Sábado, 13 de octubre
ENCUENTRO
No me gusta la soledad porque en ella cualquier cosa es posible. Pasar mucho tiempo solo le hace a uno vivir en un mundo que se rige con leyes distintas, como las de los sueños. Después de un día sin hablar con nadie, pero cumpliendo meticulosamente todos mis rituales de los sábados, volvía a casa desde el centro comercial, ya cerca de las diez de la noche, con la bolsa con la compra en la mano, cuando en el parque apareció junto a mí súbitamente un desconocido. Me asusté porque era como si hubiera estado escondido a mi espera, pero en ese parque, tras la iglesia de San Julián de los Prados, apenas hay árboles ni lugares donde esconderse. Era más joven que yo, tendría unos cincuenta años y me miraba fijamente sin decirme nada. Aceleré el paso. “Un momento, por favor, le estaba esperando”. Pensé que sería algún lector. No soy precisamente un escritor popular, pero la constancia también tiene su mérito, y a veces se me acerca alguien para elogiarme, para discrepar o para decirme que también escribe y que si podría facilitarle una dirección para enviarme sus versos o, todavía peor, su novela inédita. Pero se trataba de alguien más descarado de lo habitual. “¿Puedo acompañarle a casa? Tengo algo que contarle”. “¿A casa?”. Yo había acelerado el paso y ya estábamos casi al comienzo de la calle Murillo, donde han inaugurado un nuevo bar. “Si quiere podemos entrar ahí un momento”, le dije señalando los iluminados ventanales. “Prefiero en su casa, si no le importa”. Como había gente en la terraza del local, me detuve y recuperé mi valentía. “Pues lo siento, pero en mi casa solo entra quien yo invito y a usted no le conozco de nada”. “¿De verdad no me conoces?”, y por primera vez en su cara, hasta entonces muy seria, apareció una sonrisa que vagamente me resultaba familiar. Muy vagamente. “Lo siento, no le reconozco y le recuerdo que ni siquiera me ha dicho su nombre”. Sin responder se puso a caminar calle adelante hacia mi casa. Yo iba detrás sin saber qué hacer ni qué decir. Se detuvo ante el portal y luego llamó al telefonillo. Yo me había quedado atrás, algo asustado. Para mi sorpresa le abrieron. “Pues algún vecino debe conocerle”, me dije. Recordé su obsesión porque no se abriera la puerta a desconocidos. Les preocupaban especialmente con los repartidores de publicidad. “Alguien les abre, a pesar de todas las advertencias”, se quejan en las reuniones de la comunidad. Esperé un rato en la calle. Pensé en llamar a algún amigo, pero luego me pareció absurdo. Me decidí por fin a entrar, temiendo encontrarme en el portal al desconocido. Pero no había nadie. Respiré aliviado. Abrí la puerta de casa, encendí la luz, fui hasta la cocina a dejar las pocas cosas que había comprado –frutas, leche, pasta, unos yogures– y entonces, mientras las estaba colocando en el frigorífico, tuve un presentimiento. Fui hasta el salón y allí estaba el desconocido, sentado tranquilamente en el sillón, con un libro en las manos. “¿Cómo has entrado?”, “Pues con las llaves que me diste tú, ¿ya no te acuerdas? No te las devolví”.
Tengo bastante buena memoria: olvido todo lo que no me interesa recordar. “Supongo que habrás venido a devolvérmelas”, dije. “Sí, y a algo más”. Ahora es cuando debería sentir más miedo, pero estaba muy tranquilo. “Veo que tu casa sigue siendo una leonera”. “Hace tiempo que no sé de ti, pensé que te habías muerto”. “¿Y cómo sabes que no estoy muerto? Te leo algunos domingos en el periódico, y si hay que hacerte caso, no sería la primera vez”.
No estaba yo muy orgulloso de aquella vieja historia, por eso la había olvidado por completo. “¿Quieres cenar algo?”, dije. “Si no te molesta, pero cocinaré yo; nunca lo has hecho muy bien”. Cené solo, sin embargo. Tras prepararme la cena, se despidió. “Espero que la próxima vez no tardes tanto en reconocerme”, dijo. Mientras cenaba recordé unos versos de Gastón Baquero que me gusta repetir: “Parece que estoy solo / pero llevo conmigo un mundo de fantasmas”.
Domingo, 14 de octubre
EL VÉRTIGO DEL TIEMPO
En la feria del libro viejo, que cierra hoy, encuentro un libro de entrevistas, Los amantes de la fama, que firma Antonio Cases y se publicó en 1922. Lo hojeo y lo primero que me encuentro es con el general Milán del Bosch, al que acaban de cesar como capitán general de Cataluña después de que tratara de arreglar el problema obrero a tiro limpio y patadas a la Constitución. “El general está alegre, risueño, casi jovial”, escribe el periodista. “Aun saluda marcial e irónicamente a un nietecito suyo, un lindo muñeco, sonrosado y tiecesito, que lleva orgulloso un refulgente y albo uniforme de Caballero de Santiago. La blanca y sedosa capa cubre por completo al chiquillo de bucles de oro, que se cree en la precisión de mirar fijamente, como miran los guerreros. Al lado del chiquitín, una bella dama que parece arrancada de un cuadro del tiempo de Luis XV”.
Siento de pronto el vértigo del tiempo, la emoción de la historia. Ese “lindo muñeco sonrosado”, “ese chiquillo de bucles de oro” es el Milán del Bosch que en 1981 sacaría los tanques a la calle y nos metería a todos el miedo en el cuerpo.
Lunes, 15 de octubre
INFERIOR
“A ti lo que te pasa es que te crees superior a todo el mundo”, me dice para finalizar la discusión cuando ya no le quedan argumentos con que rebatirme.
“A mí lo que me pasa es que me sé inferior a mí mismo”, pienso yo. Pero no digo nada. Me limito a sonreír. Y mi amigo, escritor que se las da de historiador con bastante provecho publicitario y crematístico, interpreta esa sonrisa como “a todo el mundo no, pero a ti sí”. Y obviamente no le hace ninguna gracia.
Martes, 16 de octubre
EL CINE EN EL CINE
Leo la noticia del posible cierre de los cines Yelmo, a los que voy todos los fines de semana. “La culpa la tiene la subida del IVA”, me dice un amigo. Y yo: “La culpa la tienen el 15 M y los cinéfilos”. “¡Tú estás loco! ¿A qué viene eso?”. “Bueno, con lo del 15 M quizá me pase un poco, pero es que una amiga, muy lideresa de los indignados, me dijo que ella no tenía ninguna mala conciencia por piratear los estrenos en Internet porque así fastidiaba a la Warner Bros. y a otras multinacionales que nos colonizan. Supongo que no todos serán tan descerebrados, pero hay bastantes. Otra intelectual de la protesta me dijo que no iba al cine porque estaban en un centro comercial y ella detesta el consumismo. Y en cuanto a los cinéfilos tengo un amigo que hace crítica de cine y jamás pisa una sala de cine; incluso los estrenos, los ve en malas copias de Internet. ¿Cómo no van a cerrar las salas? Otro exquisito no las pisa nunca porque le molestan los que comen palomitas”.
Recuerdo que, cuando cerraron los últimos cines de Segovia, hubo muchos lamentos, artículos en la prensa, incluso creo que manifestaciones. Entrevistaron al empresario y dijo: “Mire usted, si todos esos que se quejan de que yo cierre el local y una ciudad como Segovia se quede sin cines hubieran ido al cine, no ya una vez a la semana, sino una vez al mes, yo no habría tenido que cerrar”.
Miércoles, 17 de octubre
QUINCALLERÍA
Cómo defrauda, tras un primer capítulo prometedor, la nueva novela de Donna Leon, Las joyas del paraíso. Casi tanto como cualquiera de las últimas películas de Woody Allen. Los materiales, Venecia y la música barroca, están muy bien, pero la trama inverosímil, los capítulos de relleno, la profesionalidad sin gracia nos hacen ver que se trata de uno de esos encargos que deben rechazarse de inmediato. Pero a ver quién se resiste a las argucias de un astuto comerciante si se llama Cecilia y se apellida Bartoli. Esperemos que ella defraude menos con las arias de Agostino Steffani. En cualquier caso, venderán mucho las dos, que es de lo que se trata.
Jueves, 18 de octubre
DESINFORMADAS PLAÑIDERAS
Leía ayer un divertido artículo de un profesor contra sus alumnos, especie de zombis que no se interesa por nada. Hojeo hoy un mamotreto de Steven Pinker que rebate a los apocalípticos. Siempre he pensado que muchos de los llamados intelectuales –escritores en la mayor parte de los casos– tienen una cierta dificultad para el razonamiento lógico. Steven Pinker demuestra que, a pesar de toda la violencia que llena cada día los periódicos, nuestra época es menos violenta que cualquier otra. Y no menos culta, admirado Vargas Llosa, sino todo lo contrario. ¿Qué error cometen las plañideras del vivimos en el peor de los mundos posibles? Pues que comparan la situación actual, esos alumnos de bachillerato que no han leído el Quijote, con la situación ideal, no con la de hace cincuenta, cien o doscientos años. Steven Pinker no utiliza idealizadoras nostalgias, fantasías de senectud, sino estadísticas lo más fiable posibles. Y demuestra así que nacer en el sangriento siglo XX resulta más seguro que hacerlo en el XIX, o incluso en el empelucado siglo de las luces.
Los profesores comparan la minoría lectora de ayer con la mayoría no lectora de hoy. Que comparen minoría con minoría y veríamos qué época sale ganando. Recuerdo a un compañero de estudios, allá por los años setenta, que se vanagloriaba, en quinto de licenciatura, de haber aprobado sin necesidad de leer ninguna de las novelas del XIX que eran lectura obligatoria; le bastaron los resúmenes que circulaban por clase. Pasaron los años y cuando me lo volví a encontrar era profesor en no recuerdo qué Instituto. En seguida empezó a quejarse: “Esto de la educación es un desastre, todo va cada vez peor. Los alumnos de ahora no son como los de antes. No se interesan por nada. Te ves y te las deseas para conseguir que lean un libro”.
Viernes, 19 de octubre
EL REY Y LAS FOCAS
No, no estamos cada vez peor. Basta leer el libro de Antonio Cases, publicado en pleno siglo XX, para comprobarlo. Comienza entrevistando al rey exiliado del Camerún, y el racismo de cada línea llega a resultar inverosímil: “A estos negrazos suele ponerlos también de moda, una moda sangrienta y muy femenina, las histéricas matanzas de que son víctimas allá en los Estados del Norte de América, en donde los corren ululantes y maltrechos y los hacen brincar como osos en poder de los gitanos, hasta machacarlos y hasta conseguir que la piel, de un negro aceitoso, quede pintada con el bermellón de la sangre, que es entonces más roja porque humea”.
Los linchamientos entonces habituales en la democrática y civilizada Norteamérica –no desaparecerían hasta los años sesenta– le despiertan menos compasión que producen hoy las peleas de gallos. “Y el rey de los pamúes me extiende su mano plana y fría, como deben ser sin duda las manos de las focas”, concluye el culto y civilizado periodista.