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Nada personal: El buen discípulo

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Sábado, 3 de noviembre
LA PRIMERA VEZ

“Para todo tiene que haber una primera vez”, le dice el malvado Silva a un indefenso Bond mientras le acaricia insinuante los musculosos muslos. “¿Y quién te ha dicho que es mi primera vez?”, le responde el símbolo de la virilidad entre las risas, algo incómodas, de los espectadores.
            Pues para mí esta mañana sí fue efectivamente la primera vez. Nunca antes me había quedado encerrado en un ascensor. Pero no en cualquier ascensor, sino en uno del Milán, el edificio de la Universidad en que doy clases, cerrado y vacío como cualquier otro fin de semana. “Por mucho que grite, nadie me va a oír hasta el lunes”, pensé. Antes subía siempre hasta mi despacho por la escalera. Pero luego me pudo la comodidad.
“Ahora solo falta que el móvil no tenga cobertura”, pensé mientras recordaba, aterrado, un cuento de Gabriel García Márquez en el que alguien se queda encerrado en el ascensor durante todas las vacaciones de sus propietarios y cuando vuelven encuentran  su esqueleto.
Pero el móvil funcionaba. Llamé a seguridad. “En seguida van para allá”, me dijeron. Y entonces saqué mi iPod, lo puse en modo aleatorio y lo primero que escuché fue un fragmento de Pygmalion, de Jean Philip Rameau: “Règne, amour”. Puedo así calcular exactamente lo que duró mi primera vez: descontados los preliminares: cinco minutos y dos segundos. Cuando sonaban los últimos compases, se abrió la puerta del ascensor y pude salir.
La temida pesadilla se convirtió en cinco minutos de felicidad. Lo que no sé es cómo le iría a Bond con Silva, porque todavía no he visto Skyfall(la escena de la seducción me la han contado). Espero que en esa primera vez que no era la primera vez lo pasara tan bien como yo en mi verdadera primera vez.


Domingo, 4 de noviembre
EL ARTE DE ENVEJECER

Mi amigo Cristian me dice esta mañana que le ha defraudado la última película de James Bond. “Esperaba más”, concluye. ¿Qué sería lo que esperaba? A mí me ha fascinado desde las escenas iniciales, con la persecución sobre los tejados del Gran Bazar de Estambul y la presunta muerte del protagonista despeñándose por una cascada como homenaje a Sherlock Homes.
Si esto es cine popular y comercial, lo es a la manera en que los dramas de Shakespeare eran teatro popular y comercial. En Skyfall están todas las espectaculares pirotecnias que podríamos esperar y algo más: una reflexión sobre la vejez de los héroes, sobre algo que me toca muy de cerca: la llegada a la frontera de la jubilación. Mi amigo Cristian es todavía demasiado joven para entender esta crepuscular melancolía. La escena en la National Gallery, por  ejemplo, con el encuentro frente a un cuadro de Turner que representa a un viejo barco aparentemente ya solo apto para el desguace, como el agente envejecido y fatigado.
            ¿Y qué decir del momento en que M, también ya vieja y fracasada, se defiende ante una comisión de investigación parlamentaria recitando unos versos de Tennyson? Forman parte del poema “Ulises”, quizá el más hermoso de los suyos. Ulises, tras su larga singladura, no se resigna a envejecer en Ítaca: “De nada sirve que viva como un rey inútil / junto a este hogar apagado, entre rocas estériles”. Ulises y los suyos ya no son los jóvenes que partieron hacia Troya, pero aún tienen fuerzas para seguir navegando. Víctor Botas, en Segunda mano, tradujo el fragmento en el que Ulises se despide de su hijo Telémaco, a quien deja su cetro y su isla. “Yo tengo otro destino”, afirma.
            Cómo resuenan en la sala llena los versos finales. Incluso los devoradores de palomitas se detienen un momento: “Aunque mucho se ha perdido, queda mucho, y aunque / no tenemos ahora la fuerza con que en los viejos días / movíamos tierra y cielo, lo que somos, lo seguimos siendo: / un temple equilibrado de heroicos corazones,
debilitados por el tiempo y el destino, pero no en su voluntad / de luchar y buscar y encontrar y no rendirse nunca”.
            En cuanto se apagan las luces, busco en mi móvil los versos originales: “Though much is taken, much abides”. Queda mucho todavía. Lo que fui, lo sigo siendo. Yo también sigo decidido a “to strive, to seek, to find, and not to yield”. Decidido a no rendirme nunca o, al menos, a no rendirme todavía.
            ¿Cómo no va a emocionarme este Bond de Sam Mendes si como todas las grandes obras habla de lo que más me importa? Habla de mí y del arte de envejecer.



Lunes, 5 de noviembre
REGIA PERSPICACIA

En una librería de viejo encuentro uno de esos libros que causan cierto ruido periodístico en su momento y que de inmediato caen en el olvido. Se trata de La reina muy de cerca, de Pilar Urbano, donde la reina Sofía, al cumplir setenta años, se atrevió a decir públicamente por primera vez lo que pensaba. Y lo que pensó todo el mundo es que habría estado mejor siguiendo calladita. Lo que nadie citó ni entonces ni después, cuando el sonoro caso judicial, fueron sus palabras sobre Iñaki Urdangarín: “Un hombre bueno, bueno, bueno… ¡buenísimo! Tiene un gran fondo espiritual y moral. ¡De una pieza! Sensible, atento, muy bien educado. Y al mismo tiempo espontáneo, alegre, educado. Como marido y como padre es un puntal: da una gran seguridad en su casa”.


Martes, 6 de noviembre
UN CONSEJO

Termino la presentación de La nieve y otros complementos circunstanciales con estas palabras. “Vivimos en tiempo de recortes, todos tenemos problemas económicos, por eso me atrevo a darles un consejo. Resistan la tentación de hojear siquiera el libro de Xuan Bello. Porque si lo hojean, no podrán resistirse a la tentación de comprarlo”.


Miércoles, 7 de noviembre
ANTE EL ESPEJO

Ayer presenté un libro, hoy asisto a la presentación de otro en la misma librería. No lo volveré a hacer. Yo no valgo para estas cosas. Lo siento mucho, pero escuchando tópicos y mitineras vaguedades, puedo ser educado durante media hora. Más, no. Acabo levantando la mano y discutiendo con presentador y autor. Como era un buen amigo mío, opté por levantarme y ponerme a hojear las novedades. Una buena idea. La repetiré siempre. El compromiso del intelectual, la maldad de los bancos, el desinterés de los jóvenes por la literatura, la influencia de las nuevas tecnologías y todas las buenas intenciones del mundo resultan más soportables como ruido de fondo (así escucho la televisión) mientras uno hojea, por ejemplo, Aquí y ahora, las cartas intercambiadas entre Paul Auster y J. M. Coetzee. Comienzan hablando sobre la amistad.
            Después de presentar su novela, que me regala dedicada, acompaño a Luis García Montero y a otros amigos a tomar algo. Con nosotros viene Ángeles Caso. Al final, la acompaño hasta el taxi. “¡Hay que ver lo que es esta mujer!”, me dice refiriéndose a una querida colega. “Nunca había hablado con ella y se ha dedicado a repetirme que mis novelas no le interesan nada, mis artículos le parecen muy cursis, aunque últimamente mejoro algo ¡Qué cosas! Menos mal que me lo he tomado a broma. La gente no se da cuenta de lo inseguros que somos los escritores, del daño que puede hacer con sus palabras”.
            Vuelvo a casa avergonzado: me reconozco en esa impertinencia. A maleducada sinceridad no me gana nadie. ¿Será ya muy tarde para cambiar? Me temo que sí, pero me esforzaré en hacerlo. Me he visto reflejado y lo que he visto no me ha gustado nada.


Jueves, 8 de noviembre
EL ARTE DE PERSUADIR

Trato de poner en práctica mi decisión de atenuar en lo posible las tosquedades habituales. Por la mañana, acto de homenaje a Menéndez Pelayo en el Milán. Uno de los ponentes comete un lapsus y le atribuye al polígrafo santanderino la elogiosa reseña que al libro Azul de Rubén Darío le dedicó Juan Valera. Intercambio un gesto irónico con la profesora Carmen Alfonso, que está sentada en la primera fila, pero no digo nada. Me cuesta, pero no digo nada. Poco duran mis nuevas y buenas maneras. Aunque vamos con un cierto retraso, Aurora Luque no quiere ahorrarnos la lectura de un tedioso e interminable poema de Luisa Sigea traducido por don Marcelino. Me doy cuenta del aburrimiento del público, casi tan grande como el mío, y la interrumpo lo más educadamente que puedo, que nunca es mucho.
            Luego hay reunión del jurado del premio Alarcos. Yo, como siempre, no defiendo ningún libro. Mi manía es la defensa de la estricta legalidad: que las votaciones sean secretas, que no se vuelva atrás en ninguna votación, que no se saque nadie de la manga el libro no preseleccionado de algún amigo…
No tengo que preocuparme de defender ningún libro porque los tres o cuatro que me interesan han pasado a la final. Dos libros quedan más o menos empatados. Carlos Marzal defiende uno de ellos, los demás seguimos con nuestras dudas. Y entonces otro miembro del jurado –no diré quién–  arremete contra ese libro con argumentos escasamente literarios: hay un error gramatical grave, está lleno de “mariconadas”, etc., etc. Casi una hora de áspera diatriba. Cuando termina, se procede a la votación. Yo ya no tengo dudas del ganador. Hay ataques que son la mejor defensa.
            Y otra vez me veo reflejado. Soy demasiado directo, demasiado poco sutil. A veces, para conseguir lo que uno quiere, lo mejor es aparentar que se quiere lo contrario.
            Algo de eso voy aprendiendo. ¡Pero tan lentamente!


Viernes, 9 de noviembre
RESURRECCIÓN

El día de ayer comenzó con la clase de las nueve de la mañana y terminó pasadas las dos. No es que no esté ya en edad de esos excesos, es que nunca lo he estado. Tras la lectura de poemas en el palacio de Porlier, Carlos Marzal y Aurora Luque mostraron su interés por conocer el Centro Niemeyer y el viceconsejero de cultura, que presidía el acto, se ofreció amablemente a llevarnos hasta allí y enseñárnoslo.
            Hacía tiempo que yo no había vuelto, que miraba hacia otro lado cuando pasaba cerca para no verlo y no deprimirme; me parecía una hermosa ilusión pisoteada con saña. Pero me ha vuelto a conquistar su magia. Sin nadie, hermosamente iluminado, con la ciudad sigilosa al otro lado de la ría, tenía algo de sueño imposible hecho realidad. Volví a recuperar la ilusión. Sentí que estaba en buenas manos. Las más recientes, las de Antonio Ripoll, una de las personas más inteligentes que haya conocido. Una vez, cosa rara en él, siempre tan educadamente distante, me hizo esta confidencia: “¿Sabes por qué me he llevado siempre tan bien con los políticos fueran del partido que fueran? Pues porque siempre me hacía a un lado y dejaba que ellos salieran en la foto, acapararan el protagonismo. Gracias a eso tuve toda la libertad del mundo para hacer mi trabajo de la manera que creía más conveniente”.
            Bueno, ya sé a quién debo imitar y a quién no. Todavía puedo mejorar, aún no está todo perdido. Pero soy tan torpe, aprendo tan lentamente que necesitaría vivir cien años para llegar a ser como quiero ser.



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