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Sin trampa ni cartón: Leña al fuego

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Viernes, 25 de noviembre
UN MAESTRO SIN PIEDAD

Veinte años después de presentar en Oviedo Las máscaras del héroe, acompaño a Juan Manuel de Prada en la presentación de Mirlo blanco, cisne negro, una especie de ajuste de cuentas consigo mismo y con el mundo literario.
            Me aburren, por lo general, las novelas y más si están escritas en una prosa tan recargada y enfática como la de mi amigo Juan Manuel, a quien siempre, aunque a veces lo disimulara, le he tenido simpatía. A pesar de la contundencia de su prosa, de la seguridad con que esgrime los más peregrinos argumentos, tiene algo de niño grande.
            Mientras él habla de su novela e insiste en que no es una novela de tesis (y cuanto más insiste más despierta por descubrir las caricaturas de conocidos escritores que se agazapan en sus páginas), yo me entretengo en analizar las razones de su éxito. Fue uno de tantos jóvenes de los ochenta y los noventa, cuando los anticipos generosos y las ayudas a la creación, que quisieron vivir de la literatura, ser solo escritores. Es casi el único que lo ha conseguido plenamente. Como sus admirados Cela o Umbral, nunca tuvo que ocupar ningún cargo más o menos político ni condescender con cualquier otra ocupación.
            ¿La razón de ese éxito? Primero llamó la atención con los fuegos de artificio de un estilo más brillante que preciso y con un cierto gusto por el domesticado escándalo (muy en la línea de Umbral o Cela) y muy pronto supo adaptarse a las exigencias del mercado (aceptó el encargo del Planeta y supo salir airoso de él con una novela de género). Buscó también el seguro asilo de una opción ideológica no demasiado bien vista por los intelectuales, pero que constituye una de los más poderosos grupos de presión del mundo. Eso le permitió jugar a la marginación y el victimismo (tan rentable para cualquier escritor), a la vez que asentaba firmemente los pies en la roca imbatible del integrismo católico.
            Pero nada de eso le habría servido si no contara con una inagotable capacidad de trabajo y un innato dominio de la prosa. Podrá uno no estar de acuerdo con lo que dice (yo no lo estoy casi nunca), lo que no podrá es dejar de admirar el preciso andamiaje estilístico.
            En estas cosas pienso mientras mi amigo Juan Manuel, vende, y muy bien, con modulada voz y abundantes argumentos, su novela, a medias sátira de la vida literaria y a medias análisis de las turbias relaciones literarias entre maestro y discípulo, entre el joven ilusionado que fuimos y el desengañado adulto en que acabamos convirtiéndonos.
            "Menos mal --me digo--, que los pensamientos no pueden leerse, porque si no seguro que volvería a enfadarse conmigo como aquella vez en que no respondí de inmediato a su solicitud de que le publicara una entusiasta e inmensa conferencia sobre la poesía de Aleixandre".
            La verdad es que lo sentiría. Aunque discrepe de él en casi todo, tengo la impresión de que coincidimos en lo fundamental. Y le tengo esa admiración un poco retorcida que "un maestro sin piedad" (así me llamó en la dedicatoria de Las máscaras del héroe) le tiene a su discípulo más aventajado.


Sábado, 26 de noviembre
LOS PEQUEÑOS DETALLES

Soy un maniático de los pequeños detalles. Comienzo a leer Simone, de Eduardo Lalo, un diario del tedio y la anonimia puertorriqueña disfrazado de novela, y me encuentro con lo que dice de un jubilado: “Cada semana pasa por lo menos una noche en el Aeropuerto Internacional. Transita por los grandes pasillos como un viajero más. Recala por los puestos de comida, lee el periódico o una novela como alguien que mata el tiempo en una larga escala, sentado en el bar que queda cerca de las puertas de embarque”.
            ¿Y cómo se las arregla para pasar por el control de seguridad?, me pregunto yo. Porque los aeropuertos hace tiempo que han dejado de ser como las estaciones de antes y ya no es posible irse a ellos a pasar la tarde: las tiendas y los restaurantes, lo que tienen de centro comercial, se encuentra tras el control de seguridad, no antes.
            ––¿Y esa nimiedad te basta para rechazar un libro?, me reprocha Luis Acebal a quien se lo comento en el Vetusta.
            ––Me basta y me sobra, sea un diario o sea una novela; para que me crea una historia los pequeños detalles tienen que ser exactos.
            ––Con las películas hay mucha gente como tú que se entretiene en descubrir errores en los que nadie se fija. Y que además carecen de importancia. ¿Qué importa que el Brad Pitt de Aliados se despierte una mañana en la cama, junto a Marion Cotillard, elegantemente despeinado y cuidadosamente afeitado? Recuerda el microrrelato de Andrés Newman, una historia de terror: “Tras dormir toda la noche, se despertó recién afeitado”. Brad Pitt en esta película no es un actor: es un modelo de Armani o de cualquier otra firma. Nadie como él luce tan bien los trajes.
            ––Es además un criminal de guerra que remata a los heridos. A mí, mientras veía la película, se me ocurrió una definición de terrorista: “Héroe que se ha equivocado de bando”. ¿Y de dónde sacó el guionista que la ley dice que si uno se casó con una traidora, como el bueno de Pitt, debe ejecutarla con sus propias manos? ¿Quién da el visto bueno a estos disparates de guion? Es una lástima desperdiciar tan brillante envoltorio para una nadería. De lo de estrangular a un oficial alemán en la cabina telefónica del hotel y luego meterle pan en la boca para que parezca que se ha atragantado, ni hablo.
            ––Pues parece que a la gente le gusta; en cambio a la película de Trueba la boicotean, por no sé qué declaraciones que hizo, y no va a verla nadie.
            ––Lo del boicot en las redes es una tontería. La ultraderecha nacionalista no iría a ver una película en la que se ridiculiza a Franco hubiera o no dicho el director aquello de que no se sentía español. Lo que pasa es que la mezcla de denuncia y sainete no acaba de funcionar. Se echa en falta a Azcona.



Domingo, 27 de noviembre
ALIENS

Resulta que Antonio Buero Vallejo creía en los extraterrestres. En una de sus cartas a Vicente Soto, leo lo siguiente: “Más que los satélites, me interesan los platillos volantes. Cada día creo más en que tras ellos hay una impresionante realidad, no precisamente terrestre. Los datos son ya numerosos y curiosos. Hace unos días el ABCpublicó unos datos de una escuadrilla portuguesa que te dejaba patidifuso”.
            No era el único. Recuerdo que en un encuentro de poetas de la Fundación Caballero Bonald, en Jerez, Carlos Bousoño contó como una vez un extraño objeto volante, que emitía una luz verde, les persiguió durante largo rato a él y a Claudio Rodríguez por una carretera de Ibiza.
            Mi experiencia, si es que puede llamarse experiencia, es muy remota. Tendría yo diez o doce años, era una calurosa noche de verano en la que deslumbraban todas las estrellas. Dormía con el balcón abierto y en él surgió de pronto lo que me pareció una luna inmensa, un gran disco blanco con algunas manchas oscuras. Salí al balcón. Descendía lentamente, hacia el oeste, hacia los campos de más allá del río. Según se acercaba a la tierra se iba volviendo cada vez más oscuro, hasta ser solo un manchón negro rodeado de estrellas. Dejé de verlo, me dormí y al día siguiente, cuando salí a la calle, me enteré de que había un gran revuelo en el pueblo. En una de las plantaciones de tabaco, más allá del río Ambroz, había una especie de redondel, como si un objeto muy pesado se hubiera posado allí, aplastado los tallos y hundido ligeramente el terreno. No sé si los periódicos hablaron de ello. Yo conté la historia de la gran luna, pero nadie más la había visto y todos creyeron que era una fantasía. Se atribuyó a una broma pesada de la gente de Hervás y a punto estuvo de provocar un conflicto entre los dos pueblos vecinos. Pero creo que la cosa no pasó a mayores. Las plantas de tabaco tronchadas se mezclaron con las otras, se llevaron a los sequeros y luego se arrancaron sus hojas y se apretujaron en fardos que se enviaban a Tabacalera. Sería curioso saber si el tabaco que se preparó con ellas tenía otro sabor.



Martes, 29 de noviembre
EL SUJETO BOSCOSO

Una de mis debilidades como lector se llama Vicente Luis Mora. En las páginas culturales de los periódicos, se habla mucho de él como teórico literario de las nuevas tecnologías. Pero para mí destaca sobre todo por ser el mejor humorista involuntario de un género, la crítica poética, en el que no escasean precisamente. Cuando me enteré de que le había dado el Premio de Investigación Literaria Ángel González, y por un libro de título tan prometedor como El sujeto boscoso. Tipologías subjetivas de la poesía española contemporánea entre el espejo y la notredad (1978-2015), me froté las manos. Seguro que Ángel González también se habría divertido mucho.
º           Pero mi gozo en un pozo. Paso por la librería de la Universidad y me dicen que no tienen el libro. Me avisarán cuando lo tengan. Hoy recibo un correo: “Le escribimos en relación a un libro por el que usted preguntó ayer. Hecha la consulta esta mañana, nos han comunicado que parece que no está previsto que vendamos ese libro, ya que la obra se publica a través de la editorial Iberoamericana Vervuert. En el Servicio de Publicaciones desconocen si en el futuro habrá algún acuerdo con esta editorial o con la Cátedra Ángel González para poder venderlo”.
            Tampoco en la librería Cervantes ni en Ojanguren venden libros de esa editorial, especializada en obras que financia el autor para presentar como mérito en sexenios y oposiciones. ¡Con las ganas que tengo yo de pasar un rato divertido, olvidado de los desastres del mundo, con los disparates más o menos boscosos del bueno de Mora!
            Aunque, bien mirado, el mayor disparate es que en la Universidad de Oviedo se cree una cátedra para estudiar a Ángel González y la poesía contemporánea y luego sus publicaciones no puedan venderse en la librería de la universidad.
            Pero al menos de este disparate no se puede culpar a Susana Rivera, que es quien, como benemérita viuda, suele cargar con todas las culpas.



Jueves, 1 de diciembre
A DEBIDA DISTANCIA

Me pide Javier Fórcola un ejemplar de uno de mis viejos diarios que no encuentra por ninguna parte. Se inicia con una cita de Oscar Wilde que podría haber escrito yo: “A debida distancia, cualquier hombre no es más que un pobre hombre. Por eso la primera obligación de un caballero consiste en no dejar que los demás se acerquen demasiado y en distraerles echando leña al fuego de su mala reputación”.







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