por esa razón.
––¿Y no tiene cerca un alma caritativa que le explique que está haciendo el ridículo en público? ¿No tiene cerca alguien que se apiade de él y le regale un ordenador con impresora?
––A lo mejor sus amigos no le dicen nada para ver si se le escacharra la vieja máquina, no encuentra otra y de verdad cumple su promesa y deja de escribir?
––¿Y no se le ha ocurrido escribir a mano? Es lo que hacía Cela y es lo que hace Juan Manuel de Prada.
––No sé si es así o se hace el tonto –concluyo yo–, pero de lo que no hay duda es que toma por tontos a sus no escasos lectores.
Lunes, 24 de abril
PERPLEJIDADES
Cada semana comento un libro desde hace no sé cuántos años. Mando la reseña al periódico el martes, pero hoy es lunes y todavía no sé sobre qué libro escribir.
Pensé primero en El silencio de oro, un libro inédito de Juan Ramón Jiménez. La edición de José Antonio Expósito Hernández es modélica. Da todos los datos necesarios en apéndice; los poemas aparecen limpios en la página, sin engorrosas notas, como le habría gustado a Juan Ramón Jiménez. Pero son poemas descoloridos y consabidos que en su mayor parte carecen de interés. Con los que Juan Ramón publicó en sus antologías, basta y sobra. El resto no añade nada a su obra. Más bien, resta.
Me entusiasmé luego con El abismo verde, una novela de Manuel Moyano que homenajea a H. Rider Haggard, el autor de Las aventuras de Allan Quatermain y sobre todo al Kipling de El corazón de las tinieblas. Se lee con gusto, pero en seguida comienza a desinflarse y al final se queda en nada.
¿Y por qué no hablar de La lucha por el vuelo, el último premio Adonais? (Hace tiempo que no hablo de ese premio ni de poetas jóvenes.) Pues porque, como le dije a su autor. Sergio Navarro, a la salida de la comida en el Palacio Real (la diplomacia no es lo mío), se trata de un libro correcto, pero prescindible, sin demasiada fuerza.
Los ritmos rojos, de Jesús Munárriz, un poeta que aprecio, podría ser otra opción. Tardó diez años en escribirlo, se lee en diez minutos, y más que un libro de poemas podría ser un reportaje sobre las ilusiones de cambiar el mundo que trajo la Revolución rusa y como se fueron frustrando. Hay pasajes redactados con cierta brillantez, pero ni una idea que no sea consabida.
Álvaro Tato glosa la lírica tradicional en una de las secciones de Vuelavoz y lo hace con acierto, un poco a la manera de los poetas neopopularistas de los años veinte. Todo su libro tiene un tono cancioneril e ingenioso, pero finalmente sabe a poco. Seguro que con música y en voz alta resulta más seductor. Sus jueguecitos de palabras no acaban de convencer: “Menteoros” (¿meteoros de la mente?) titula una sección de poemas entre el haiku y el aforismo: “Costa de la ilusión, / enciende el faro”.
Lo más trabajoso, ya lo he dicho más de una vez, no es comentar un libro cada semana, sino decidir cuál. Mis colegas de Babelia, Mercurio o El Cultural no tiene ese problema: les mandan el libro del que tienen que hablar y asunto concluido. La libertad de elección, en esta como en tantas otras cuestiones, acaba siendo un incordio.
Miércoles, 26 de abril
PORTUGAL EXTREMEÑO
Cualquier pretexto es bueno para darse una vuelta por Plasencia. En este caso se trata de presentar un libro y de asistir al estreno extremeño de cierto documental que me trae a mal traer. Coincido allí con Nuno Júdice, que presenta su novela Implosión, y el encuentro acaba convirtiéndose en una tertulia portuguesa-española. Se pasa de una lengua a otra insensiblemente y se habla de autores de acá y de allá.
Es Manuela Júdice quien lleva la voz cantante y nos cuenta anécdotas de cuando dirigía la Casa Fernando Pessoa, de los tiempos de la revista Hablar / Falar de poesía. Nuno Júdice habla poco y de vez en cuando se distrae mirando el televisor del fondo, que transmite no sé qué partido de fútbol. Y yo recuerdo aquel encuentro de poetas portugueses, franceses y españoles en Royamont, la antigua abadía francesa tan llena de historia. Paseé un rato solo por los jardines y cuando volví al recinto del monasterio lo encontré vacío. No había nadie en el claustro, en la iglesia, en ninguna de las ojivales dependencias. Acabé por asustarme. Temí que aquella invitación inesperada y aquel viaje hubiera sido un sueño. Que la abadía estuviera encantada, como en un relato de M. R. James. Pero entonces oí gritar “¡gol!” y descubrí en una pequeña estancia anexa a la cocina a la media docena de poetas y a los dos o tres empleados que habían abierto el recinto para nosotros. Estaban todos arracimados en torno a un pequeño televisor. Creo recordar que jugaban la selección de Portugal y la de Francia. El fútbol, más que la poesía, es el lenguaje universal que une a los pueblos.
Nuno Júdice me regala su novela, publicada en una pequeña editorial extremeña que dirige Mario Quintana. La hojeo: la maquetación resulta deplorable y la traducción, del propio editor en seguida me rechina. No digo nada por supuesto, pero no puedo por menos de ironizar un poco: “¿Y cómo te has decidido por publicar tu novela en Letour y no en Alfaguara? ¿Tan sustancioso ha sido el anticipo?”
Sigo ironizando amablemente hasta conseguir irritar al joven Mario Quintana, que ha publicado unos cuantos libros de poesía de autores locales y solo quiere distribuirlos en grandes cadenas –El Corte Inglés,La Casa del Libro– porque son las únicas que piden los libros de cien en cien y los pagan a tocateja. “Las pequeñas librerías que tanto os gustan a los exquisitos, luego nunca pagan”, añade.
¡Pobre!, pienso yo, ya veremos los cientos de ejemplares que vende en El Corte Inglés de la novela de Júdice, una “novela estática” en la que dos amigos arremeten contra la Europa de la troika.
Jueves, 27 de abril
UN LUGAR EN EL MUNDO
Aprovecho el viaje a Plasencia para pasar por Aldeanueva del Camino, si no “el origen del mundo”, como en la película de Manuel Oliveira, sí el origen de mi mundo.
Un paseo breve: aparcamos el coche junto a la carretera, muy cerca del caserón de piedra, con su patio y su pozo, que ya solo existe en mi memoria, pero al que sigo volviendo a menudo. Cruzo después la garganta hasta la plaza del Mercado, me detengo sobre el puente romano escuchando el murmullo del agua (en verano, que es cuando suelo venir por aquí, la garganta está seca), voy hasta la iglesia de la Parte Arriba, donde me bautizaron, y recuerdo los tiempos en que subía hasta la torre, por la temerosa escalera exterior, para tocar las campanas. No encuentro a nadie en las calles, el pueblo parece abandonado, el escenario de una vieja película que sobrevive a la intemperie. En la Pista, frente a las escuelas, echo en falta el tronco carcomido de los viejos olmos, de los inmensos olmos que cobijaron mis juegos y ensueños infantiles. Ya no queda ni rastro de ellos. Pero ahí sigue la fuente con sus dos caños manando la misma agua fresca de siempre y el abrevadero de los animales cubierto de verdín.
En el jardín de la Masides, frente a mi casa, en el primer jardín que es símbolo de todos los jardines, el majestuoso castaño en flor por el que no pasan los años, al contrario que por mí y por todo lo demás.
Mi nostalgia se sacia pronto. Con media hora tengo bastante. Luego otra vez al coche y carretera adelante hasta Baños de Montemayor y la Sierra de Béjar.
Un lugar de nacimiento no es más que un punto de partida. Todos nacemos en el centro de la rosa de los vientos. Nuestra patria es el ancho mundo, aunque a algunos, como a mí, nos guste escoger un rincón y no movernos demasiado de él.
Pero mi rincón no está en Aldeanueva. Está en cualquier lugar donde tenga cerca un quiosco para comprar la prensa, dos o tres buenas librerías, alguna biblioteca, varias cafeterías donde leer y charlar con los amigos, un centro comercial con al menos media docena de salas de cine… Mi rincón está en cualquier lugar donde se pueda llevar una vida medianamente civilizada sin necesidad de utilizar ninguna prótesis mecánica (el omnipresente automóvil). Por eso detesto yo el campo y la naturaleza. Obliga a llevar una vida demasiado artificial.
Viernes, 28 de abril
VÓMITOS ANÓNIMOS
Ayer, cuando miré los comentarios al blog en que pongo al alcance de los lectores distantes mis reseñas de libros, me encontré con unas vergonzosas líneas de uno de los comentaristas habituales. Firma Paseante y dice que lo hace con otros pseudónimos. Soy una persona bastante polémica, me gusta discutir con todo el mundo. Incluso lo hago con anónimos, algo que me reprocha mi amigo Abelardo Linares. Yo acepto muy bien las discrepancias, aunque a veces me impaciente ante alguna tontería, y no me molesta nada –al contrario, lo agradezco– que me señalen mis errores y me rebatan con razones. Me encanta rectificar: eso supone que me he librado de un error.
Pero todo tiene un límite. Lo de Paseante era como un maloliente vómito. Lo di de paso, como hago siempre que no insultan a otras personas, pero luego pensé que era mejor borrarlo e ir a lavarme las manos y desinfectar la pantalla. Hay mala gente en el mundo, almas podridas, para qué nos vamos a engañar.
Pero ya había gente así antes de Internet. También por correo ordinario llegaban anónimos insultantes. Si no has recibido ninguno, es que no eres nadie.
Todos envidiamos a alguien. Yo, a cualquiera que valga más que yo (no a quien tenga más éxito). Por ejemplo, a Carlos López Otín, el investigador y la persona cabal que me hubiera gustado ser. Pero no se me ocurre vomitarle encima mi frustración, como hace conmigo este pobre hombre, incapaz de dar la cara, que firma Paseante.