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Sin trampa ni cartón: Un abrazo



Lunes, 29 de agosto
ADIÓS A TODO ESO

No es que me guste ver los toros desde la barrera. Simplemente, no me gustan. Por eso, este verano me alejé unos días del ruedo ibérico y no quise enterarme del resultado hasta tiempo después. Ahora me imagino al candidato a empujones subiendo paso a paso el camino del calvario y recibiendo las mismas humillaciones que él dedicó al candidato anterior. Los mismos sarcasmos, no; el mismo tono desdeñoso y perdonavidas, creo que tampoco: el talante humano es distinto. Lo malo es que disfrutaría con ese espectáculo, que parece escrito por un guionista vengativo, pero no me gusta fomentar mi veta sádica.
            Desde el mirador de San Pedro de Alcántara, miro ponerse el sol sobre los tejados de Alfama y pienso que uno debería poder tomarse vacaciones de sí mismo tan fácilmente como se toma vacaciones de su país. De lo que pase en el coso del Congreso, si es que pasa algo, ya me enteraré dentro de un tiempo.


Martes, 30 de agosto
ELOGIO DE LA COSTUMBRE

La mañana en Lisboa, la tarde en Nueva York. Saboreo este día como uno de esos helados que entremezclan dos de mis sabores favoritos. Ayer abusé un poco de la amabilidad de los amigos que me acompañan y los hice recorrer buena parte de los lugares que forman parte de mi memoria sentimental. Tuvieron que subir y bajar cuestas, pasear por la orilla del río desde la Plaza del Comercio hasta el Cais de Sodré, observar a Pessoa en su mesa de siempre del Martinho de Arcada y sentarse bajo el árbol inmenso, que a mí me acoge como un regazo materno, de la Plaza del Príncipe Real. Hoy prefiero dejarlos dormir en su apartamento de la Rua Augusta, muy cerca del Arco Triunfal, y pasear yo solo por las calles recién amanecidas, bajo un cielo de un azul intacto, como acabado de crear. Más de una vez he dicho que, cuando uno habla (y yo hablo siempre que tengo público, aunque sea un paciente público de amigos), la ciudad se calla. Esta mañana callé yo y dejé que ella me hablara.
            Soy una persona que recibe bastantes regalos, aunque no siempre acierte a darme cuenta y a dar las gracias. Ayer el avión, antes de aterrizar en Lisboa, se dio una vuelta por delante del estuario que me permitió contemplar por primera vez toda su integridad el Mar de Paja, como llamaban en la Enciclopedia Álvarez a la desembocadura del Tajo. Ver por primera vez completo el Acueducto de las Aguas Libres; ver a la vez el puente de Vasco de Gama, que parece casi a ras de agua, y el altivo del 25 de Abril; contemplar las colinas de Lisboa y las de Almada y Barreiro, la Torre de Belén y las playas del Atlántico, es un privilegio que me hace sentirme como un pequeño dios. La mayoría del pasaje, sin embargo, está entretenida en otras cosas. Admirarse mirando por la ventanilla parece cosa de niños.
            Luego, al aterrizar en Newarch, otro regalo: el perfil de Manhattan como no lo había visto antes; tendida a lo largo del Hudson, la ciudad me parece a la vez familiar y extraña. Como todas las cosas de esta vida cuando no se las mira con los ojos gastados de la costumbre.
            Es la primera vez que llego a Nueva York por este aeropuerto. Un tren me lleva hasta los más profundo de Penn Station y luego emerjo como Orfeo, pero sin llevar tras de mí a ninguna Eurídice. Aparezco frente al Hotel Pensilvania. al que Camba dedica un capítulo en La ciudad automática, y en el yo me alojé más de una vez (aunque ya no es lo que era) en recuerdo de esas páginas que me fascinaron en la adolescencia. Emerjo de las entrañas en la hora punta y tengo la sensación de ir a contracorriente de un río de aguas turbulentas. Toda la ciudad parece derramarse por las escaleras de la estación. Cuesta avanzar por la acera de la Séptima hasta el hotel, muy cerca de Time Square. Es como si Nueva York hubiera querido mostrarnos su rostro más tópico, toda ella ajetreo y multitud. "Esta es también una ciudad tranquila, ya lo veréis", les digo a mis acompañantes. Por primera vez no nos alojamos en el mismo hotel; yo he decidido aceptar la invitación de otro amigo, también poeta, en Brooklyn. No estoy seguro de haber hecho bien. Una persona tan egoísta que no invita a nadie a su casa, como es mi caso, no debería aceptar la invitación de nadie. Pero me pudo la curiosidad de vivir en otro barrio.
            Un paseo nocturno por los alrededores, que ya conozco, me hace sentirme bien. El otro arco triunfal, la fuente con sus elegantes desnudos de la época del jazz, la biblioteca  art deco, el Prospect Park, tan distinto de su pretencioso hermano...
            No soporto los cambios, estoy enfermizamente apegado a mis rutinas, por eso para sobrevivir he creado anticuerpos defensivos. Como no puedo vivir sin mis costumbres, en seguida me invento otras nuevas y a los dos días el territorio inexplorado, que tanto me aterraba, ya es una prolongación más del mundo conocido.


Miércoles, 31 de agosto
DONALD TRUMP Y OTROS AFORISMOS

Desde hace no sé cuántos años, en invierno o en verano, sea domingo o día laborable (para mí todos lo son y ninguno lo es), me levanto a las ocho menos cinco de la mañana, (no con total exactitud, claro, no soy una máquina: a veces es a las ocho menos siete minutos y otras a las ocho y un minuto o dos, pero son pocas veces). En esta primera mañana de Nueva York, me despierto a la hora de costumbre. Pero miro el reloj y son las dos menos cinco, una hora poco adecuada para levantarse y alborotar la casa, especialmente si uno es un invitado. ¿Y qué hacer si ya he descansado todo lo que necesito descansar, si no me apetece tratar de volver a dormir? Pues lo que siempre hago en estos casos en que no puedo hacer nada: me imagino que trabajo en un periódico y que he de redactar varios artículos: un editorial sobre la situación política, otro de crítica municipal, también el comentario de algún libro, una necrológica...
            Para la necrológica me inclino por un personaje del que se ha hablado mucho estos días en Asturias, pero del que yo no he escrito nada. Afortunadamente. Si de una muerto reciente no puedes decir nada bueno, lo mejor es que no digas nada. Pero como yo escribo para un periódico imaginario, me divierto poniendo el título: "El Donald Trump de la filosofía". Creo que es es único intelectual, o al menos catedrático, del que no se pueda recordar una declaración pública que no sea una estupidez o una barbaridad.
            Cuando me canso del periódico imaginario (afortunadamente), recurro al teléfono móvil. Pero no tengo Internet, así que me dedico a escribir en el blog de notas unos aforismos que acabaré borrando.
            Me gusta hablar mal de mí mismo, pero sólo para elogiarme mejor.
            Me gusta rectificar siempre que me equivoco, pero pocas veces puedo darme ese gusto.
            Me gusta que me quieran, pero a cierta distancia.
            No me molesta el contacto físico, siempre que no haya excesiva intimidad.
            Hacer el amor con alguien a quien uno quiere siempre resulta un poco incestuoso.
            No es lo malo dar dinero a cambio de sexo. Lo malo es no dar ni siquiera las gracias.
            Mi corazón al desnudo no es más que una víscera sanguinolenta.
            Cuando me desnudo de literatura, me quedo en nada.
            Me gusta la gente que vale más que yo, siempre que viva lejos.
            Soy tan rápido que a veces termino un amor antes de haberlo empezado.
            Me gusta mandar y me gusta obedecer. Mandar a todo el mundo, obedecer sólo a mí mismo.
            Como miento siempre, nunca engaño.
            No te fíes de lo que digo. Me gusta llevarme la contraria.
            No hacía nada bien, salvo el ridículo.
            Cuando engaño, siempre aviso antes. Pero no siempre tienen esa deferencia conmigo.


Jueves, 1 de septiembre
PERDER Y ENCONTRAR

Cuando llegué por primera vez a esta ciudad, un domingo melancólico, de esos en que estamos tan solos que ni siquiera nuestra propia sombra nos hace compañía, recibí un abrazo que me hizo volver a sentir el amor por la vida. Son cosas, como todas las verdaderamente importantes, que uno nunca cuenta. Nada importante. Seguro que a la mayoría le parecerá incluso un poco ridículo.
            Caminaba por la avenida sin gente, tan solitaria como yo, con solo algún homeless al que podría llamar como Baudelaire, "mi camarada, mi hermano", cuando entré en el atrio abierto al público de uno de los rascacielos, el Citycorp, Me sorprendió el sonido de un piano que tocaba para nadie en un inmenso espacio de mesas vacías. Vacías del todo, no. En una mesa un anciano leía; en otra, dos mujeres (luego me di cuenta de que una de ellas manejaba un pincel: estaba dando clases de caligrafía).
            Alcé los ojos: a las ventanas del primer piso: por los cuatro lados, rodeándome, se asomaban los libros. Y me sentí abrazado y me di cuenta de que, por muy solo que estuviera, nunca me faltarían, en prosa y verso, razones para vivir.
            Hoy, algunos años después, he vuelto a ese lugar, en Lexington Avenue, que es una de mis casas en Nueva York. Seguían sonando las notas del piano, en las mesas los tres o cuatro solitarios habituales. Pero de pronto sentí frío, alcé la vista. A los ventanales del piso superior no se asomaba ninguno de los miles de amigos que siempre me habían reconfortado. La librería ha cerrado. Era de la cadena Barnes & Noble, también los gigantes mueren.
            Con aprensión fui hasta Union Square. Pero allí seguía, frente al mercadillo de productos orgánicos, inmenso, abierto, acogedor, otro de mis palacios neoyorquinos. Tardé en encontrar sitio en el café de la primera planta, me senté con un libro de Juan Felipe Herrera, el poeta laureado que mezcla en sus versos el inglés y el español, y acompañado de amigos que  sorprendían a Catulo y a Horacio en una antología de poesía gay y  una nueva edición de los manuscritos de Emily Dickinson. Y se me ocurrió pensar que allá por 1990, cuando esta ciudad me abrazó por primera vez, ninguno de ellos había nacido. Qué importa perder si todavía somos capaces de encontrar, me digo. Pero ningún abrazo sustituye de verdad a otro. 




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