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Espacio y tiempo: El puente de la espada

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Hay en la vida de cualquier hombre, como en la historia de los pueblos, espacios y tiempos en los que la realidad se entremezcla con el mito.
            Volver a Aldeanueva del Camino es regresar al origen del mundo, un mundo que para mí no comenzó a ser verdadero hasta que no se me apareció en forma de libro.
            Los poderosos olmos junto a la escuela, gigantes para la mirada del niño, se han secado, pero siguen de pie sus troncos inmensos, ahora cubiertos de hiedra. Alzo los ojos al cielo, en esta noche clara de verano, y ahí en lo alto siguen las estrellas, más hermosas que en ninguna otra parte del universo, con su escritura secreta que aún no he aprendido a descifrar.


            Armando Palacio Valdés narra en La novela de un novelista las peleas entre los niños de las calles Rivero y  Galiana. Siempre he recordado, al leerlo, los enfrentamientos épicos, dignos también de un irónico Homero, entre los niños de la Parte Arriba y la Parte Abajo en Aldeanueva del Camino.
            Luego supe que detrás de esos violentos juegos de niño había mucha historia, que la frontera entre una y otra parte, había sido alguna vez una frontera real, tan real como que separaba el reino de Castilla y el de León, las tierras de los Zúñiga, duques de Béjar, de las de los Álvarez de Toledo, duques de Alba, en cuyo cercano palacio de la Abadía se habían alojado Garcilaso y Lope de Vega.
            Cuando me bañaba en las aguas del río Ambroz, a dos pasos del pueblo, no sabía que en ellas también se habían refrescado, una calurosa tarde del verano extremeño, el poeta que cantó el dulce lamentar de dos pastores y algunos otros cortesanos, espiados entre risas por algunas damas ocultas entre las arboledas del jardín.
            No sabía que esas aguas, muchos años antes que al poeta, habían rodeado los muros de una ciudad romana, devastada por los siglos, pero que aún alza orgullosa la frente en el arco de Cáparra.
            Me asomó al balcón de mi casa, junto a la carretera, y recuerdo que por allí pasó, montado a caballo, Unamuno camino de las Hurdes, y también, unos años después, Marañón acompañando al rey Alfonso XIII.
            Heredamos la historia del lugar en que nacemos, aunque tardemos en saber de ella, aunque haya episodios que no sepamos nunca. En 1829, la Real Audiencia de Extremadura preguntó a los vecinos de la Parte de Arriba y a los de la Parte de Abajo, que entonces eran dos pueblos diferentes, cual era su opinión sobre la división administrativa de la comarca. Unos y otros respondieron que deseaban acabar con aquella absurda separación, con aquel muro invisible heredado de tiempos remotos. Y en 1834, ya muerto el rey Fernando –de ominosa memoria en la liberal Aldeanueva, donde Martín Batuecas había publicado un Catecismo constitucional–, ya con María Cristina como reina gobernadora, se creó un único Ayuntamiento.
            La separación eclesiástica, sin embargo, se mantuvo todavía durante más de un siglo. Pocos pueblos pueden contar la simultánea visita de dos obispos, el de Coria y el de Plasencia, llegados a las parroquias de San Servando y de Nuestra Señora del Olmo para la confirmación de unos y otros feligreses. En mi memoria infantil cada obispo rivalizaba en pompa con el otro y hubo peleas, ya al anochecer, entre los que habían recibido la confirmación de uno y otro para decidir cuál era el mejor.
            En la iglesia de la parte de Arriba, Nuestra Señora del Olmo, donde a mí me bautizaron, ocurrió en 1506, un sacrilegio que movilizó a la Santa Inquisición y que motivó incluso la intervención de Felipe el Hermoso. Un cristiano viejo, Juan Sastre, robó una hostia consagrada supuestamente a instancia de varios cristianos nuevos de Aldeanueva y de la cercana Hervás para que luego ellos pudieran practicar sus siniestras ceremonias sobre el cuerpo de Cristo. Se arrepintió y confesó su delito a grandes voces cuando vio a un Cristo pintado en la pared sudar sangre verdadera.  
            Esta es tierra de fuerte impronta judía. "En Hervás, judíos los más". decíamos para insultar a los del pueblo vecino y ellos respondían: "Y en Aldeanueva, la judiá entera". Ahora la herencia judía de Hervás ha dejado de ser algo de lo que avergonzarse para convertirse en el principal atractivo turístico del pueblo, en una lucrativa seña de identidad.
            Los judíos se fueron de estas tierras, malvendiendo sus propiedades, en 1492, como es bien sabido. Lo que no es tan sabido es que bastantes de ellos volvieron poco después y pudieron recuperarlas, previa conversión, dudosamente sincera, al cristianismo.
            Más de una vez he discutido con Jon Juaristi, uno de los pocos conversos de la España actual, sobre la presunta presencia de la cultura judía en la obra de Antonio Machado. A esas charlas se refiere en un breve libro reciente, Estrella de la paciencia, donde habla de otro Antonio Machado, sastre, cuyos restos fueron desenterrados y quemados en un gran auto de fe celebrado el 25 de marzo de 1601. Pero aunque ese y otros Machado, cristianos nuevos portugueses, fueran antepasados del poeta, si él los ignoraba–argumentaba yo–, ninguna presencia judía podía haber dejado en su obra.
            Una religión, sin embargo, es algo más que una religión, es también una cultura y una forma de estar en el mundo. Y eso no siempre cambia cuando se cambia de un Dios a otro. Los cristianos nuevos podían ser sinceramente cristianos y conservar ciertas formas de comportamiento, como el hábito de la lectura, que se transmitían de padres a hijos y que les hacían diferentes de los cristianos viejos. De ahí las leyes de limpieza de sangre, tan necesarias –aunque nada se transmita por la sangre– para marginar a quienes tendían a copar los puestos claves en la enseñanza y en la economía, en todo lo que tenía que ver con el esfuerzo personal y el cultivo de la inteligencia.
            Mientras paseo por Hervás con mi amigo Marciano Martín, que es quien más sabe de estas cosas, pienso en mis posibles antepasados judíos. Américo Castro descubrió que esa era la ascendencia de buena parte de los literatos del Siglo de Oro y a mí no me molestaría, todo lo contrario, emparentarme así con Santa Teresa, Cervantes, el autor de La Celestina.  
            Pero todo eso son fantasías sin fundamento documental alguno. Inventamos nuestra propia historia como inventamos la historia de nuestro país. Cuando yo era niño, uno de los héroes nacionales era Viriato, aquel pastor lusitano que fue traicionado por los suyos. Pero hoy preferimos identificarnos con los que lucharon contra él. En Zamora, donde se alza el monumento a Viriato que reproducía la enciclopedia Álvarez, el portillo de la traición, por el que salió Bellido Dolfos, hijo de Dolfos Bellido (“si gran traidor fue el padre, / mayor traidor será el hijo”) para asesinar al rey don Sancho, ahora quieren cambiarle el nombre por el de portillo de la Lealtad.
            "Toda historia es ficción, y más aún / solo como ficción la historia existe" escribió un poeta. Ficción basada en hechos reales es la historia del mundo, mi propia historia.
            El niño que yo fui no se sabía heredero de una inmensa fortuna. Nuestras vidas son los ríos, pero en cada río desembocan muchas aguas. Las del Ambroz, en que yo me bañaba de niño, siguen hasta el Alagón y luego, en Alcántara, se unen con el Tajo.
            El niño que yo fui soñó muchas veces con el puente de Alcántara, minuciosamente reproducido, como la estatua de Viriato, en la enciclopedia Álvarez, que para mí, crecido en un ambiente donde escaseaban los libros, fue la primera biblioteca de Alejandría.
            Esta tarde de julio he cruzado por primera vez ese gran puente tan precisamente dibujado en mi memoria. Lo he cruzado a pie, en una tarde calurosa en la que no parecía oírse "ningún ruido, ningún silencio", con la ciudad agazapada tras la colina en una de las orillas y la arruinada torre defensiva en la otra, con el muro del gigantesco embalse amenazante frente a él, como un monstruo capaz de llevárselo por delante de un bocado. Debajo las mansas aguas del Tajo, que parecían inmóviles, sin ninguna prisa por llegar al mar, que es el morir.
            Todos los días cruzamos el puente más inestable de todos, el que va de un instante a otro sobre el abismo de la eternidad. Quizá por eso me tranquiliza atravesar lentamente este sólido puente, construido hace casi veinte siglos por Cajo Julio Lacer “para durar por siempre en los siglos del mundo”, perpetui mansurum in saeculi mundi, según reza la inscripción en el tempo dedicado al emperador Trajano y a los dioses de Roma que hay en su margen izquierdo.
            Unos pocos kilómetros más allá, el mismo arquitecto hizo otro puente, menos monumental, pero no menos sólido, no menos destinado a durar por los siglos de los siglos, sobre el río Erges o Erjas, que nace en la sierra de Gata y durante casi todo su cauce sirve de frontera entre España y Portugal. Cruzo por primera vez a pie el puente de Segura, con la vigilante aldea portuguesa encaramada sobre una colina, y me detengo exactamente en el centro, donde un cartel indica el lugar exacto en que comienza cada país.


            Eugénio de Andrade, al saber que yo era del norte de Cáceres, me contó que su abuela materna era también de por estas tierras, de Valverde del Fresno, y que él se acordaba muy bien de los contrabandistas que en el verano atravesaban este río Erges o Erjas por Monfortinho, muy cerca de aquí, para hacer negocio. Su madre le compraba siempre un “sombrerito blanco” (me lo decía así, en español) y unas sandalias. “Con esas sandalias comienza mi alegría”, leí luego en uno de sus libros, Rostro precario: “Ellas, tan leves, tan frescas, con sus agujeritos que dibujaban una flor (¿o una estrella?), desterraban durante meses las pesadas botas. Con sandalias así, no andaba: danzaba o volaba, y la tierra era toda mía”.
            Como este río, español y portugués, también el río de mi vida lleva aguas portuguesas. Mi España sigue siendo Hispania y abarca la península entera. “Soy español y nada portugués me es ajeno” escribió Eugenio d’Ors y yo me lo repito en este puente que piso por primera vez y que quizá no he dejado de pisar nunca. También hay portugueses, como Andrade, a los que nada español les resulta ajeno: “Mamita fue la primera palabra que aprendí entera –le escuché decir– y en los romances que mi madre me cantaba se mezclaba continuamente el español y el portugués”.
            Como se mezclan en las aguas de este río Erges o Erjas, en cuyas orillas se han encontrado restos de las minas de oro explotadas por los romanos. Quizá con ese oro se forjó la espada que los árabes creyeron que estaba enterrada bajo el puente de Alcántara y que les sirvió para darle nombre: al-Kantara-as-Saif, el Puente de la Espada.
            No sé si bajo el puente, pero sí sé que en mi infancia, en cualquier infancia, no importa lo menesterosa que haya sido, hay enterrada una espada de oro que nos vuelve en invencibles. “Una infancia pobre es una riqueza que no se agota nunca” le escuché decir en una entrevista a Nanni Moretti.
            Una infancia, cualquier infancia, es una riqueza que no se agota nunca. Creemos nacer en un lugar remoto y nacemos exactamente en el centro del mundo, herederos de toda la historia universal.





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